LA propaganda de guerra —y de posguerra— insistiría en que los intelectuales, tanto en España como en el extranjero, estaban al lado del Frente Popular y ferozmente en contra de los alzados en julio de 1936. La realidad fue muy otra. De hecho, las izquierdas habían iniciado la purga de la intelectualidad no servil incluso antes del inicio del conflicto. Así, la diputada socialista Margarita Nelken había afirmado a unos días del estallido de la guerra: «No basta para darnos garantías con “liquidar a los enemigos que ocupan cargos en los ministerios”. Para tener esas garantías indispensables, para que nuestros combatientes del frente se sientan las espaldas protegidas a retaguardia, para que no tengan que temer que se les apuñale por detrás, es preciso ir al fondo del asunto y encararse con la verdad; esto es, saber y decir quiénes tuvieron la responsabilidad de que los traidores pudieran traicionar; quiénes por su incapacidad para obrar como verdaderos republicanos —por muy republicanos que fuesen— demostraron no tener capacidad para defender hoy a la República».[1] No exageraba. Una semana antes de que la diputada del PSOE escribiera las frases reproducidas arriba se había iniciado en la Administración una verdadera oleada de purgas que afectó a todos los sectores de la vida nacional.[2] El 25 de julio, Miguel de Unamuno, que se había manifestado repetidamente contra el Frente Popular y ahora apoyaba a los alzados, fue cesado de su cargo de rector vitalicio de la Universidad de Salamanca y, tres días después, la Universidad de Madrid era objeto de un cambio extraordinario de cargos y nombramientos que llevarían, por ejemplo, a Julián Besteiro, a convertirse en decano de la facultad de Filosofía y Letras y a Juan Negrín a ocupar la secretaría de la facultad de Medicina. No fueron los únicos hombres del PSOE beneficiados por la purga. Al igual que había sucedido en Rusia durante la revolución, los intelectuales partidarios del Frente Popular se habían arrogado el derecho de expulsar de la vida pública —e incluso de la física— a aquellos que no comulgaran con su especial cosmovisión. Así, el 23 de agosto, la Alianza de Intelectuales Antifascistas celebró una asamblea cuya finalidad era depurar la Academia Española de la Lengua, cuyos miembros eran mayoritariamente de derechas. El comité formado para ello, auténtica checa de la cultura, estuvo compuesto por Maroto, Luengo, Abril y, por supuesto, el poeta Rafael Alberti. La depuración fue durísima —de nuevo, sin comparaciones con ninguna otra sufrida en España en ninguno de los siglos precedentes— pero, con todo, pareció tibia a las organizaciones del Frente Popular.

El 30 de julio, se publicó un manifiesto de adhesión a la República. El texto sería utilizado por la propaganda de izquierdas para evidenciar hasta qué punto la intelectualidad se hallaba identificada con el Gobierno del Frente Popular. La realidad fue bien diferente. El manifiesto estaba firmado por Ramón Menéndez Pidal, Antonio Machado, Gregorio Marañón, Teófilo Hernando, Ramón Pérez de Ayala, Juan Ramón Jiménez, Gustavo Pittaluga, Juan de la Encina, Gonzalo Lafora, Pío del Río Ortega, Antonio Marichalar y José Ortega y Gasset. No deja de ser todo un símbolo que, ese mismo día, fuera detenido Ramiro de Maeztu, otro de los grandes intelectuales de la época, en un piso de Madrid. Sería asesinado por el Frente Popular en una de las matanzas masivas realizadas en la época en que Santiago Carrillo era consejero de Orden Público. Para remate, la firma del manifiesto de adhesión a la República fue obtenida en la mayoría de los casos recurriendo a la coacción y no debe extrañar, por lo tanto, que fuera repudiado por los que la estamparon, una vez se vieron a salvo fuera de la España controlada por el Frente Popular.

Desde luego, la firma de manifiestos no fue ciertamente suficiente para garantizar la seguridad de nadie. Había, además, que dar muestras de plegarse a las directrices del Frente Popular, incluidas sus continuas peticiones de sangre. Medios para hacerlo no escasearon. El 1 de septiembre de 1936, por ejemplo, apareció un nuevo periódico de carácter semanal que ostentaba el título de El Mono Azul. Dirigido por Rafael Alberti y María Teresa León, en la cabecera aparecían además como responsables José Bergamín, un católico que había decidido unir su suerte a la revolución, Rafael Dieste, Lorenzo Varela, Antonio R. Luna, Arturo Souto y Vicente Salas Vin. Se trataba, sin ningún género de dudas, de una suma perfecta de comunistas y compañeros de viaje. Sin embargo, a pesar de tratarse de un equipo más que adicto al Frente Popular, para evitar deslizamientos, el PCE estableció un control sobre el periódico en el seno del Quinto Regimiento a cuya cabeza se hallaba Manuel Sánchez Arcas.

Y es que la época era dura, si tenemos en cuenta, por ejemplo, que el periódico socialista Claridad pedía el exterminio de los humoristas, afirmando que: «Todos los humoristas acaban al servicio de la barbarie, Camba, Fernández Flórez, Muñoz Seca y tantos otros. Hay que desconfiar de los humoristas profesionales. Siempre llevan dentro un contrarrevolucionario». De los citados en el medio del PSOE, todos acabaron ante un pelotón de fusilamiento o, con suerte, en el exilio. Alguno sería honrado con una calle en Madrid, calle cuyo nombre desean cambiar en la actualidad los concejales del PSOE. Causa escalofríos este paralelo, desde luego. No faltaron los intelectuales que apoyaron de manera activa y directa la práctica del terror. Fue el caso de Rafael Alberti y de su mujer, de Eduardo Zamacois, o del católico Bergamín.

Por otro lado, tampoco se lo ponían fácil a los que buscaban salvarse mediante el ingreso en la Asociación de Escritores Antifascistas. Claridad no dejaría de fustigar a todos aquellos que ya en 1934 no se habían sumado a la revolución o que habían escrito para el Diario de Madrid, El Sol, La Voz, Ahora o la Revista de Occidente. De manera similar, se enviaron desde Madrid a provincias listados de obras y autores a cuya destrucción había que proceder tanto en bibliotecas como en librerías. Entre los condenados por la inquisición frentepopulista se hallaban los escritores Enrique Jardiel Poncela, Carlos Arniches, Ramón Gómez de la Serna, Eduardo Marquina, Tomás Borrás, José Juan Cadenas, A. Fernández Arias, Joaquín Calvo Sotelo, Ignacio Luca de Tena, M. Morcillo, Pilar Millán Astray, José María Pemán, Jacinto Miquelarena, Adolfo Torrado, Ramón López Montenegro, Jesús J. Gabaldón, Pedro Mata, Alejandro McKimlay, Antonio Quintero y Felipe Sassone, junto con compositores como Moreno Torroba, Jacinto Guerrero o Rosillo, cuya música debía contener, presuntamente, corcheas antirrevolucionarias. No fueron, desde luego, los únicos músicos que tenían que temer.

Con ese ambiente, no puede extrañar que los intelectuales que pudieron hacerlo salieran del territorio controlado por el Frente Popular. Los que lo consiguieron, y no fueron, desde luego, escasos, recurrieron incluso a pedir un nombramiento oficial que les permitiera huir de la barbarie frentepopulista. Ése fue el caso del poeta Juan Ramón Jiménez, al que una patrulla de milicianos en busca de un tal Ramón Jiménez estuvo a punto de darle el paseo. Se salvó simplemente porque uno de ellos le introdujo un dedo en la boca y, al descubrir que no llevaba dentadura postiza, se dio cuenta del error.[3] Al fin y a la postre, valiéndose de influencias que no estaban al alcance de la mayoría de los españoles, el creador de Platero y yo decidió abandonar la España del Frente Popular para no regresar nunca. Un caso similar fue el de Fernando de los Ríos, que no tomó posesión como rector de la Universidad de Madrid y marchó a ocupar la Embajada de la España republicana en Estados Unidos. Jiménez Asúa, decano de la facultad de Derecho, logró igualmente que se le nombrara encargado de negocios en Praga. José Ortega y Gasset salió con su familia hacia Alicante el 2 de septiembre de 1936. En el tren iba a coincidir con Cipriano Rivas-Xerif, que partía a Ginebra para hacerse cargo del consulado llevando consigo las Memorias del presidente Azaña. Dicho sea de paso, a Ortega y Gasset le faltó tiempo al llegar al exilio para manifestar que si había firmado el Manifiesto de intelectuales se debía que había sido coaccionado y se encontraba sumido en un clima de terror donde los asesinatos estaban a la orden del día. El caso de Ortega es paradigmático porque, como los otros dos intelectuales que en 1931 habían fundado la Asociación al servicio de la República —Marañón y Pérez de Ayala—, se había desvinculado con asco de la España republicana. Por aquiescencia, por interés o por cobardía, nadie protestó en la zona del Frente Popular contra las detenciones, las torturas o los fusilamientos.

La situación en el otro lado presentó variaciones interesantes, pero también coincidencias con la zona del Frente Popular. Estuvieron los que se sumaron al alzamiento con entusiasmo y ya tenían una trayectoria intelectual notable (Manuel Machado, José María Pemán…), los que no fueron menores en su apoyo, aunque su valía intelectual quedaría demostrada en el futuro (Tovar, Ridruejo, Laín Entralgo, García Serrano…), los que se sumaron y se desilusionaron profundamente (Unamuno), los que consideraron más prudente plegarse (Baroja) y los que procedían de la otra zona y durante o al acabar la guerra civil no dudaron en unirse a los nacionales (Ortega y Gasset, Marañón, Menéndez Pidal…).

Sí, es cierto, en la zona alzada fue fusilado Federico García Lorca. Sin embargo como ha recordado recientemente su amigo José Bello[4], Lorca no era de izquierdas sino profundamente apolítico por más que algún hispanista lanar lleve difundiendo una versión muy distinta desde hace décadas. Esa circunstancia explica que su muerte fuera pasada sospechosamente por alto en la prensa de Madrid. El 31 de agosto apareció la noticia tomando como base una información publicada en el Diario de Albacete. Una semana después El Liberal informaría escuetamente: «Se dice que en Granada ha sido asesinado García Lorca». En un gesto de cierta valentía —a fin de cuentas nadie sabía en el fondo por qué habían matado al poeta— la Sociedad de Autores publicó una nota de protesta en la que no aparecían nombres. Era lógico, porque no pocos de sus miembros estaban ocultos a la sazón y no era cuestión de dar señales de vida en unos momentos en que semejante actitud podía significar el primer paso hacia la muerte. Con todo, algunos —que estaban en entredicho— pensaron que quizá era aquél el momento para buscarse un escudo frente a los paseos, como fue el caso de Jacinto Benavente. De manera significativa, la revista de Alberti no dedicó ningún número de homenaje a Lorca, ni reprodujo ninguna de sus obras ni siquiera mencionó su existencia. Actuaba así como César Falcón, que no lo mencionaría en su relato sobre el primer año de guerra.[5] Ramón Pérez de Ayala, uno de los republicanos desengañados con el Frente Popular, llegaría hasta el punto de acusar de la muerte de Federico García Lorca a Alberti, ya que éste había leído por radio unos versos injuriosos contra los alzados atribuyéndolos falsamente al poeta granadino y provocando así su detención. Las últimas investigaciones apuntan a que la causa del fusilamiento de Lorca no fue política, sino fruto de disputas personales. Habría muerto así como otros desdichados sobre cuya ejecución por mero rencor se tendió un velo de supuesta intencionalidad ideológica. Fuera como fuese, lo cierto es que el Madrid del Frente Popular distó mucho de sentirse afectado por el fusilamiento de García Lorca. En el periodo que quedaba de guerra ni reestrenó sus obras teatrales, ni reeditó su poesía, ni le dedicó una calle. De hecho, para la recuperación de la obra dramática del malogrado autor, habría que esperar a la posguerra. Tampoco es extraño, si se tiene en cuenta que el poeta había tenido la osadía de negarse a hablar o recitar en un banquete que se había dado a varios escritores franceses afines al Frente Popular[6], o que ya el mismo 18 de julio la prensa lo habría definido como «Niño mono, orgullo de mamá»[7], es decir, como uno de esos personajes que carecía de lugar en la Nueva España que tanto propugnaba Margarita Nelken.

De manera bien significativa, el número de intelectuales jóvenes resultó mayor en la denominada zona nacional, como también fue mayor el de las figuras que luego despuntarían. Se trata de una realidad que no puede quedar opacada por el olvido intencionado al que se les ha sometido con posterioridad. Y es que, posiblemente, ni siquiera la realidad del exilio hubiera sido tan diferente de haber ganado la guerra el Frente Popular. Miguel Hernández murió de enfermedad en prisión, al igual que sucedió con Julián Besteiro, pero no es seguro que alguno de ellos hubiera estado a salvo en una España sometida a la URSS. Por lo que se refiere a los republicanos, ciertamente algunos no regresaron a la España de Franco al acabar la guerra, pero —como es el caso de Sánchez Albornoz o Juan Ramón Jiménez— tampoco lo hubieran hecho de haber vencido el Frente Popular.

Finalmente, debo dedicar unas líneas a los intelectuales extranjeros en la guerra. De manera bien significativa, los que luego se convertirían en personajes notables —Hemingway, Ehrenburg, Malraux…— a la sazón no eran nada o eran muy poco intelectualmente hablando. Por añadidura, algunos de los más relevantes abandonaron sus posiciones izquierdistas a consecuencia de su paso por España. Tal fue el caso de Orwell —que se inspiró para 1984 en las actividades de los agentes soviéticos en la España del Frente Popular—, de Koestler —que escribiría en El cero y el infinito uno de los alegatos más sólidos contra el comunismo— o de Dos Passos —que descubrió en España la vileza a la que podían llegar los intelectuales de izquierdas.

Al fin y a la postre, y en contra de lo que afirma la propaganda, los intelectuales no apoyaron a la República contra el «fascismo». Por el contrario, quedaron divididos entre un bando y otro por razones no muy diferentes a las que sufrieron los ciudadanos de a pie. El miedo, la convicción ideológica, la zona geográfica influyeron tanto en su destino como en el de los españoles sencillos. Afirmar lo contrario no pasa de ser una mentira histórica.