DURANTE el verano de 2000 las expectativas sobre una conclusión del proceso de paz en Oriente Medio llegaron a su punto máximo en las denominadas conversaciones de Camp David. Con una generosidad sin precedentes, el dirigente israelí Ehud Barak no sólo estaba dispuesto a la devolución del 97 por ciento de los territorios ocupados sino que, además, había aceptado la partición de Jerusalén, a la que denominaba Al Quds siguiendo la terminología árabe. Es dudoso que Barak dispusiera de suficiente respaldo político —no digamos social— para aquel ofrecimiento, pero seguramente pensaba que la firma del acuerdo de paz allanaría cualquier obstáculo. No contaba, desde luego, con que Arafat no siguiera el camino de la paz. Sin embargo, eso fue lo que hizo.

Como le señalaría a uno de sus colaboradores más cercanos, Arafat contemplaba la situación desde la perspectiva de lo que había acontecido siglos atrás con los enclaves cruzados en Tierra Santa. Durante doscientos años los cruzados se habían mantenido mal que bien en aquellos territorios, pero, al fin y a la postre, habían tenido que abandonarlos. Israel tan sólo llevaba cincuenta. Quizá habría que esperar otro siglo y medio para expulsar a los judíos, pero, en cualquier caso, ¿por qué llegar a un acuerdo cuando, en último término, los árabes volverían a apoderarse de todo? Puede decirse que el razonamiento de Arafat era discutible, pero, desde luego, no fue de escasa importancia. De hecho, constituyó toda la base dialéctica de su rechazo a la oferta de Camp David.

Por otro lado, hay que reconocer que Arafat era consecuente consigo mismo. En un discurso pronunciado en 1994 en una mezquita de Johanesburgo, Arafat había dejado de manifiesto que no pensaba respetar los acuerdos de Oslo relativos al proceso de paz en Oriente Medio. Se trataba —había afirmado apelando al Corán— de un paso que se había visto obligado a dar a causa de la situación de debilidad en que se encontraban los palestinos. Sin embargo, los acuerdos eran reversibles, y no tenía la menor intención de respetarlos en el futuro, cuando cambiara la situación.

Es muy posible que ya en Camp David Arafat estuviera convencido de que si los israelíes habían cedido tanto en tan poco tiempo, un empujón más podía terminar de doblegarlos, sobre todo si la opinión pública internacional se alineaba con la causa palestina. De hecho, mientras tenían lugar las conversaciones de Camp David, se mantenían en Gaza y Cisjordania campamentos para niños en los que los palestinos los entrenaban para la guerra siguiendo las técnicas propias de grupos terroristas. No se trató de un fenómeno aislado, sino de unas veinte mil criaturas —algunas de edad muy temprana— a las que se adiestró en estancias de tres semanas de duración. No son pocos los ejércitos de todo el mundo que no proporcionan a sus soldados de reemplazo un entrenamiento de esa calidad. También es verdad que, en esos casos, las naciones en cuestión no esperan entrar en guerra a corto plazo.

Sin embargo, Arafat sí estaba decidido a desencadenar esa guerra. Ya en agosto de 2000, un mes antes del estallido de la segunda intifada, Al Fatah estaba trasladando armamento a Gaza y Cisjordania, valiéndose entre otras vías del túnel de Rafah. La cuestión ahora se reducía a encontrar el mejor momento para provocar el conflicto de manera tal que la responsabilidad recayera sobre Israel, precisamente la parte que más había cedido en el proceso de paz y que seguía abierta a la posibilidad de concluirlo en breve plazo.

El 27 de septiembre —el mismo día que el soldado israelí David Birri, miembro de una patrulla mixta de vigilancia, era asesinado por su compañero palestino— Ehud Barak comunicó de manera personal a Arafat que, al día siguiente, Ariel Sharon iba a visitar la explanada del Templo. Barak esperaba que Arafat pudiera plantear alguna objeción, pero el dirigente palestino no dijo absolutamente nada. Cualquiera hubiera pensado que no tenía ningún inconveniente y, efectivamente, en armonía con su actitud, el día 28 Ariel Sharon se dirigió hacia la explanada del Templo. Alentados por proclamas que afirmaban que Sharon iba al enclave sagrado con la intención de profanar las mezquitas o incluso a derribarlas, millares de palestinos se lanzaron sobre el lugar y, acto seguido, iniciaron una oleada de violencia en la que hicieron uso no sólo de piedras sino también de cócteles Molotov y armas automáticas.

La violencia desencadenada por los palestinos incluía a agentes de las fuerzas de seguridad de Arafat, y pronto dejó al descubierto una organización que nada tenía que ver con los estallidos espontáneos. El propio Arafat puso de manifiesto lo que había en su corazón al instar a los niños palestinos a enfrentarse con los soldados israelíes. En declaraciones emitidas por la cadena Palestinian Media Watch, el dirigente palestino afirmó en relación con «el niño que coge la piedra frente al tanque» que «¿acaso no es un gran mensaje cuando este niño se convierte en mártir?… estamos orgullosos de ellos». Por supuesto, cuando se le preguntó en alguna rueda de prensa sobre el tema lo negó acaloradamente… al tiempo que se colocaba a los niños en la vanguardia de los destacamentos que atacaban a los israelíes, cuya retaguardia estaba formada por palestinos armados que disparaban a matar.

Este aspecto verdaderamente esencial del conflicto quedó pronto sepultado por las imágenes tomadas por un cámara palestino que trabajaba para France 2 y que mostraban la muerte de un niño también palestino llamado Mohammed al-Dura (véase próximo capítulo). A partir de ese momento —tan sólo dos días después— todo el conflicto giró en torno a la supuesta brutalidad israelí volcada en el asesinato de criaturas. En algunas naciones, como Francia, llegó a presentarse la segunda intifada como un conflicto colonial en que los israelíes representaban el papel de los franceses y los palestinos el de los insurgentes argelinos. En otros casos, se estableció un paralelo entre el Holocausto y la situación vivida en Gaza y Cisjordania, identificando a los israelíes con los nacional-socialistas y a los palestinos con los judíos. Se trataba, desde cualquier punto de vista, de verdaderos disparates, pero no por eso fueron menos propalados por las izquierdas (incluidos los miembros del movimiento antiglobalización como José Boyé), los filoárabes y los neonazis, ni menos creídos por sectores importantes de la opinión pública internacional.

De manera bien significativa, mientras en las dos primeras semanas de la intifada morían doscientas personas, en el mismo periodo de tiempo, en el Ramadán, doscientos ochenta argelinos hallaron la muerte en enfrentamientos civiles. Pues bien, los sucesos de Argelia —musulmanes matando a musulmanes— recibieron en Francia, antigua potencia colonial, una cobertura mediática diez veces inferior. En otras naciones ni siquiera se llegó a ese ridículo porcentaje.

Poco puede extrañar que, aprovechando la coyuntura, Arafat pusiera en libertad el 12 de octubre a los terroristas de Hamás. Los consideraba aliados e iba a utilizar su colaboración sin ningún escrúpulo moral. Como indicaría Georges Mariou, un antiguo corresponsal de Le Monde en Israel, los palestinos estaban manifestando un «odio absoluto». Ni siquiera los actos más repugnantes de barbarie debilitaron esa versión falsa de los hechos. Por ejemplo, cuando dos soldados israelíes se perdieron en su camino a Ramallah y cayeron en manos palestinas, cuando uno de sus captores telefoneó por el móvil a la esposa de uno de los cautivos anunciándole que iban a matar a su marido y cuando una multitud enfurecida los linchó, pocos medios de comunicación se hicieron eco del episodio, a pesar de la abundancia de imágenes disponibles.

Algo aún peor sucedió cuando dos niños israelíes de doce y trece años, Ilera Rosenberg y Naftali Lanskarot, fueron conducidos a una cueva de Tekoa por los palestinos, que procedieron a su mutilación y posterior lapidación hasta causarles la muerte. Como en el caso del linchamiento de Ramallah, la repercusión fue escasa y quedó sepultada por las imágenes de Mohammed al-Dura o las reproducidas por Libération de un policía israelí que supuestamente acababa de golpear salvajemente a un palestino. La realidad era que el sujeto maltratado era un estudiante judío-americano llamado Tuvia Grossman al que el policía —que era druso— defendía de sus atacantes palestinos, pero ¿qué más daba? Fuera como fuese, a quien no se podía culpar de lo que sucedía era a Arafat. A fin de cuentas —argumentaban muchos—, ¿no se debía toda aquella violencia a la provocación intolerable de Ariel Sharon?

Fue la Comisión Mitchell —aceptada tanto por palestinos como por israelíes— la primera que cuestionó semejante versión de los hechos. Tras examinar los datos exhaustivamente, la Comisión Mitchell llegó a la conclusión de que la segunda intifada estaba preparada con antelación y que la visita de Sharon a la explanada del Templo tan sólo había constituido el pretexto para darle inicio.

Las conclusiones a las que había llegado la Comisión Mitchell iban a verse corroboradas de manera bien significativa por las propias autoridades palestinas. Imad al Faludji, uno de los ministros del gobierno palestino de Arafat, sería el encargado de descubrir la verdad sobre los orígenes de aquel estallido de violencia. El 5 de diciembre de 2000, en Beirut, Al Faludji señaló ante una enfervorizada audiencia que «la intifada fue preparada desde el regreso de Arafat de las conversaciones de Camp David». No sólo eso. Al Faludji se jactó de la manera en que la Autoridad Palestina había colocado en una pésima situación al Estado de Israel.

Como sucedería con los combates de Yenín, los dirigentes palestinos habían fabricado dos mensajes dirigidos a públicos diferentes. Ante los occidentales, se presentaban como las víctimas inocentes e inermes de una agresión imperialista —un tópico falso que encontró un eco innegable—, pero, ante su gente, reconocían con orgullo la verdad, es decir, que todo obedecía a planes bien ideados cuya única finalidad era aniquilar a Israel. Por supuesto, semejante política vino unida a una represión interna para acabar con los disidentes. Por ejemplo, el palestino Sari Nuseiba, que se declaró en contra de lo que estaba sucediendo, recibió enseguida las amenazas del grupo terrorista Hamás.

Por pereza, por prejuicios o por ignorancia, no fueron pocos los medios de comunicación que hicieron el juego a Arafat y a los terroristas. Por ejemplo, el periodista Bernard Langlois de la cadena francesa Antenne 2 comparó lo que estaba sucediendo con la Solución Final llevada a cabo por Hitler, naturalmente identificando con éste al Estado de Israel. De manera bien reveladora, Langlois perdió su empleo tiempo después, pero no por este dislate impropio de un profesional serio sino por haber hablado con ligereza de la muerte de la princesa Grace de Mónaco. El episodio difícilmente puede ser más elocuente. Cuesta trabajo no llegar a la conclusión de que la cadena estaba más preocupada por ciertas noticias propias de la prensa del corazón que por transmitir una información veraz y objetiva sobre Oriente Medio.

La verdad era que un Arafat nada decidido a concluir el proceso de paz —más bien todo lo contrario— había desencadenado de manera premeditada una ofensiva violenta contra Israel. Pero, para millones de personas, el culpable de todo era Sharon y su supuesta provocación; provocación que no pasaba de ser una hábil mentira histórica.

Bibliografía

Las memorias del presidente Clinton han dejado establecido para la posterioridad cómo la actitud de Arafat fue la causa fundamental —en realidad, única— del fracaso del proceso de paz. Al parecer, el presidente Clinton se sorprendió de lo sucedido, pero esa circunstancia tan sólo indica que su conocimiento sobre Oriente Medio era, como mínimo, ingenuo y, muy posiblemente, deplorablemente deficitario.

El documental Décryptage ha recogido las declaraciones de Arafat y Al Faludji a las que hago referencia en este capítulo. Pero no se limita a ellas. En él aparecen igualmente imágenes del entrenamiento para actividades terroristas que reciben los niños palestinos en campamentos de verano (7 de julio de 1998); programas infantiles en que criaturas de escasa edad gritan consignas violentas o entonan canciones de destrucción de Israel; e incluso las fiestas infantiles en las que los niños aparecen disfrazados de terroristas suicidas con cartuchos de dinamita fijados al cuerpo. Se trata de una educación para el odio cuyas amargas consecuencias se perciben en toda su crudeza actualmente.