DURANTE el mes de noviembre de 1936 pocas dudas podía haber de que el sentir común de las fuerzas del Frente Popular era exterminar a los considerados enemigos de clase. Semejante visión no sólo no había nacido con la guerra civil o incluso en los últimos años. En realidad, se venía incubando al menos desde el siglo anterior y había tenido diversas manifestaciones, de las que la revolución de 1934 podía haber sido la más grave en España, pero, desde luego, no la única. De hecho, basta releer las publicaciones de la época para percatarse de que ese exterminio no sólo no se ocultaba como objetivo fundamental, sino que incluso se pregonaba y originaba comentarios jactanciosos. Las fuentes son, al respecto, muy tajantes. Así, Milicia Popular, el portavoz del Quinto Regimiento comunista, afirmaba a inicios de agosto de 1936:[8] «En Madrid hay más de mil fascistas presos, entre curas, aristócratas, militares, plutócratas y empleados… ¿Cuándo se les fusila?». Y, unos días después, instaba al exterminio con las siguientes palabras: «El enemigo fusila en masa. No respeta niños, ni viejos, ni mujeres. Mata, asesina, saquea e incendia… en esta situación, destruir un puñado de canallas es una obra humanitaria, sí, altamente humanitaria. No pedimos, pues, piedad, sino dureza».[9] Mundo Obrero, por su parte, publicaba por las mismas fechas su «Retablo de ajusticiables», entre los que la gente de creencias religiosas disfrutaba de un siniestro lugar de honor, pero del que no se salvaba ni siquiera «esa cucaracha asquerosa» que no era otro que Niceto Alcalá Zamora, antiguo presidente de la República, que, prudentemente, había optado por el exilio. El periódico Octubre, en un número extraordinario de mediados de agosto[10], resultaba aún más explícito si cabe al afirmar: «A esta hora no debía quedar ni un solo preso, ni un solo detenido. No es hora de piedad. La sangre de nuestros compañeros tiene que cobrarse con creces».

El 3 de noviembre, a unos días apenas de las matanzas, el diario La Voz lanzaba un llamamiento significativo: «Hay que fusilar en Madrid a más de cien mil fascistas camuflados, unos en la retaguardia, otros en las cárceles. Que ni un “quinta columna” quede vivo, para impedir que nos ataquen por la espalda. Hay que darles el tiro de gracia antes de que nos lo den ellos a nosotros».

Si ésta era la opinión de los periódicos, no más moderada resultaba la de los políticos. José Díaz, secretario del PCE, podía afirmar: «¡Democracia “para todos” no! Democracia para nosotros, para los trabajadores, para el pueblo, pero no para los enemigos»[11] y, por su parte, Andreu Nin, el personaje más relevante del POUM, resultaba aún más explícito: «¿Es que la clase obrera que tiene las armas en la mano, en los momentos presentes ha de defender la república democrática? ¿Es que está derramando su sangre para volver a la república del señor Azaña? No, la clase trabajadora no lucha por la república democrática».[12]

De mayor gravedad aún es que los encargados de velar por el orden público estuvieran comprometidos de manera directa en los asesinatos. Uno de esos ejemplos lo constituyó Margarita Nelken. El citado personaje no pertenecía al PCE, sino al PSOE, lo que no le impidió afirmar: «Pedimos una revolución… pero la propia revolución rusa no nos serviría de modelo, porque nos harán falta llamas gigantescas que se verán desde cualquier punto del planeta y olas de sangre que teñirán el mar». El día 6 de noviembre de 1936 Margarita Nelken se entrevistó con el director general de Seguridad, Manuel Muñoz Martínez, para instarle a que le diera la orden de entrega de los presos que iban a ser fusilados. Muñoz Martínez, de Izquierda Republicana, según consta por el testimonio de uno de los escribientes de la Dirección General de Seguridad llamado Jiménez Belles[13], dio a la diputada del PSOE un escrito para el director de la cárcel Modelo en el que se le ordenaba poner en sus manos a los presos que deseara y en la cantidad que estimara pertinente. El camino para los asesinatos en masa quedaba abierto y, trágicamente, no puede decirse que no fuera transitado con profusión.

Con todo, las responsabilidades por las matanzas apuntan más arriba, llegando hasta el propio Gobierno republicano. El 4 de noviembre se había producido una nueva remodelación gubernamental, en virtud de la cual los anarquistas —tan reacios por pura coherencia a entrar en órganos de gobierno— habían aceptado varias carteras ministeriales. El proceso había sido muy tenso porque la CNT había exigido cinco ministerios[14] y en contra de esta pretensión se habían alzado el socialista Largo Caballero y el presidente de la República, Manuel Azaña. Al fin y a la postre, Largo Caballero llegó a un acuerdo con la CNT sobre la base de la concesión de cuatro carteras y Azaña acabó cediendo. Así, entraron en el gabinete, Peiró en Industria, López Sánchez en Comercio, Montseny y García Oliver. Éste, apenas tomó posesión del cargo, hizo llamar al secretario técnico de Prisiones, el republicano Antonio Fernández Martínez, para hacerle saber que la población penal debía reducirse por métodos drásticos. La conversación entre el recién nombrado ministro de Justicia y el secretario técnico de Prisiones nos ha sido transmitida por uno de los funcionarios del ministerio llamado Manuel Guerrero Blanco: «… llamó el entonces Ministro de Justicia, García Oliver, de la FAI, al Secretario Técnico de Prisiones, el republicano Antonio Fernández Martínez, preguntándole cuál era la población penal en Madrid en aquellos momentos; éste le contestó que ascendía a la cifra de diez mil quinientos presos, replicándole García Oliver:

»—Serán quinientos.

»Sospechando la intención de la respuesta, dijo Fernández Martínez:

»—Desde luego son diez mil quinientos presos los que hay.

»Y entonces García Oliver puso de manifiesto sus criminales propósitos, al insistir de la siguiente manera:

»—Habrá diez mil quinientos, pero dentro de muy pocos días solamente tienen que quedar quinientos —y añadió—. Está visto que usted o no me entiende o no quiere entenderme».[15]

Cargos importantes en la Administración procedentes del PSOE, de la CNT y de IR, por lo tanto, coincidían en los planes de exterminio de los presos. Por lo que se refiere a Fernández Martínez, fue cesado de su cargo sin que tal paso impidiera lo ya decidido. De hecho, sabemos que, en apenas unas horas, las palabras del ministro anarquista García Oliver se convirtieron en dramática realidad.

El clima de desmoralización en Madrid —bien lejano de la supuesta epopeya relatada por la propaganda de izquierdas— y la cercanía del Ejército nacional impulsaron al Gobierno del Frente Popular a tomar la decisión a inicios de noviembre de abandonar Madrid y trasladarse a Valencia. Así, mientras se encargaba al general Miaja de hacerse cargo de la defensa (con un notable respaldo soviético), se tomaban también las medidas para exterminar a los segmentos de la sociedad considerados no afectos al Frente Popular. Esta tarea —llamada «evacuación» con un eufemismo que después utilizarían los nazis durante el Holocausto— no se había concluido el 6 de noviembre, circunstancia que desesperaba al periodista y agente de la Komintern en España Mijaíl Koltsov[16] y que había llevado a Margarita Nelken a pedir la entrega de los presos al director general de Seguridad, quien, como ya hemos visto, accedió a ello. Sin embargo, la ejecución final de aquellos planes no acabaría quedando en manos de la diputada socialista, de la que pudo, empero, derivar la responsabilidad de las primeras horas así como las sacas iniciales, sino de un joven de las Juventudes Socialistas Unificadas que ingresó el 6 de noviembre de 1936 en el PCE y que se llamaba Santiago Carrillo. El citado personaje entró en la Junta de Defensa que se iba a encargar de regir Madrid a la marcha del Gobierno del Frente Popular en calidad de consejero de orden público. Lo hizo en un momento de especial relevancia, precisamente cuando el PCE había decidido llevar a cabo un programa de exterminio en masa con el que estaban de acuerdo otras fuerzas del Frente Popular. Aquel mismo día, Mijaíl Koltsov se entrevistó con el Comité Central del PCE[17] y les instó para que procedieran a fusilar a los presos que había en las cárceles de Madrid. La sugerencia —¿u orden?— fue acogida sin rechistar, lo que no puede causar sorpresa dado el grado de sumisión que el PCE, como el resto de los partidos comunistas de la época, manifestaba hacia los dictados de Stalin. Todavía el día 6 de noviembre, Enrique Castro Delgado se dirigió al Quinto Regimiento, convocó al comisario «Carlos Contreras» y le dijo: «Comienza la masacre. Sin piedad. La quinta columna de que habló Mola debe ser destruida antes de que comience a moverse. ¡No te importe equivocarte! Hay veces en que uno se encuentra ante veinte gentes. Sabe que entre ellas está un traidor pero no sabe quién es. Entonces surge un problema de conciencia y un problema de partido. ¿Me entiendes?

»Contreras, comunista duro, estaliniano, le entiende.

»—Ten en cuenta, camarada, que ese brote de la quinta columna sale hoy mucho para ti y para todos.

»—¿Plena libertad?

»—Ésta es una de las libertades que el Partido, en momentos como éstos, no puede negar a nadie».[18]

En la labor represora iba a tener un papel destacado el consejillo de la Dirección General de Seguridad.[19] Aunque las tareas estaban distribuidas entre los diferentes miembros, la decisión final la tomaba Santiago Carrillo.[20] Esta circunstancia —verdaderamente esencial— se traducía, por ejemplo, en que Serrano Poncela despachaba diariamente con éste en su oficina u, ocasionalmente, era Carrillo el que se desplazaba a la Dirección General de Seguridad para departir con aquél. Una parte esencial de las mencionadas reuniones giró en torno a las sacas de presos destinados a ser fusilados. Precisamente en la Dirección General de Seguridad se llevaba «un libro registro de expediciones de presos para asesinarlos».[21] De acuerdo con el comunista Ramón Torrecilla, uno de los miembros del consejillo, las expediciones de presos habrían sido entre veinte y veinticinco, de las que «cuatro [eran] de la cárcel Modelo, cuatro o cinco de la de San Antón, seis a ocho de la de Porlier, seis a ocho de la de Ventas… de la cárcel Modelo se extrajeron para matar alrededor de mil quinientos presos».[22] Los datos exactos de estas matanzas vamos a examinarlos a continuación.

El 7 de noviembre de 1936, mientras las columnas nacionales de Barrón y Tella avanzaban por Carabanchel y las de Yagüe y Castejón penetraban por la Casa de Campo, Santiago Carrillo se dedicaba, según señala en sus Memorias, a «la lucha contra la quinta columna».[23] Ya durante la noche anterior, tres agentes comunistas —entre ellos Torrecilla— se habían presentado en la cárcel Modelo y en San Antón para organizar las grandes sacas de presos a los que se iba a fusilar en masa. Se hallaban examinando las fichas y habían llegado más o menos a la mitad cuando se presentó Serrano Poncela y ordenó que los militares y burgueses saliesen de las galerías a las naves exteriores ya que los fascistas estaban avanzando y no se podía correr el riesgo de que fueran liberados para convertirse en su refuerzo. Ordenó, por lo tanto, que los prepararan porque iban a llegar unos autobuses para trasladarlos. En respaldo de este acto se hallaban las órdenes dadas por el socialista Ángel Galarza, el ministro de la Gobernación, para que así se hiciera. En «tono malicioso», Serrano Poncela añadiría que se trataba de una «evacuación… definitiva».[24]

Nadie se opuso a la orden de Serrano Poncela que, dicho sea de paso, muestra hasta qué punto las autoridades más altas del Frente Popular estuvieron implicadas en las matanzas. Torrecilla y sus acompañantes abandonaron la selección de fichas y entre las tres y las cuatro de la mañana se procedió a sacar a los presos de las naves y a atarles las manos a la espalda uno a uno y ocasionalmente por parejas. Eran varios centenares, en su mayoría, militares.

Serían sobre las nueve o las diez de la mañana, según la declaración de Torrecilla, cuando llegaron a la cárcel Modelo siete o nueve autobuses de dos pisos, pertenecientes al servicio público urbano, y dos autobuses grandes de turismo. En cada uno de los vehículos fueron introducidos sesenta o más detenidos con una custodia de entre ocho y doce milicianos. Finalmente, la expedición partió con algunos de los que habían llevado a cabo la selección de las fichas. Por lo que se refiere a Torrecilla, la vio partir y a continuación abandonó la cárcel.[25]

La declaración del policía Alvaro Marasa[26] sirve, además, para confirmar algo ya meridianamente claro, el hecho de que la selección de los presos que iban a ser asesinados y las órdenes para su extracción corrían a cargo de las autoridades de Orden Público con un respaldo directo y explícito del Gobierno del Frente Popular.

La primera tarea la desempeñaba Serrano Poncela, el subordinado directo de Carrillo, en colaboración con el consejo de la Dirección General de Seguridad y con autorización del ministro Galarza.

Por lo que se refiere a la metodología de las sacas, las fuentes son explícitas: «La expedición, en orden a quien la dirigía, se componía de dos momentos: entrega de presos, so pretexto de libertad, en que el agente mandado por Serrano Poncela se hacía cargo de ellos; fusilamiento de los mismos, en que el jefe de las milicias Federico Manzano o su delegado organizaban la matanza, la realizaban y cuidaban de que ningún detenido quedase con vida. El fusilamiento realizado, la misión de todos ellos había terminado y volvían a Madrid sin enterrar los cadáveres».

Las operaciones de exterminio comenzaron el día 7 de noviembre, hacia las cuatro de la mañana, cuando las milicias llegaron a la cárcel de San Antón y realizaron una saca de unos doscientos hombres. En Paracuellos, sobre las ocho de la mañana, habían sido fusilados en masa.[27] La metodología utilizada para realizar las matanzas fue, desde luego, minuciosa, y denota un meditado plan de exterminio. Los detenidos habían sido despojados de cualquier equipaje y atados con bramante de dos en dos o bien con las manos a la espalda. Al no llevar pertenencias consigo, eran conscientes de que los iban a asesinar. A bordo de una veintena de autobuses de dos pisos de la empresa municipal, llegaron hasta Paracuellos. Allí les obligaron a bajar y, tras dividirlos en grupos formados por un número de personas que iba de diez a veinticinco, se les ordenó caminar hasta las fosas colectivas que, como captó bien el diplomático Schlayer que las descubrió, habían sido preparadas para darles sepultura.[28] Una vez situados al borde de las zanjas, un grupo de treinta a cuarenta milicianos abría fuego sobre los reclusos. A continuación, se daba el tiro de gracia a los desdichados. Acto seguido, unos doscientos enterradores reclutados de entre los considerados «fascistas» en las poblaciones cercanas procedían a arrojar los cadáveres a las zanjas y a taparlos con tierra.[29] Sin embargo, las matanzas sólo acababan de empezar.

Resulta extremadamente difícil y complicado planificar el asesinato de miles de seres humanos. No es más sencillo ocultarlo. Precisamente por ello, a esas alturas, las noticias sobre los fusilamientos en masa se habían extendido más de lo que hubieran deseado los verdugos. Manuel Irujo, ministro del PNV en el Gobierno del Frente Popular, se puso en contacto con Matallana, colaborador militar del general Miaja, para aclarar las noticias que le habían llegado de los fusilamientos. Matallana le comentó a Irujo que Miaja no sabía nada de lo que le decía —lo que era una mentira absoluta puesto que, como mínimo, desde una entrevista que había mantenido con el cónsul Schlayer, en la tarde del 7 de noviembre, estaba al corriente de las sacas— y el peneuvista decidió ponerse en contacto con el ministro socialista Galarza. Éste le dijo a Irujo que, efectivamente, se habían producido fusilamientos, pero que se habían debido a la acción de familiares de las víctimas de los bombardeos realizados en Madrid por la aviación de Franco durante los primeros días de noviembre, víctimas que habrían ascendido a 142 muertos y 608 heridos en el primer bombardeo, y 32 muertos y 382 heridos en el segundo. Todos los datos proporcionados por Galarza a Irujo eran rotundamente falsos. De hecho, precisamente del 1 al 6 de noviembre de 1936 no hubo bombardeos sobre Madrid ni, lógicamente, víctimas. El día 7 sí se produjo un bombardeo que, de manera bien significativa, causó un muerto. Desde luego, no podían haber sido los familiares de las víctimas de unos inexistentes bombardeos los que habían llevado a cabo los fusilamientos de millares de personas.

El 11 de noviembre de 1936 Santiago Carrillo dictó y firmó una orden de la consejería sobre la organización de los servicios de investigación y vigilancia. En ella se daba carta de naturaleza legal a lo que era una realidad desde hacía varias jornadas, el que Serrano Poncela, delegado de Orden Público, era un simple delegado de la consejería cuya titularidad ostentaba Carrillo. No contaba éste a la sazón con menos de cinco mil hombres para llevar a cabo sus funciones de represión. Sin lugar a dudas, este dato numérico es de la mayor importancia si tenemos en cuenta que, a la sazón, en torno a Madrid se libraba una encarnizada batalla en la que todos los efectivos que pudieran movilizar ambos bandos se podían considerar pocos. Incluso, en tan difíciles circunstancias, las autoridades republicanas consideraron que podían destinarse cinco mil hombres a tareas represivas. Semejante visión de la guerra —guerra de clases, no lo olvidemos— tendría claros ejemplos a lo largo de todo el siglo XX. Había comenzado ya en 1917 con los bolcheviques, continuado ahora con los frentepopulistas españoles, y durante la Segunda Guerra Mundial se perpetuaría con los agentes de Stalin y de Hitler, para los que el denominado frente interno tenía tanto valor como el bélico.

Ese mismo día 11 tuvo lugar una reunión de la Junta de Defensa. En el curso de la misma, Carrillo recabó —y le fue confirmada— la autoridad sobre los traslados de presos. Además, reconoció que la «evacuación» de los presos había tenido que ser suspendida por «la actitud adoptada últimamente por el cuerpo diplomático». Ahora iba a reanudarse bajo su directa supervisión.

El 12 de noviembre, Carrillo pronunció un discurso incendiario en Unión Radio[30], donde afirmó, entre otras cosas, que «la quinta columna» estaba en camino de ser aplastada y que los restos que de ella quedaban en los entresijos de la vida madrileña estaban «siendo perseguidos y acorralados con arreglo a la ley, con arreglo a todas las disposiciones de justicia precisas; pero sobre todo con la energía necesaria».[31] Sin embargo, por mucho que Carrillo hiciera referencia a la ley, lo cierto es que lo único que se estaba aplicando era la «justicia revolucionaria» de la que tan devotos eran los frentepopulistas. No resulta por ello extraño que el cuerpo diplomático distara mucho de creerse la versión oficial de las autoridades del Frente Popular.

La verdad resultaba tan difícil de ocultar que la Junta de Defensa acabó publicando en la prensa del 14 de noviembre una nota en la que calificaba de «infamia» los rumores sobre los fusilamientos y, a continuación, afirmaba que «ni los presos son víctimas de malos tratos, ni menos se debe temer por su vida».[32] Difícilmente se podría concebir una mentira más cínica destinada además a cubrir la práctica continuada de asesinatos en masa. Aunque semejante comportamiento encajaba a la perfección con los métodos soviéticos.

Sin embargo, la falsedad de la Junta no iba a engañar al cuerpo diplomático. De hecho, los lugares de extracción de las víctimas de los nuevos fusilamientos en masa fueron diversos y ponen de manifiesto un deseo de no dejar ningún recinto penitenciario libre de su tributo de asesinados. De Porlier se realizaron siete sacas desde el 18 de noviembre al 3 de diciembre. Fueron sacados 37 presos el 18 de noviembre, 253 el día 24, 24 el 25, 44 el 26, 24 el 30, 19 el 1 de diciembre y 73 el 3 de diciembre. Las órdenes de excarcelación fueron firmadas por Serrano Poncela, el subordinado directo de Santiago Carrillo, y los presos fueron entregados a Andrés Urresola y a Alvaro Marasa. Todavía el 4 de diciembre se llevarían a cabo otras dos sacas, de las que una llegó sin víctimas a Alcalá de Henares y otra terminó en una nueva matanza en Paracuellos.

En el caso de la cárcel de Ventas, el inicio de la segunda oleada de asesinatos emanó de una orden de 18 de noviembre firmada por el subdirector general Vicente Giraute. Como en ocasiones anteriores, no fueron pocos los presos —superaron los trescientos— a los que se dio orden de libertad tan sólo para encubrir que se les llevaba, como a varios miles antes que a ellos, al matadero de Paracuellos. No obstante, una cosa era la realidad y otra —bien diferente— la propaganda. Mientras que la técnica del exterminio en masa continuaba siendo la misma que la seguida a inicios de noviembre, ahora la Junta de Defensa pretendió dar a los actos un aspecto de legalidad e instituyó unos tribunales populares que, antes de la ejecución, condenaban a los destinados a la muerte. Hasta qué punto semejantes actos no pasaron de ser una farsa puede desprenderse del hecho de que tan sólo en la cárcel de San Antón, donde comenzaron el 21 de noviembre, en tres días llegaron a celebrarse mil ochocientos juicios.[33] La justicia denominada revolucionaria no pasaba de ser, como en tantas ocasiones antes y después en la Historia, un cruento simulacro del que sólo brotaban sentencias condenatorias para personas a las que se había decidido arrancar la vida.

El 27 de noviembre llegaron a San Antón nuevas órdenes de Serrano Poncela de puesta en libertad de más reclusos. Según el método habitual, el día siguiente, esos detenidos, incluidos en dos sacas, terminaron también siendo asesinados en Paracuellos.[34]

El día 29 de noviembre tuvo lugar una nueva saca en el curso de la cual fue asesinado, entre otros muchos, Arturo Soria Hernández, hijo del urbanista creador de la Ciudad Linea1.[35] El 30 se efectuaría la última saca de San Antón. Cuando concluyeron, finalmente, las matanzas de aquellos días, millares de madrileños habían sido asesinados por las fuerzas de la Junta de Defensa cuya Consejería de Orden Público se hallaba dirigida por el comunista Santiago Carrillo.[36]

El mes de noviembre de 1936 acabó con el final de las sacas que desembocaban en matanzas en masa. Si así fue no se debió en absoluto ni a que la política de exterminio de los organismos del Frente Popular hubiera concluido ni tampoco al hecho de que el Gobierno hubiera decidido, siquiera por razones políticas, poner fin a unos crímenes que privaban de cualquier legitimidad, real o supuesta, a su causa. El final de los asesinatos vino vinculado a la acción individual de un hombre en el que primaron la nobleza de sentimientos y la humanidad por encima de cualquier planteamiento ideológico. Se trataba del anarquista Melchor Rodríguez.[37] La última saca realizada por Serrano Poncela había tenido lugar el 3 de diciembre. Con la llegada de Melchor Rodríguez este tipo de matanzas concluyó y sólo volvió a producirse una masiva cuando, tras un bombardeo de la aviación de Franco sobre Guadalajara, los frentepopulistas asaltaron la prisión y asesinaron a la práctica totalidad de los 320 recluidos.

La carrera represiva de Carrillo y sus colaboradores sufrió, desde luego, un golpe de muerte con la llegada de Melchor Rodríguez. La reorganización de la Junta de Defensa de Madrid, llevada a cabo el 1 de diciembre de 1936, le había mantenido en su puesto, al igual que al general Miaja, pero escasa efectividad tuvo esa circunstancia a partir de la toma de posesión de la delegación de prisiones por parte de Rodríguez. Serrano Poncela dejó de firmar órdenes de sacas[38] ante las disposiciones del delegado anarquista, y Carrillo, limitado en el ejercicio de sus funciones represoras, a finales de diciembre abandonó la Junta de Defensa. Le sustituyó José Cazorla, un antiguo chofer que no dejaría de colisionar en su ánimo exterminador con Rodríguez.

Sobre la responsabilidad ejecutora de Carrillo no tenía entonces duda ninguno de los que supieron lo que estaba sucediendo —como no la han tenido después los familiares de los asesinados ni los estudiosos del tema—, ya formara parte del cuerpo diplomático, como Félix Schlayer, o de las autoridades republicanas. Al respecto, no deja de ser significativo que el nacionalista vasco Galíndez, en sus memorias del asedio de Madrid, dejara de manifiesto sobre quién residían las responsabilidades. En 1945 escribiría: «El mismo día 6 de noviembre se decide la limpieza de esta quinta columna por las nuevas autoridades que controlaban el Orden Público. La trágica limpieza de noviembre fue desgraciadamente histórica; no caben paliativos a la verdad. En la noche del 6 de noviembre fueron minuciosamente revisadas las fichas de unos seiscientos presos de la cárcel Modelo y, comprobada su condición de fascistas, fueron ejecutados en el pueblecito de Paracuellos del Jarama. Dos noches después otros cuatrocientos. Total 1020. En días sucesivos la limpieza siguió hasta el 4 de diciembre. Para mí, la limpieza de noviembre es el borrón más grave de la defensa de Madrid, por ser dirigido por las autoridades encargadas del orden público».[39]

El testimonio de Galíndez no está desprovisto de inexactitudes, como la de calificar de «fascistas» a los asesinados cuando lo cierto es que un número bien considerable de ellos nada tenía que ver con el fascismo y eran simples militares, sacerdotes ordinarios e incluso republicanos históricos sin contar al millar de niños y menores de edad. También es un tanto sospechosa la manera en que minimiza el número de muertos al hacer referencia únicamente a las matanzas del 6 y 8 de noviembre y, como hemos tenido ocasión de ver, al situar la decisión de llevar a cabo los fusilamientos en el primer día citado. Sin embargo, difícilmente puede ser más claro a la hora de designar las responsabilidades. De hecho, el PNV, que contaba con dos checas en Madrid[40] estaba más que al corriente de la represión llevada a cabo en la zona controlada por el Frente Popular. No sólo eso. Hay que decir que incluso Irujo, el peneuvista que formaba parte del Gobierno frentepopulista, protestó por las matanzas que se estaban llevando a cabo aunque, también esto es cierto, ni las denunció ni tampoco dimitió en señal de protesta por los crímenes.

Estos datos —junto con la responsabilidad directa y esencial de Carrillo en millares de crímenes— han sido confirmados de manera irrefutable tras la apertura de los archivos de la antigua URSS. Al respecto, existe un documento[41] de enorme interés emanado del puño y letra de Gueorgui Dimitrov, factótum a la sazón de la Komintern o Internacional Comunista. El texto, de 30 de julio de 1937[42], está dirigido a Voroshílov y en él le informa de la manera en que prosigue el proyecto de conquista del poder por el PCE en el seno del Gobierno del Frente Popular. Todo el documento reviste una enorme importancia, pero nos vamos a detener en la cuestión de las matanzas realizadas en Madrid que Dimitrov menciona en relación con el peneuvista Irujo: «Pasemos ahora a Irujo. Es un nacionalista vasco, católico. Es un buen jesuita, digno discípulo de Ignacio de Loyola. Estuvo implicado en el escándalo bancario Salamanca-Francia. Actúa como un verdadero fascista. Se dedica especialmente a acosar y perseguir a gente humilde y a los antifascistas que el año pasado trataron con brutalidad a los presos fascistas en agosto, septiembre, octubre y noviembre. Quería detener a Carrillo, secretario general de la Juventud Socialista Unificada[43], porque cuando los fascistas se estaban acercando a Madrid, Carrillo, que era entonces gobernador, dio la orden de fusilar a los funcionarios fascistas detenidos. En nombre de la ley, el fascista Irujo, ministro de Justicia del Gobierno republicano, ha iniciado una investigación contra los comunistas, socialistas y anarquistas que trataron con brutalidad a los presos fascistas. En nombre de la ley, ese ministro de Justicia puso en libertad a cientos y cientos de agentes fascistas detenidos o de fascistas disfrazados. En colaboración con Zugazagoitia, Irujo está haciendo todo lo posible e imposible para salvar a los trotskistas y sabotear los juicios que se celebran contra ellos. Y hará todo lo que pueda para que se les absuelva. Este mismo Irujo estuvo en Cataluña en los últimos días con su jefe Aguirre, el famoso presidente de la famosa república vasca. Mantuvieron reuniones secretas con Companys para preparar la separación de Cataluña de España. Están intrigando en Cataluña donde afirman: os espera el mismo destino que a la nación vasca; el Gobierno republicano sacrificó a la nación vasca y también sacrificará a Cataluña».

El retrato de Irujo que Dimitrov realizó en este informe no resulta ciertamente amable. De él se nos dice que era hipócrita, corrupto y desleal al colaborar con los nacionalistas catalanes en la preparación de la secesión de Cataluña. Sin embargo, lo que más parece irritar a Dimitrov es que era «un auténtico fascista», una calificación extensible, al fin y a la postre, a todo aquel que no estuviera dispuesto a someterse a los dictados de Moscú. En el caso de Irujo, esa conducta se expresaba en dos cuestiones esenciales para los soviéticos. Una, que estaba intentando detener la purga de aquellos elementos de izquierda que no podían ser controlados por Stalin, y que se estaba llevando ya a cabo. Otra, especialmente importante para nuestro estudio, que intentaba que el peso de la ley cayera sobre el comunista Carrillo que era el que había dado la orden de las matanzas sucedidas en Madrid. Ni que decir tiene que Irujo no consiguió ninguno de sus objetivos, en el seno de un Gobierno que, crecientemente, se hallaba controlado por las decisiones de Moscú y que se encaminaba hacia un modelo de dictadura similar al que se impuso en los distintos países del Este de Europa después de la Segunda Guerra Mundial. No es menos cierto que tampoco denunció lo sucedido ni adoptó medidas de protesta o de repulsa pública.[44] Mantuvo, por el contrario, su puesto en el Gobierno y, a la vez, celebró reuniones con los nacionalistas catalanes para descuartizar España. Ciertamente, el PNV tenía un conjunto de prioridades obvio.

No menos claro —y también aparecido tras el desplome de la antigua URSS— resulta el testimonio de Stepanov, otro de los agentes de Stalin en España, que se refiere a las tareas de represión de Carrillo de la siguiente manera:

«Durante la operación de Brunete, tras ella y durante la operación de Belchite, los anarcosindicalistas llevan a cabo una verdadera campaña de provocación contra el Gobierno y contra el Partido Comunista; además, tienen en calidad de consejeros militares a Guarner y Asensio. Entre los caballeristas y los anarcosindicalistas se ha concluido evidentemente un acuerdo de actuaciones conjuntas. Defienden a los poumistas, llevan a cabo una campaña a favor suyo en la prensa y envían un memorándum especial a favor de los poumistas a los miembros del Gobierno y a las direcciones de todos los partidos y, también a todas las redacciones de los periódicos. Se multiplican los escándalos del poder judicial. Bajo la dirección inmediata del Ministro de Justicia, Irujo, el poder judicial pone en libertad a miles de fascistas que estaban en las cárceles. Y, por el contrario, arrestan a una serie de comunistas (vg. en Murcia), provocan la persecución judicial contra muchos comunistas (incluso también contra Carrillo, Secretario General de las Juventudes Socialistas Unificadas) por la represión arbitraria de fascistas en otoño de 1936. Estos escándalos fueron presentados como “normalización del orden público”».

Los testimonios no pueden ser más claros e irrefutables. El cuerpo diplomático (Schlayer, etc.); los agentes soviéticos (Stepanov); la Komintern (Dimitrov); las autoridades republicanas y la clase política (Irujo) supieron siempre que Carrillo había tenido una parte determinante en el asesinato de millares de personas indefensas, recluidas en las prisiones de Madrid y llevadas a Paracuellos para su holocausto. Intentaron justificar semejantes acciones e incluso las elogiaron dentro de una cosmovisión exterminacionista como la del comunismo. Sin embargo, no negaron que Carrillo fuera culpable. Haberlo hecho habría constituido —sigue constituyendo— una mentira histórica.

Bibliografía

A la espera de que se publiquen los trabajos de José Manuel Ezpeleta sobre la represión en Madrid y las matanzas de Paracuellos, en lo que, con seguridad, será una aportación definitiva, la obra más completa sobre el tema es César Vidal, Paracuellos-Katyn, Libros Libres, Madrid, 2005. En este texto se aportan, por ejemplo, los datos emanados de los archivos de la antigua URSS, los procedentes de fuentes no utilizadas hasta la fecha e incluso un listado de los asesinados en Paracuellos, que es mínimo ya que no aparecen consignados, lógicamente, los cadáveres sin identificar.

La obra de Gibson, Paracuellos, cómo fue, Plaza y Janés, Barcelona, 1983 —que no pasa de ser un mediocre reportaje periodístico—, está muy superada y buena parte de sus conclusiones ya han aparecido como erróneas a la luz de la documentación exhumada desde que se publicó por primera vez hasta la fecha. Gibson no es un historiador y cultiva una peculiar metodología consistente en sumar entrevistas, a los datos exhumados de las hemerotecas, como fuentes esenciales de sus obras. No extraña, por lo tanto, que los resultados expuestos en sus libros acaben siendo tan deficientes. En el caso de Paracuellos, por ejemplo, la documentación soviética —que Gibson ignoraba y que tampoco ha incorporado en la reciente reedición de su libro— no deja lugar a duda sobre la responsabilidad directa y principal de Carrillo en los fusilamientos. También sabemos ahora que los agentes soviéticos —conocemos hasta el nombre de los pilotos— intentaron derribar el avión con el representante de la Cruz Roja que llevaba pruebas de las matanzas a Suiza, en un momento muy delicado internacionalmente para el Gobierno del Frente Popular. Incluso hasta la identificación de la mayoría de los asesinados es segura y, por cierto, el número de víctimas dobla al calculado por Gibson hace más de veinte años. Ni uno de estos datos —por citar tan sólo algunos botones de muestra— han sido incluidos por Gibson en la reciente reedición de su obra. Las razones pueden ser meramente de incompetencia científica —ya hemos mencionado antes su pobre metodología— pero no pueden descartarse los prejuicios ideológicos. Gibson no sólo ha desempeñado cargos públicos en las listas electorales del PSOE sino que, además, hace unos meses afirmó en una entrevista en la prensa escrita que comprendía los fusilamientos de Paracuellos. Cuando alguien se manifiesta comprensivo con el genocidio, no vamos, desde luego, por el buen camino.