AUNQUE suele ser habitual identificar en los medios de comunicación el Comité de Actividades Antiamericanas con el senador McCarthy y con la búsqueda de comunistas en Hollywood, la realidad histórica es que los tres elementos tuvieron una vida independiente que sólo se cruzó de manera ocasional. El Comité de Actividades Antiamericanas fue creado por la Cámara de Representantes de Estados Unidos, en 1938, para investigar las actividades de agentes extranjeros en ese país. Durante sus primeros arios, su principal preocupación fue, lógicamente, la lucha contra el fascismo y el nacional-socialismo alemán. A la sazón, su presidencia recayó en el senador demócrata Martin Dies, que no dudó en acusar de deslealtad a sectores nada reducidos del funcionariado gubernamental. La actividad de Dies recibió un considerable respaldo, en parte, porque pertenecía al partido del presidente Roosevelt y, en parte, porque no interfería con los dictados políticamente correctos.

Sin embargo, a pocos se les escapaba que el fascismo y el nacional-socialismo no eran las únicas amenazas totalitarias que se cernían peligrosamente sobre las democracias. A decir verdad, el socialismo soviético era anterior a los regímenes ya citados y, antes que Hitler, ya había establecido una red de campos de concentración o había utilizado el gas como medio para eliminar a poblaciones civiles. No resulta por ello extraño que el peligro comunista ya hubiera sido percibido a la sazón. En el caso de Hollywood, semejante circunstancia se había producido ya durante la Segunda Guerra Mundial por personajes de la talla de John Wayne, Clark Gable, Gary Cooper o Cecil B. de Mille. Sin embargo, y en contra de lo que se afirma repetidamente, la vigilancia de tan inquietante fenómeno no pasó por el Comité de Actividades Antiamericanas sino por una organización creada en 1944 por los profesionales más competentes del cine llamada Alianza para la Preservación de los Valores Americanos.

Si deseamos ser objetivos hay que señalar que razones para actuar así no les faltaban. De hecho, películas como Mission to Mosco. (1944) habían defendido los procesos de Moscú de 1937-1938 dentro de la más pura ortodoxia estalinista. Ni con la lucha en Hollywood contra la infiltración comunista ni con la creación de la citada asociación tuvo nada que ver McCarthy.

El mismo Comité de Actividades Antiamericanas también tardó un tiempo en ocuparse de la influencia comunista en la industria cinematográfica. Hubo que esperar hasta 1947, bajo la presidencia del senador demócrata J. Parnell Thomas, para que iniciara una investigación sobre el tema. De todos es sabido que la misma terminó con la detención de un grupo de actores y escritores conocidos como los «Diez de Hollywood». Suele ser menos conocido que éstos se encontraron sin apoyo por la sencilla razón de que eran sobrada y sabidamente culpables de las imputaciones que se formulaban contra ellos. Por ejemplo, el actor Sterling Hayden efectivamente militaba en el PCUSA en 1946.

Películas como La ley del silencio (On the waterfront, 1954) de Elia Kazan, de hecho, venían a mostrar lo que opinaba la mayoría de los artistas cinematográficos: que testificar ante el comité era un deber cívico. Si se tienen en cuenta las purgas que los regímenes comunistas estaban realizando en esa época en media Europa, no cuesta comprender hasta qué punto las acusaciones de que Estados Unidos era un país fascista —que aparecen por ejemplo en la película Tal como éramos (The way we were)— donde no existía libertad resultan un verdadero disparate histórico y un claro ejercicio de hipocresía. McCarthy, dicho sea de paso, seguía sin aparecer. De hecho, en 1948 y 1949, la gran estrella del comité fue Richard Nixon, el futuro presidente, que demostró una extraordinaria habilidad en la investigación sobre Alger Hiss, un siniestro personaje al servicio del espionaje soviético. La entrada de McCarthy en este torbellino iba a ser posterior y demuestra hasta qué punto el hecho de atribuirle a él la denominada caza de brujas es no sólo inexacto históricamente sino injusto.

Joseph Raymond McCarthy había nacido en 1908 en Grand Chute, Wisconsin. Tras estudiar en la Marquette University, ejerció la abogacía en su Estado natal hasta que fue nombrado juez de un tribunal, en el que prestó servicio hasta 1939. Durante la Segunda Guerra Mundial combatió en la Marina y sólo durante la posguerra se dedicó a la política con un discurso no sólo conservador sino también católico. En 1946 fue elegido por primera vez senador por el partido republicano, pero hasta febrero de 1950 no adquiriría un verdadero relieve al pronunciar firmes denuncias sobre la infiltración comunista en la Administración norteamericana. Aunque la propaganda posterior ha insistido en que McCarthy era un paranoico que veía comunistas donde había sólo gente de carácter liberal o incluso indiferente, la desclasificación de documentos en los archivos soviéticos —como el archivo Venona— ha puesto de manifiesto que, si acaso, el senador se quedó muy corto en sus apreciaciones. De hecho, el 14 de abril de 1996, Nicholas von Hoffmann, uno de los autores más políticamente correctos del espectro americano, reconocía en el Washington Post que McCarthy «estaba más cerca de la verdad que sus furiosos adversarios» y confesaba con pesar que «los rojos estaban debajo de la cama mientras los liberales mirábamos hacia otro lado». A fin de cuentas, concluía Von Hoffmann, «el triunfo más importante del Kremlin ha sido la influencia del grupo procomunista que hemos padecido en el interior mismo de nuestro Departamento de Estado». Eso fue exactamente lo que McCarthy señaló —aunque de manera burda y mal perfilada— en febrero de 1950. Se trató únicamente del inicio.

Durante algo más de dos años, McCarthy se convirtió en un verdadero flagelo de infiltrados comunistas y, por lo que sabemos actualmente, no se equivocó una sola vez por más que sus adversarios demostraran ocasionalmente notables dotes interpretativas y una mayor pericia utilizando los medios de comunicación. Tampoco debe sorprendernos porque si en algo han destacado los comunistas a lo largo del siglo XX ha sido en la utilización de la propaganda, la agitación y la subversión. Lamentablemente para las naciones sometidas al socialismo real, el comunismo no mostró esa misma competencia en la gestión de la economía o en la resolución de problemas materiales básicos.

En 1953, siendo presidente del subcomité de investigaciones del Senado, McCarthy entró en un terreno especialmente sensible, que se convirtió en sumamente resbaladizo al afirmar en abril de 1954 que el secretario de Defensa encubría actividades llevadas a cabo por agentes extranjeros. McCarthy pensaba ir aún más lejos. Había llegado a su conocimiento la Operación Keelhul, un vergonzoso acuerdo en virtud del cual Eisenhower, antiguo jefe supremo de las fuerzas aliadas en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, había dejado en manos de los ejércitos soviéticos a millares de anticomunistas rusos y húngaros aun a sabiendas de que serían deportados e incluso fusilados. No sólo lo conocía sino que además estaba dispuesto a sacarlo a la luz pública pidiendo explicaciones por tan miserable comportamiento, mantenido éste por un personaje que, por aquel entonces, era presidente. McCarthy, ciertamente, podía ser tosco y poco sutil, pero dejaba de manifiesto una honradez verdaderamente extraordinaria. En su labor pública estaba dispuesto a enfrentarse con gente de su propio partido, sin excluir al presidente de la nación. Quizá no se trató de una forma de actuar prudente, pero debe reconocerse en él una gallardía al alcance de muy pocos políticos.

La respuesta del republicano Eisenhower fue inmediata. Presionó al senador Everett Dirksen para que abandonara la colaboración con McCarthy, preparó dossiers contra ayudantes del senador, como Cohn y Schine, movilizó a medios afines para denigrarlo y, finalmente, llegó a un acuerdo con un ambicioso político del partido demócrata llamado Lyndon B. Johnson para iniciar la confrontación contra su compañero de filas.

De la noche a la mañana, McCarthy no sólo se convirtió en la encarnación del mal sino que, además, se vio sometido a una investigación llevada a cabo por el Senado. Su finalidad no era otra que destruirlo en términos políticos y evitar que salieran a la luz datos comprometedores para el presidente y la Administración. Como tantos otros procesos de linchamiento público, la operación estaba dotada de una enorme cobertura mediática. McCarthy —que ya era un alcohólico en aquella época— fue exculpado de los cargos en su contra y, a decir verdad, no podía ser de otra manera. Sin embargo, el Senado le censuró por los métodos que había empleado en sus investigaciones. Su calvario estaba sólo empezando.

Mientras los periódicos recogían sangrantes caricaturas suyas, comenzaron a difundirse rumores sobre su supuesta —y falsa— homosexualidad. Ni siquiera el hecho de que adoptara a una niña —cuyo padrino fue el cardenal Spellman— logró limpiar una imagen definitivamente dañada. Sus últimos años fueron los de una sombra política cada vez más alterada psicológicamente. Su caída, sin embargo, se había debido al hecho de que sus investigaciones mostraban el punto que había alcanzado la influencia comunista en la Administración de Estados Unidos, sin hacer reparos en nadie. Atribuir su desgracia al hecho de que sus tesis fueran erróneas o a su paranoia anticomunista no pasa de ser una mentira histórica.