EN abril de 2006 algunos medios de comunicación españoles publicaron un manifiesto titulado «Con orgullo, con modestia y con gratitud» en el que llevaban a cabo una reivindicación de la Segunda República. El texto era una repetición de una mitología republicana que no hubieran respaldado —de hecho, no lo hicieron— los principales protagonistas del drama español acaecido entre 1931 y 1939. Que este manifiesto fuera suscrito por gente del mundo del espectáculo o de las artes tenía una cierta coherencia, teniendo en cuenta cómo, históricamente, nunca han faltado miembros de tan honrosísimas ocupaciones que apoyaran públicamente las peores atrocidades que el mundo ha conocido, desde Lenin a Mao pasando por Mussolini, Hitler o Stalin. Más notable es que entre los firmantes se encontraran autores de libros de Historia de los que, si bien muy escorados ideológicamente, se espera un mínimo rigor científico.[45]

El citado panfleto afirmaba, entre otros dislates, que la victoria de Franco «sólo fue posible gracias a la ayuda de los regímenes fascista y nazi que preparaban una invasión de Europa que acabaría provocando una guerra mundial y, aún más decisivamente, gracias a la culpable indiferencia de las democracias, que, antes de convertirse en víctimas de las mismas potencias en cuyas manos habían abandonado a España, eligieron parapetarse tras el hipócrita simulacro de neutralidad que representó el comité de No Intervención de Londres». Semejante lectura del conflicto no pasa de ser una patética reproducción de la interpretación propagandística de la Komintern, tras la invasión de la URSS en el verano de 1941. Subrayémoslo bien: de la propagandística, porque las interpretaciones de uso interno fueron muy diferentes, por ejemplo, en el informe Stepanov; y después de la invasión de la URSS, porque, nada más acabar la guerra civil española, Stalin suscribió un acuerdo con Hitler que permitió a ambos dictadores repartirse Europa, prepararse para el siguiente asalto y considerar como el peor enemigo no al otro Estado totalitario sino a las democracias occidentales. Recordemos, por ejemplo, que cuando Hitler atacó Francia y Gran Bretaña, las órdenes de la Komintern —la misma Komintern que organizó las Brigadas Internacionales para combatir en España— fueron no combatir contra la invasión alemana porque se trataba de una guerra entre potencias imperialistas, e incluso sabotear el esfuerzo de guerra de las democracias contra los nazis.[46]

Esa visión de la Komintern —y no es de extrañar— no fue la de los vencidos, siquiera porque muchos habían acabado concibiendo una profunda aversión a Stalin y al PCE. El anarquista Diego Abad de Santillán, por ejemplo, no atribuyó la victoria de Franco a la ayuda internacional. De hecho, escribió al año siguiente de concluido el conflicto[47] que la pérdida de éste se debió a: «a) la política franco-británica de la no intervención… unilateral; b) la intervención rusa en nuestras cosas; c) la patología centralista del Gobierno ambulante de Madrid-Valencia-Barcelona-Figueras». En resumen, la guerra se había perdido por el abstencionismo de las democracias occidentales, pero también por lo que Abad de Santillán consideraba, como anarquista, auténticas bestias negras: la acción comunista y el intento de organización del Gobierno central (bien limitado en sus resultados) que sólo podía interpretar como «patología centralista». Algo similar encontramos en otra obra, publicada en 1941, debida a Julián Gorkín[48], un importante dirigente del POUM. Tampoco Gorkín pensaba que Franco hubiera ganado la guerra gracias a la ayuda internacional. Más bien afirmaba que se había perdido por la acción directa de Stalin (que había enviado el material militar «tarde y con pobreza») y de los comunistas («que lo administraban conscientemente mal») sumada a la disposición del dictador soviético a pactar con Hitler. No dejaba de ser un punto de vista curioso el de atribuir la derrota a la potencia que más había ayudado al Frente Popular, pero lo cierto es que la versión de Gorkín coincidía, en cuanto a la atribución de responsabilidades, con la de los comunistas arrepentidos Jesús Hernández, ministro republicano y factor esencial en la caída de Prieto;[49] Enrique Castro[50] y Valentín González El Campesino[51]. Para todos ellos, la derrota debía atribuirse no a Hitler y a Mussolini o a la pasividad supuesta de Gran Bretaña y Francia, sino, de manera principal, a Stalin. Esa misma opinión fue la de importantes socialistas —tan enfrentados por tantas otras cosas— como Largo Caballero[52] y Besteiro[53]. Este último, llegó incluso a la conclusión de que Stalin era mucho peor que Franco. Para la misma Pasionaria, la derrota había arrancado, no de la intervención de Alemania e Italia a favor de los alzados, sino de la falta de unión del Frente Popular, especialmente «tanto más que los nacionalistas vascos y los anarquistas… no participaban en el Frente Popular». Aunque, en teoría, la Pasionaria no pretendía minimizar el papel de los partidos republicanos en la guerra civil, sin embargo, su conclusión no podía resultar más tajante:

«Y sobre todo, lo que la guerra mostró de manera exhaustiva, es que sin la unidad de la clase obrera, la dirección de la revolución democrática cae inevitablemente en manos de la burguesía, que frena esta revolución, que no la lleva hasta el fin, que incluso la transforma en instrumento contra el proletariado».[54]

Ciertamente, en algunos análisis de los vencidos, sí se concedió un cierto papel a la intervención extranjera en favor de los alzados pero, de manera bien significativa, en ningún caso tal y como aparece citada en el Manifiesto pro-republicano que hemos citado al principio de esta mentira. Por ejemplo, José Antonio de Aguirre, el presidente del Gobierno vasco[55], atribuyó la derrota al «frío egoísmo de las cancillerías [que] condenó a muerte a quienes entonces eran los únicos que estaban defendiendo con las armas en la mano los ideales democráticos», a la ayuda germano-italiana y, de manera muy especial, al «compromiso de Munich» que acabó con cualquier posibilidad de resistencia de la República. De manera bien significativa, Aguirre no dice ni una palabra de la política desleal de los nacionalistas vascos hacia el Frente Popular. Por su parte, Francisco Ayala[56] señaló cuatro razones fundamentales para la derrota: la intervención ítalo-germana, la negativa de Francia e Inglaterra a entregar a la República «aquellas armas que por un tratado previo estaban obligadas a venderle», la intervención soviética dotada del «mismo frío cinismo que el Eje Roma-Berlín» y la «desprevenida inocencia» de España.

Finalmente, entre los vencidos, hay que señalar a un tercer grupo de personajes que intentó realmente profundizar en la totalidad de causas de la derrota de la República sin caer, al menos no de manera tan explícita y parcial, en discursos de tipo apologético. El primero de ellos fue un político: Manuel Azaña. En su obra La revolución abortada.[57], el presidente de la República señaló como causas de la derrota el hundimiento del Gobierno republicano en septiembre de 1936; la intervención internacional en favor de los alzados; el sectarismo de los gobiernos vasco y catalán que impidieron un mando único, rivalizando con el Estado en el funcionamiento de los servicios públicos relacionados con la guerra y la industria; y el «efecto paralizante» provocado por el «derrame sindical». Esto, según Azaña, fue lo que más ayudó a los alzados, después de los alemanes e italianos, en la medida en que destrozó el orden anterior sin crear a cambio uno nuevo. De esa manera, se aceptaba que los derrotados eran, en no escasa medida, responsables de su derrota y que las dificultades que habían impedido la victoria del Frente Popular habían sido de orden internacional, pero también técnico, es decir, militar e industrial.

Con todo, y tiene lógica que así sea, entre los personajes que captaron con mayor profundidad las causas de la derrota del Frente Popular se encuentran un ministro de Defensa (Indalecio Prieto) y un militar (Vicente Rojo). Es cierto que ambos fueron vencidos, pero no es menos cierto que Prieto desempeñó su papel de manera comparativamente competente y que Rojo fue el mejor militar del Ejército popular de la República. El primero, al caer el frente del Norte —un hecho que implicaba que el Frente Popular ya no podría ganar la guerra militarmente—, hizo públicas las causas de aquel desastre.[58] Las mismas, que con escasos matices podían extrapolarse a las razones de la derrota final, eran las siguientes:

«1. Antagonismos políticos terriblemente perjudiciales en estas circunstancias y a cuyo conjunto corrosivo ha dado en denominarse con gran justeza “la sexta columna”.

2. Intromisiones de la política en el Mando militar, privándole de libertad, quebrantando su prestigio y, a veces, destruyendo sus planes. A una decisión política, a la cual se ha aludido antes, fueron debidas las consecuencias más graves del desordenado repliegue de Santander.

3. Insuficiente solidaridad entre las regiones afectadas por la lucha, dejando que deleznables resentimientos pueblerinos llegaran a tomar carta de naturaleza en el propio Ejército.

4. Desconocimiento de la verdadera naturaleza de sus funciones por parte de los comisarios que, mediante injerencias intolerables, incluso anularon órdenes del Mando.

5. Apartamiento del ejército combatiente de personal excesivo de entre el movilizado para dedicarlo a funciones pseudoindustriales, auxiliares o burocráticas, y el cual, al ser incorporado a filas a última hora y en momentos críticos, constituyó una rémora en vez de un refuerzo.

6. Conducta errónea de la retaguardia, consintiendo que cobrara influencia en ella el enemigo.

7. Cultivo de recelos injustificados en torno a los Mandos, bajo sospecha de que reveses inevitables son fruto de la traición, y el afán de sustituir aquéllos, sin darse cuenta de que la enorme complejidad de una guerra moderna no permite eliminar su dirección técnica, que forzosamente han de asumir los militares profesionales, debiendo quedar reservada la política a la misión de trazar las líneas generales de la campaña, pero sin inmiscuirse en la ejecución de los planes».

La síntesis de estas causas, como se ve, es la falta de mando único cuya conveniencia reclaman todos, pero que casi nadie acepta.[59]

La descripción de Prieto es enormemente interesante. Señala como causas de la derrota la división partidista inexistente en el bando nacional (1), el peso excesivo de la política en las operaciones, también desconocida en el caso del enemigo (2, 4 y 7), la desgracia que significó tener a los nacionalistas vascos como aliados (3), la corrupción, que suele mencionarse poco, pero que causó un enorme daño al Frente Popular (5) y el número de españoles que, estando en la zona controlada por el Frente Popular, simpatizaban, sin embargo, con los nacionales, una circunstancia curiosa si se tiene en cuenta que Prieto desplegó una extraordinaria labor represiva en la retaguardia con la colaboración de los agentes de Stalin. De manera bien significativa, porque Prieto contaba con datos abundantes al respecto, no menciona ni la intervención de Alemania e Italia —sabía que la de la URSS era muy superior— ni una supuesta inferioridad material, porque hasta finales de 1937 la diferencia en este sentido era favorable a la España dominada por el Frente Popular. Prieto sabía, y no se equivocaba, que la responsabilidad esencial de la derrota se hallaba en los propios derrotados.

No debería extrañar que Vicente Rojo llegara a conclusiones muy similares. Así, en la minuta de una entrevista sostenida entre éste y Matallana en Valencia del 16 al 19 de noviembre de 1938[60], justo en la época en que Negrín llegaba a un acuerdo con la URSS para implantar una dictadura sometida a Stalin al final de la guerra, el militar afirmaba:

«… Es preciso llegar a la unidad política o pedir la paz, porque de lo contrario sobrevendrá el caos.

—La guerra es posible sostenerla y ganarla con las siguientes condiciones:

1. Unidad absoluta en lo político y en la dirección de la guerra.

2. Disciplina absoluta en el frente y en la retaguardia.

3. Organización de los abastecimientos y garantía de los mismos.

4. Importación urgente de armamentos.

5. Reorganización militar y social.

—Si esto no es posible por falta de personas, por falta de medios, por desavenencias políticas o por lo que sea, liquidar el conflicto evitando el caos, con una de las fórmulas siguientes:

  1. Conversaciones previas para entrega de las personas responsables.
  2. Preparación de la entrega de poderes.
  3. Evacuación de la masa responsable para evitación de represalias.
  4. Secreto en las decisiones que conduzcan a la liquidación».

Rojo había llegado a las mismas conclusiones que Prieto aunque mantuviera más tiempo que él la fe en la victoria del Frente Popular. La derrota no cabía atribuirla a la intervención germano-italiana sino, sustancialmente, a los mismos vencidos, que habían sido incapaces de alcanzar unos objetivos conseguidos por Franco antes de que acabara 1936.

En realidad, si los alzados de 1936 vencieron se debió a un conjunto de causas, mucho más prosaicas, pero también más reales y efectivas que la ayuda extranjera. Éstas podrían sintetizarse de la siguiente manera:

1. La superación de la inferioridad material inicial

Como señaló muy lúcidamente el socialista Indalecio Prieto al comenzar la guerra, la superioridad con que contaba el Frente Popular determinaba de manera casi matemática su victoria sobre los alzados. Éstos, quizá con la excepción de Franco, nunca pensaron en el desencadenamiento de una guerra civil. Las directrices emanadas del general Mola, y las esperanzas de los otros generales alzados, apuntaban al triunfo de un golpe de Estado, que debería decidirse apenas en unas horas, si se alcanzaba la victoria en Madrid o, en unos días, si había que marchar sobre la capital para que ésta cayera. El golpe hubiera podido ser abortado con relativa facilidad en esos momentos, dada la abultada superioridad en hombres y material del Frente Popular. Si no fue así, se debió, fundamentalmente, a dos razones: el afán de la revolución —o revoluciones— que, desde el PSOE a la CNT, pasando por el POUM o el PCE, eran el objetivo político esencial desde hacía décadas; y la firmeza de los alzados en seguir combatiendo y no desmoralizarse dando ejemplo de una tenaz gallardía que se manifestó de manera especial en episodios como Oviedo, Huesca o el Alcázar de Toledo. Mientras que un bando pensó que no sólo la superioridad material se hallaba de su parte, sino también la moral, y que además contaba con el respaldo del «pueblo» al que pretendía representar de manera exclusiva, el otro, que, como veremos, daba enorme importancia a los factores morales, sabía que la victoria derivaría de aspectos esencialmente militares. Mientras que un bando creía en la victoria de sus respectivas utopías, el otro estaba convencido de que debía contener la marea revolucionaria si deseaba no sólo salvaguardar su libertad religiosa y la unidad de España, sino incluso sobrevivir físicamente.

Hasta finales de 1937 el Frente Popular contó con una superioridad técnica y material indiscutible derivada de sus propios medios y de los proporcionados por la URSS, principalmente, y por otras naciones, de manera secundaria. Sin embargo, dividido en partidos empeñados en llevar a cabo utopías incompatibles, sin capacidad ni voluntad de controlar a los nacionalistas vascos y catalanes, y desprestigiado ante Gran Bretaña por la represión llevada a cabo, sobre todo en Madrid, no supo aprovecharla. Tras la pérdida del Norte, la posibilidad de una victoria sobre los nacionales se fue alejando más hasta hacerse imposible después de la terrible derrota en el Ebro.

2. El mejor empleo de la ayuda extranjera

Constituye un tópico muy extendido el de afirmar que mientras que el Frente Popular careció del material militar, especialmente de ayuda extranjera, para ganar la guerra, los nacionales sí contaron con el suficiente. La afirmación no deja de ser una tautología ya que no cabe duda de que si un bando ganó y otro fue vencido, es que al vencedor le bastó y al derrotado le resultó insuficiente. Esta línea de razonamiento es la seguida, por ejemplo, por Gerald Howson en su libro Armas para España[61], una obra elogiosamente comentada por Santos Julia[62], pero a cuyo carácter verdaderamente deplorable desde todos los puntos de vista ya hemos dedicado sobradas páginas.[63] Baste recordar las repetidas sandeces de Howson al señalar, por ejemplo, que en España cada duque o marqués poseía «un castillo, un palacio, tres casas solariegas, una casa en Madrid, un piso en Montecarlo, dos aeroplanos privados y seis Rolls-Royce»;[64] que el pueblo de las aldeas vivía en chamizos que en 1931 estaban en condiciones peores que «en el 431 de la era cristiana»;[65] que esa población española rural había sido pagana ¡hasta su conversión al cristianismo ya en el siglo XX![66] y creía «que los animales, aves e insectos del campo nacían espontáneamente de los elementos ambientales de la tierra, el aire y el agua»;[67] que el Ejército español tenía en 1931 ochocientos generales;[68] que la Legión estaba formada por «ex presidiarios españoles cuyas penas se habían conmutado por el servicio militar»;[69] que era la «tercera parte extranjera del ejército»;[70] que antes de 1936 no había habido socialistas en gobiernos españoles[71] o que la revolución de 1934 —que justifica— costó «cuatro mil vidas».[72] No extraña que los datos de Howson resulten, una y otra vez, erróneos. Por ejemplo, reduce el número de aparatos enviados por la URSS al Frente Popular a 657, cuando no fueron menos de 923, o afirma que los I-152 no participaron en la guerra[73], cuando lo cierto es que sí efectuaron misiones de guerra.

Por lo que se refiere a fusiles, ciertamente el Ejército popular de la República recibió modelos que habían sido proyectados en su casi totalidad en la última década del siglo XIX o la primera del siglo XX, es decir, algo similar al Ejército nacional, que recibió de Italia un modelo de 1891 y de Alemania uno de 1898. Pero, además, el Ejército popular de la República contaba con los Mosin-Nagant soviéticos que eran excelentes —aunque Howson no sepa que la diferencia entre el antiguo y el moderno era sólo que las medidas ya no se calculaban en arshin sino en sistema métrico decimal— y con otras armas ambicionadas por el Ejército nacional. Entre éstas se hallaban las ametralladoras Maxim Mod. 1910, los fusiles ametralladores Maxim-Tokarev, los fusiles ametralladores Bergmann MG 15nA, alemanes, y Browning Wz 28, polacos. La ametralladora francesa Saint-Étienne Mod. 1907 de la que dice que fue retirada del frente occidental en 1914 —probablemente confundiéndola con la Puteaux Mod. 1905 ya que la Saint-Etienne continuó usándose hasta los primeros tiempos de la Segunda Guerra Mundial— fue aún más usada por los nacionales que por el Ejército popular. Finalmente, hay que señalar que el fusil ametrallador Chauchat Mod. 1915 no era bueno, como señala Howson al indicar que, según Jasón Gurney, los interbrigadistas británicos los «tiraron a la basura la primera mañana de la batalla del Jarama».[74] Muy sobrados de material debían estar los interbrigadistas, porque el Ejército nacional lo siguió usando hasta el final de la guerra.

No más acertados son los juicios de Howson en lo que al material de artillería se refiere.[75] Se escandaliza así de que el Ejército popular estuviera armado con «sesenta tipos distintos de piezas de artillería»[76], pasando por alto que la artillería nacional empleó 74 modelos diferentes más otros 25 de costa. No más atinado está cuando califica de «prehistóricos cañones de campaña franceses»[77] a los Saint Chamond, que en 1939 se consideraban armamento suficiente para intentar una recuperación de Gibraltar. Pasa por alto, además, que del material artillero enviado por Alemania e Italia al Ejército nacional tan sólo las tres baterías del Grupo experimental —septiembre de 1938— eran modernas, ya que las restantes eran anteriores o contemporáneas a la Primera Guerra Mundial. Finalmente, por lo que se refiere a la escasez de proyectiles —otro de los tópicos utilizados por Howson— nunca hubiera debido ser un problema grave, ya que el Frente Popular tenía organizada la fabricación en su territorio. Cuestión diferente es si la gestión de esa necesidad se llevó a cabo con competencia o con torpeza.

Dejando a un lado el libro deplorable de Howson, debemos señalar, por ejemplo, que en términos de carros de combate el Frente Popular contó con una «abrumadora superioridad cualitativa».[78] La diferencia fue tan extraordinaria a favor del Ejército popular de la República que sólo se fue nivelando cuando, a medida que avanzaba la guerra, el Ejército nacional se fue apoderando de los carros enemigos. Baste decir al respecto que, en septiembre de 1938, la Agrupación de Carros de Combate nacional disponía de 64 carros Panzer I y 32 T-26 capturados, es decir, el 33 por ciento era material soviético cogido al enemigo. En noviembre, la proporción de material soviético capturado era aún mayor, casi un 39 por ciento. Por no referirse a la Agrupación de Carros del Sur del Ejército nacional, que estaba armada en un cien por cien con efectivos capturados al Ejército popular de la República.

Por lo que se refiere al material aeronáutico, también la República contó con una clara superioridad durante buena parte de la guerra. No sólo los aparatos proporcionados por la URSS eran superiores técnicamente a los alemanes o italianos, sino, además, más numerosos.

Esa superioridad del enemigo la fue equilibrando el Ejército nacional gracias a diversos expedientes. Uno fue, como ya hemos mencionado, la captura de material enemigo y es que, en medida no escasa, el Ejército nacional pudo abastecerse gracias a ello. La interceptación de envíos como los del Sylvia, el Eugenia Cambanis, el Virginia S y el Ellinico Vouono permitió a los nacionales surtirse de material indispensable que iba destinado al Frente Popular. Súmese, además, el perdido en los diferentes enfrentamientos por el Ejército popular de la República. De hecho, no deja de ser significativo que, hacia el final del conflicto, entre un 25 y un 30 por ciento del Ejército nacional estuviera equipado con material capturado al enemigo, hasta el punto de que, por una cruel ironía de la Historia, el Ejército popular era uno de sus grandes proveedores.

Pero a esa circunstancia se unió otra que dice mucho de lo sucedido en ambos bandos. Los nacionales apresaron veintidós[79] Aero A.101 que transportaba el Hordena y que Howson califica de «vetustos y prácticamente inservibles».[80] A juzgar por las palabras del inefable Howson, los aviones carecían de valor y, de hecho, los aparatos de ese tipo que llegaron a las manos de los republicanos sólo fueron utilizados de manera fugaz en Belchite para, acto seguido, verse relegados a misiones de reconocimiento marítimo en el seno del Grupo 71. Pues bien, a diferencia de lo hecho por sus adversarios, la Aviación nacional los utilizó en la campaña de Vizcaya, en la detención de la ofensiva del Ejército popular sobre la Granja-Segovia, en la batalla de Brunete, en las campañas de Santander y Asturias, en la del cierre de la bolsa de Mérida y en la contención de la ofensiva contra Peñarroya. Todavía el 28 de marzo de 1939, dos días antes de acabar la guerra, se usaron en una misión en el sector de Aranjuez.

Como ha señalado muy acertadamente A. Mortera Pérez, «la moraleja de todo esto es que, cuando llegaba a manos nacionales —bien por captura, bien por adquisición— un tipo de material anticuado o desgastado, éstos, en vez de postergarlo entre lacrimógenas quejas o acerbas críticas, se limitaban a repararlo, ponerlo en servicio y tratar de sacarle así el mayor rendimiento posible».[81] Y es que, al final, la conclusión a la que se llega al examinar las cifras escuetas y exactas del material empleado por ambos bandos es que, con el que dispuso, el Frente Popular pudo ganar la guerra, y que la derrota no puede achacarse a un desnivel de suministros.

3. La baza diplomática

De no menor importancia en la derrota y victoria finales fue la baza diplomática. Sin embargo, una vez más, hay que atribuirla en no escasa medida a las acciones llevadas a cabo por los respectivos gobiernos. El Gobierno del Frente Popular no fue abandonado por las democracias como suele repetirse de manera tópica e inexacta. De hecho, el Gobierno francés del Frente Popular simpatizaba abiertamente con el del Frente Popular español e, incluso en las épocas en que la frontera con Francia estaba formalmente cerrada, siguieron llegando a la España frentepopulista entregas de armas.[82] Por su parte, Gran Bretaña había llegado a la conclusión, antes del estallido de la guerra, de que el Frente Popular avanzaba en la dirección de un sistema similar al soviético y no estaba dispuesta a apoyar semejante eventualidad. La propaganda posterior hablaría de la lucha entre la democracia y el fascismo, pero, de manera bien significativa, la guerra civil española no fue vista así por las potencias de la época. Para Alemania, se trataba de una lucha entre los blancos —el nombre que dieron desde el principio del conflicto al bando nacional— y los rojos, similar a la vivida con anterioridad por naciones como Rusia o Finlandia. Sus enemigos intentarían homologar a Franco con Hitler o Mussolini, pero el Führer sufrió especialmente el carácter blanco del régimen de Franco y el que el sector azul de la Falange —el único con similitudes con los fascismos— pesara tan poco. Durante la Segunda Guerra Mundial, Hitler se plantearía incluso la posibilidad de dar un golpe de Estado en España que derribara a Franco e implantara una verdadera dictadura fascista. Para la URSS, se trataba de una oportunidad de extender la revolución mediante la creación de una dictadura similar a la que, después de la Segunda Guerra Mundial, conocería el Este de Europa. Sin embargo, no fue tan ingenua como para pensar que se enfrentaran en los campos de España los partidarios de la democracia y los del fascismo. Sin duda, desde la perspectiva de la Komintern, el bando nacional era fascista, pero también lo habían sido los socialdemócratas alemanes o las democracias occidentales si se terciaba. Cuando concluyó la guerra en España, Stalin no tuvo ningún problema en pactar con Hitler el reparto de Europa oriental y en ordenar que los partidos comunistas en Occidente sabotearan el esfuerzo de guerra de las democracias contra el nacional-socialismo alemán.

Las democracias como Estados Unidos o Gran Bretaña no simpatizaban con ninguno de los dos bandos, pero no pudieron dejar de percibir el peligro comunista como algo mucho peor que la implantación de una dictadura autoritaria. Las noticias sobre matanzas como las de la cárcel Modelo de Madrid o las de Paracuellos no pudieron ser neutralizadas mediante inventos propagandísticos como el de la supuesta matanza en masa en Badajoz. Era obvio que los alzados fusilaban y que se veían episodios de horror en la zona de España que controlaban. Sin embargo, no estaban desencadenando una revolución como la soviética, precisamente la revolución que las legaciones diplomáticas podían observar con verdadero espanto en ciudades como Madrid y Barcelona, donde la represión frentepopulista se cobró más de veinte mil vidas durante la guerra. Entre la revolución al estilo soviético y la contrarrevolución optaron por la neutralidad benevolente hacia la segunda. Dicho sea de paso, sería el mismo comportamiento que seguirían después de la Segunda Guerra Mundial y durante la Guerra Fría.

Al fin y a la postre, los intercambios comerciales con el «área de la libra y el dólar» fueron para Franco tanto o más importantes que los llevados a cabo con Alemania e Italia. La suma del factor revolucionario y del económico explica sobradamente la política británica durante la guerra civil española. Ya a finales de 1936, el Almirantazgo británico —que conocía las matanzas de oficiales de marina perpetradas por los simpatizantes del Frente Popular— se pronunció repetidamente en favor de reconocer el derecho de beligerancia de los alzados, lo que equivalía a considerar a ambos bandos como similares ante el derecho internacional.[83] De hecho, hacia finales de noviembre de 1936, se reconoció de manera tácita el derecho de Franco a imponer un bloqueo. Se decidió, incluso, que si los buques de Franco hundían barcos británicos y tales acciones se debían «a la buena fe», semejantes actos no serían considerados «piratería».[84]

Si la baza diplomática de las democracias —con la excepción de Francia— acabó basculando en contra del Frente Popular por su política revolucionaria, no mejores fueron las consecuencias de su alianza con la URSS. La Academia de Ciencias de la URSS dio unas cifras de ayuda al Frente Popular —sin incluir las Brigadas Internacionales— que aparecen recogidas en el texto ruso de Solidarnost narodov s Ispanikoy respublikoy.[85]

«806 aviones de combate (mayormente cazas), 362 tanques, 120 autos blindados, 1555 piezas de artillería, cerca de 500 000 fusiles, 340 lanzagranadas, 15 113 ametralladoras, más de 110 000 bombas de aviación, cerca de 3 400 000 proyectiles de artillería, 500 000 bombas de mano, 826 millones de cartuchos, 1500 Tm de pólvora, lanchas torpederas, estaciones de reflectores para la defensa antiaérea, camiones, emisoras de radio, torpedos y combustibles. No todos estos pertrechos de guerra llegaron a su destino, porque, como ya hemos indicado, algunos buques soviéticos y de otras naciones, fletados con esta finalidad, fueron hundidos por los piratas italianos o conducidos a puertos que estaban en poder de los sublevados».

Ciertamente, Franco necesitaba tan imperiosamente la ayuda de Alemania e Italia como el Frente Popular la de la URSS, pero negoció de manera incomparablemente mejor las condiciones. En el caso de la Italia fascista y de la Alemania nacional-socialista, Franco logró evitar la entrega de bases en territorio nacional —algo en lo que seguiría insistiendo Hitler durante la Segunda Guerra Mundial—, pactó condiciones razonables de pago (en contra de las imposiciones pretendidas por Alemania) y mantuvo la independencia de su régimen. Difícilmente hubiera podido ser más distinta la forma de actuar del Frente Popular. Se ha insistido repetidamente en que Stalin estafó a España y que no puso interés en que el Frente Popular ganara la guerra. Como ha resumido magníficamente A. Mortera Pérez[86], Stalin cobró el material de guerra al Frente Popular considerablemente más barato de lo que Franco lo recibía de sus suministradores, y siguió enviando material en cantidades importantes cuando la guerra estaba ya perdida —después del Ebro— pues sus agentes habían pactado con Negrín la transformación de la República en una dictadura comunista. Lejos de tratarse de un paso obligado, el envío del oro del Banco de España a la URSS vino motivado por la cercanía ideológica entre el Frente Popular y un régimen totalitario que, a la sazón, había exterminado a millones de seres humanos y mantenía recluidos a varios millones más en una red inmensa de campos de concentración. Hacia la URSS marcharon unas reservas que no debieron salir de España o que podían haber sido enviadas a una nación más fiable, y no puede resultar extraño que un personaje tan carente de escrúpulos como Stalin aprovechara la situación. Franco no estaba dispuesto a convertir España en una nación sometida a Alemania e Italia y así lo dejaría de manifiesto durante la Segunda Guerra Mundial. Por el contrario, un sector importante del Frente Popular —como después lamentarían amargamente algunos de sus componentes— sí deseaba ansiosamente la colaboración con Stalin e incluso la conversión de España en una nación de características similares a la suya, fiscalizada por agentes de Moscú. Aunque no se conocieran todos los detalles, esas circunstancias pesaron de manera considerable en contra del Frente Popular y, siquiera de manera indirecta, a favor de Franco. Algo similar sucedería con un factor esencial para entender la guerra y para comprender su desenlace.

4. El factor religioso y moral

Otro factor que tuvo una considerable relevancia en la victoria final de Franco fue el que podríamos denominar religioso y moral. De manera cruenta, el aspecto religioso estuvo íntimamente ligado con la persecución emprendida por uno de los bandos, una persecución que tiene claros paralelos en la guerra civil rusa y en la guerra de los Cristeros en México. Si los diversos segmentos en que estaba fragmentado el Frente Popular creían en la justicia de sus respectivas causas no siempre coincidentes y no pocas veces incompatibles, los distintos sectores del rebelde estaban unidos por uno muy concreto: la necesidad de evitar una revolución que no sólo pretendía despedazar España sino también aniquilar la religión mediante una persecución terrible. Así, los muertos eran «caídos por Dios y por España». Combatían para salvar a la nación de su despedazamiento por parte de los nacionalistas catalanes y vascos y de la implantación de una dictadura de izquierdas, así como del exterminio de la Iglesia católica. Sin embargo, el evitar la quema de iglesias, el saqueo de conventos y el asesinato de sacerdotes y religiosas fue, más que ninguna otra, la circunstancia que dio coherencia a las masas de un bando ideológicamente muy variado, y la repetición de este aspecto en los estudios del general Casas de la Vega constituye una muestra de atinado acierto. Por ello, no resulta chocante que en muchas de las unidades combatientes la formación ideológica real estuviera más conectada con el pater que con elementos cercanos a la Falange o al Requeté.

Una vez más, el Frente Popular sólo recogió las consecuencias de sus actos. Su persecución contra los católicos —la más terrible del siglo XX contra los fieles de esta Iglesia— colocó a la aplastante mayoría de los fieles de esta religión de todo el mundo a favor del bando de Franco ya que no podían permanecer indiferentes. La victoria del Frente Popular sería el final de un proceso de exterminio. Aunque sólo fuera por eso, la guerra debía ganarla Franco. El efecto que estas circunstancias tuvo en las opiniones públicas de países como Irlanda, Francia y, especialmente, Estados Unidos distó mucho de ser insignificante y, desde luego, pesó, junto con otros factores, sobre los gobiernos, para que no ayudaran a la República. Al respecto, no deja de ser significativo que México, el único país que junto con la URSS ayudó oficialmente a la República, hubiera protagonizado una terrible persecución religiosa tan sólo unos años antes.

5. La conservación de la mentalidad militar y la unidad de mando

A lo anterior hay que añadir que, lejos de subordinar lo militar a lo político —como recomendaba, por ejemplo, Clausewitz—, Franco hizo todo lo contrario. Así supo mantener la cadena del mando, se ocupó desde el inicio de la formación, de acuerdo con principios específicamente castrenses, de sus hombres, atendió a aspectos logísticos de enorme importancia y fue articulando un ejército que en 1939 superaba el millón de hombres. Se puede objetar que todo lo hizo guiado por un espíritu escasamente creativo (tardó más que la República en modificar la unidad básica) y demasiado convencional. Pese a todo, los resultados fueron muy positivos. Lejos de distraerse, como sus adversarios, con luchas internas referentes al modelo político o a la prioridad de la revolución sobre la victoria o viceversa, captó desde el principio que lo único que importaba era obtener el triunfo militar. Esa unidad de mando, ese principio elemental del enfoque militar, no se dio en el bando del Frente Popular. Tampoco existió —y resultó fatal— la unión política y administrativa.

El Frente Popular contó con una superioridad material y numérica muy abultada hasta finales de 1937. Contó igualmente con militares brillantes, como Vicente Rojo, pero nunca logró ni la unidad de mando ni una articulación central.

Al fin y a la postre, la derrota final del Frente Popular —una derrota vinculada a factores militares— fue responsabilidad obvia del propio Frente Popular. Sin embargo, no sería justo atribuir sólo a sus torpezas y errores la derrota. En ella tuvo una importancia esencial el propio Franco como supieron ver desde el principio los generales que decidieron otorgarle el mando único.

Aunque Franco tardó en sumarse al Alzamiento, no pasó mucho tiempo antes de que la guerra civil se convirtiera en «su» guerra. En julio de 1936 vio con enorme claridad que sería larga y dura y decidió pedir ayuda a Inglaterra, Italia y Alemania. En agosto y septiembre, con una acusadísima carencia de medios y una notable inferioridad de condiciones, fueron sus columnas las que llevaron a cabo las acciones más espectaculares de los sublevados y lograron unificar a los distintos focos rebeldes salvo alguna excepción. Antes de finalizar el mes, se había convertido en el Generalísimo de los ejércitos alzados, pero también en su suprema autoridad política. La unidad de mando quedaba así conseguida.

Durante los meses siguientes —tras liberar el Alcázar en Toledo— llegó a las puertas de Madrid. El Ejército popular de la República podría haberlo aplastado, dada su enorme superioridad numérica y material. No lo consiguió y aunque aprovecharía propagandísticamente el haberlo contenido a las afueras de la ciudad, no pudo privarlo de la iniciativa militar. De hecho, durante los meses sucesivos, el Ejército popular no pudo ir más allá de concluir las sucesivas batallas en tablas, con la excepción de la derrota italiana de Guadalajara, muy aireada por la propaganda, pero de escasa relevancia militar.

Con la elección de desplazar el centro de gravedad militar al norte republicano, Franco dio un vuelco a la guerra que resultaría verdaderamente decisivo. A pesar de su inferioridad numérica y material, Franco no sólo logró tomar Vizcaya, Santander y Asturias, sino que además aniquiló las ofensivas de diversión republicanas.

Franco decidió entonces efectuar una nueva ofensiva sobre Madrid que le permitiera concluir la guerra. Para evitar tal posibilidad, la República lanzó la ofensiva de Teruel. Se produjo entonces un proceso que se repetiría vez tras vez durante la guerra civil. Franco detuvo, primero, la ofensiva republicana y después la transformó en una contraofensiva de consecuencias terribles para el adversario. En esta ocasión, el quebranto sufrido por las fuerzas republicanas pudo aprovecharlo Franco rompiendo el frente de Aragón y partiendo en dos la España del Frente Popular, en la que fue, quizá, la ofensiva más brillante de la guerra.

Al término de aquella ofensiva, Franco, en contra del parecer de sus generales, en lugar de dirigirse contra Cataluña, cargó sus esfuerzos ofensivos sobre Valencia. La decisión se ha discutido, pero, posiblemente, fue acertada. Tanto que para evitarla, el Ejército popular de la República llevó a cabo el paso del Ebro. Después de las primeras jornadas, y a pesar de la incomprensión de sus generales o del propio Mussolini, Franco demostró controlar la situación. Como señalaría al abandonar una reunión, «no me comprenden. En treinta y cinco kilómetros tengo encerrado al ejército rojo». Tenía razón y, de hecho, supo mantener una notable serenidad durante la batalla. Mientras discurría la misma, y a pesar de los juicios agoreros, Franco se empleó en tareas de gobierno, como el inicio del programa de obras de transformación del puerto de Pasajes; la puesta en marcha del plan de subsidios familiares para los trabajadores; la reorganización del Instituto Nacional de Previsión; la aparición del Instituto Social de la Marina, la promulgación de la ley de reforma del bachillerato o la constitución del Tribunal Supremo… De manera bien significativa, de los veinte magistrados que lo integraban en 1936, trece se habían reincorporado a su puesto en la España nacional.[87] El paralelo con la España del Frente Popular —donde Negrín pactaba la conversión de la República en una dictadura de partido único controlada por Stalin— salta a la vista. El Ebro concluyó con una nueva victoria de Franco que, pocos meses después, se convirtió en definitiva.

Se puede objetar —con razón— que Franco no era Napoleón. Sin embargo, fue muy superior a sus adversarios al menos en cuatro aspectos. En primer lugar, porque, desde una situación de enorme inferioridad —que en algunos asuntos como el de los carros de combate casi duró toda la guerra— supo equilibrar materialmente el conflicto y acabar consiguiendo la superioridad; en segundo lugar, porque supo hacer un mejor uso de sus recursos; en tercer lugar, porque supo plantear mucho mejor la baza diplomática y, en cuarto lugar, porque, en paralelo, mantuvo la unidad política y militar de sus fuerzas y supo construir un Estado. Es cierto que las deficiencias manifestadas por el Frente Popular facilitaron en parte la labor de Franco, pero si el Ejército nacional hubiera adolecido de las mismas, hubiera perdido la guerra. Ésas fueron las verdaderas razones de la victoria de Franco en la guerra civil española. Señalar que ésta última se debió sustancialmente a la ayuda extranjera no pasa de ser una mentira histórica.

Bibliografía

Por paradójico que parezca, no son muchos los estudios monográficos sobre la guerra civil dedicados a sus aspectos militares. He intentado ofrecer una síntesis del tema en César Vidal, La guerra que ganó Franco, Planeta, Barcelona, 2006. También deben tenerse en cuenta obras como la Historia del Ejército Popular de la República, La Esfera de los Libros, Madrid, 2006, de Ramón Salas Larrazábal, la Historia general de la guerra de España, Rialp, Madrid, 1986, de los dos hermanos Salas Larrazábal, o la Historia actualizada de la Segunda República y de la Guerra de España, Fénix, Getafe, 2003, de Ricardo de la Cierva. De especial relevancia son también los artículos que aparecen en la Revista Española de Historia Militar y que, debidos a historiadores como Lucas Molina o A. Mortera Pérez, por citar sólo a dos, están zanjando de manera documentada y definitiva no pocos aspectos historiográficos relacionados con asuntos militares de la guerra civil. A Mortera Pérez, por ejemplo, le debemos un extraordinario artículo sobre G. Howson que deja de manifiesto no sólo los deplorables prejuicios y palpable desconocimiento del británico sino también el papanatismo ignorante de los que, como Santos Juliá, aplaudieron en España su obra Armas para España, Ediciones Península, Barcelona, 2000.