TRAS el alzamiento armado de octubre de 1934, en el que el PSOE y los nacionalistas de la Esquerra —con apoyos no escasos del PNV y los republicanos— pretendieron derribar al Gobierno legítimo, la Segunda República entró en una deriva que Stanley Payne ha denominado «el desplome de la Segunda República» y Pío Moa «los orígenes de la guerra civil española». Las derechas habían salvado al régimen republicano de su aniquilación revolucionaria, pero no quisieron —quizá tampoco supieron— someter al peso de la ley a los que habían deseado acabar con el sistema constitucional. Durante 1935 los nacionalistas y la izquierda se dedicaron a propalar rumores sobre las atrocidades cometidas por las fuerzas del orden que habían sofocado la revolución y, a la vez, se emplearon a fondo en aniquilar a las derechas que podían servir de sostén al régimen republicano. De manera consciente o no, las izquierdas fueron empujando a la radicalización a unas derechas que, paradójicamente para muchos, habían sido las garantes de la legalidad republicana. Pieza clave de esta estrategia fue, ya en septiembre de 1935, el estallido del escándalo del straperlo. Strauss y Perl, los personajes que le darían nombre, eran dos centroeuropeos que habían inventado un sistema de juego de azar que permitía hacer trampas con relativa facilidad. Su aprobación se debió a la connivencia de algunos personajes vinculados a Lerroux, el dirigente del partido radical. Los sobornos habían alcanzado la cifra de cinco mil pesetas y algunos relojes, pero, gracias a la manipulación mediática, se convertirían en un escándalo que superó con mucho la gravedad del asunto.

Strauss amenazó, en primer lugar, con el chantaje a Lerroux, y, cuando éste no cedió a sus pretensiones, se dirigió a Alcalá Zamora, el presidente de la república. Éste discutió el tema con Indalecio Prieto y Azaña y, finalmente, decidió dejar que se desencadenara el escándalo para hundir a las derechas. Como señalaría lúcidamente Josep Pla, la administración de Justicia no pudo determinar responsabilidad legal alguna —precisamente la que habría resultado interesante—, pero en una sesión de Cortes del 28 de octubre se produjo el hundimiento político del partido radical, una de las fuerzas esenciales en el colapso de la monarquía constitucional y el advenimiento de la república menos de cuatro años antes. De esa manera, la CEDA quedaba prácticamente sola en la derecha frente a unas izquierdas poseídas de una creciente agresividad. Porque no se trataba únicamente de propaganda y demagogia. Durante el verano de 1935, el PSOE y el PCE —que en julio ya había recibido de Moscú la consigna de formación de frentes populares— desarrollaban contactos para unir sus acciones. En paralelo, republicanos y socialistas discutían la formación de milicias comunes, mientras los comunistas se pronunciaban a favor de la constitución de un ejército rojo. El 14 de noviembre de 1935 Azaña propuso a la ejecutiva del PSOE una coalición electoral de izquierdas. Acababa de nacer el Frente Popular.

En esos mismos días, Largo Caballero salía de la cárcel —después de negar cínicamente su participación en la revolución de octubre de 1934— y la sindical comunista CGTU entraba en la UGT socialista. Así, el año 1935 concluyó con el desahucio del poder de Gil Robles; con unas izquierdas que creaban milicias y estaban decididas mayoritariamente a ganar las siguientes elecciones para llevar a cabo la continuación de la revolución de octubre de 1934; y con reuniones entre Chapaprieta y Alcalá Zamora para crear un partido de centro en torno a Portela Valladares que atrajera un voto moderado, preocupados por la agresividad de las izquierdas y una posible reacción de las derechas. Esta última, de momento, parecía implanteable. La Falange, el partido fascista de mayor alcance, era un grupo minoritario; los carlistas y otras formaciones monárquicas carecían de fuerza y, en el Ejército, Franco insistía en rechazar cualquier eventualidad golpista a la espera de la forma en que podría evolucionar la situación política. Así, al persistir en la idea de que no era el momento propicio, impidió el desencadenamiento de un golpe.

Cuando, el 14 de diciembre de 1935, Portela Valladares formó Gobierno era obvio que se trataba de un gabinete puente para convocar elecciones. Finalmente, Alcalá Zamora, aceptando las presiones de las izquierdas, disolvió las Cortes (la segunda vez durante su mandato, lo que implicaba una violación de la Constitución) y convocó elecciones para el 16 de febrero de 1936.

El 15 de enero de 1936 se firmó el pacto del Frente Popular como una alianza de fuerzas obreras y burguesas cuyas metas no sólo no eran iguales sino que, en realidad, resultaban incompatibles. Los republicanos, como Azaña y el socialista Prieto, perseguían fundamentalmente regresar al punto de partida de abril de 1931 en el que la hegemonía política estaría perpetuamente en manos de las izquierdas en un sistema muy similar al del PRI mexicano. Para el resto de las fuerzas que formaban el Frente Popular, especialmente el PSOE y el PCE, se trataba tan sólo de un paso intermedio en la lucha hacia la aniquilación de la república burguesa y la realización de una revolución que concluyera en una dictadura obrerista. Si el socialista Luis Araquistain insistía en hallar paralelos entre España y la Rusia de 1917, donde la revolución burguesa sería seguida por una proletaria, el también socialista Largo Caballero difícilmente podía ser más explícito sobre las intenciones del PSOE. En el curso de una convocatoria electoral que tuvo lugar en Alicante, el político socialista afirmaba:

«Quiero decirles a las derechas que si triunfamos colaboraremos con nuestros aliados; pero si triunfan las derechas nuestra labor habrá de ser doble, colaborar con nuestros aliados dentro de la legalidad, pero tendremos que ir a la guerra civil declarada.

Que no digan que nosotros decimos las cosas por decirlas, que nosotros lo realizamos». (El Liberal, de Bilbao, 20 de enero de 1936).

Tras el anuncio de la voluntad socialista de ir a una guerra civil si perdía las elecciones, el 20 de enero, Largo Caballero decía en un mitin celebrado en Linares: «… la clase obrera debe adueñarse del Poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el Poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución».

El 10 de febrero de 1936, en el Cinema Europa, Largo Caballero volvía a insistir en sus tesis: «… la transformación total del país no se puede hacer echando simplemente papeletas en las urnas… estamos ya hartos de ensayos de democracia; que se implante en el país nuestra democracia».

No menos explícito sería el socialista González Peña, al indicar la manera en que se comportaría el PSOE en el poder: «… la revolución pasada (la de Asturias) se había malogrado, a mi juicio, porque más pronto de lo que quisimos surgió esa palabra que los técnicos o los juristas llaman “juridicidad”. Para la próxima revolución, es necesario que constituyéramos unos grupos que yo denomino “de las cuestiones previas”. En la formación de esos grupos yo no admitiría a nadie que supiese más de la regla de tres simple, y apartaría de esos grupos a quienes nos dijesen quiénes habían sido Kant, Rousseau y toda esa serie de sabios. Es decir, que esos grupos harían la labor de desmoche, de labor de saneamientos, de quitar las malas hierbas, y cuando esta labor estuviese realizada, cuando estuviesen bien desinfectados los edificios públicos, sería llegado el momento de entregar las llaves a los juristas».

González Peña acababa de anunciar todo un programa que se cumpliría, apenas unos meses después, con la creación de las checas, pero que ya había expresado a mediados del siglo anterior Dostoyevsky en Demonios, al dar voz uno de sus personajes al proyecto educativo del socialismo.

Con no menos claridad se expresaban los comunistas. En febrero de 1936 José Díaz dejó inequívocamente de manifiesto que la meta del PCE era «la dictadura del proletariado, los soviets» y que sus miembros no iban a renunciar a ella.

De esta manera, aunque los firmantes del pacto del Frente Popular (Unión Republicana, Izquierda Republicana, PSOE, UGT, PCE, FJS, Partido Sindicalista y POUM) suscribían un programa cuya aspiración fundamental era la amnistía de los detenidos y condenados por la insurrección de 1934 —reivindicada como un episodio malogrado pero heroico—, algunos de ellos lo consideraban como un paso previo, aunque indispensable, al desencadenamiento de una revolución que liquidara a su vez la Segunda República, incluso al costo de iniciar una guerra civil contra las derechas.

También sus adversarios políticos centraron buena parte de la campaña electoral en la mención del levantamiento armado de octubre de 1934. Desde su punto de vista, el triunfo del Frente Popular se traduciría inmediatamente en una repetición, a escala nacional y con posibilidades de éxito, de la revolución. En otras palabras, no sería sino el primer paso hacia la liquidación de la república y la implantación de la dictadura del proletariado.

En medio de este clima de violencia, de agresiones, de amenazas y de desafío consciente y contumaz a la legalidad se celebraron las elecciones de febrero de 1936. Éstas no sólo concluyeron con resultados muy parecidos para los dos bloques sino que además estuvieron inficionadas por el fraude en el recuento de los sufragios. Así, sobre un total de 9 716 705 de votos emitidos, 4 430 322 fueron para el Frente Popular; 4 511 031 para las derechas y 682 825 para el centro. Otros 91 641 votos fueron en blanco o resultaron destinados a candidatos sin significación política. Sobre estas cifras, resulta obvio que la mayoría de la población española se alineaba en contra del Frente Popular. Si a ello añadimos los fraudes electorales encaminados a privar de sus actas a diputados de centro y derecha difícilmente puede decirse que las izquierdas contaran con el respaldo de la mayoría de los votantes. A todo ello hay que sumar la existencia de irregularidades en provincias como Cáceres, La Coruña, Lugo, Pontevedra, Granada, Cuenca, Orense, Salamanca, Burgos, Jaén, Almería, Valencia y Albacete, entre otras, contra las candidaturas de derechas. Todo esto, finalmente, se traduciría en una aplastante —e injustificada— mayoría de escaños para el Frente Popular.

En declaraciones al Journal de Genéve, publicadas ya en 1937, sería nada menos que el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, el que reconociera la peligrosa suma de irregularidades electorales: «A pesar de los refuerzos sindicalistas, el Frente Popular obtenía solamente un poco más, muy poco, de 200 actas, en un Parlamento de 473 diputados. Resultó la minoría más importante, pero la mayoría absoluta se le escapaba. Sin embargo, logró conquistarla consumiendo dos etapas a toda velocidad, violando todos los escrúpulos de legalidad y de conciencia.

»Primera etapa: Desde el 17 de febrero, incluso desde la noche del 16, el Frente Popular, sin esperar el fin del recuento del escrutinio y la proclamación de los resultados, la que debería haber tenido lugar ante las Juntas Provinciales del Censo en el jueves 20, desencadenó en la calle la ofensiva del desorden, reclamó el Poder por medio de la violencia. Crisis: algunos gobernadores civiles dimitieron. A instigación de dirigentes irresponsables, la muchedumbre se apoderó de los documentos electorales: en muchas localidades los resultados pudieron ser falsificados.

»Segunda etapa: Conquistada la mayoría de este modo, fue fácil hacerla aplastante. Reforzado con una extraña alianza con los reaccionarios vascos, el Frente Popular eligió la Comisión de validez de las actas parlamentarias, la que procedió de una manera arbitraria. Se anularon todas las actas de ciertas provincias donde la oposición resultó victoriosa; se proclamaron diputados a candidatos amigos vencidos. Se expulsaron de las Cortes a varios diputados de las minorías. No se trataba solamente de una ciega pasión sectaria; hacer en la Cámara una convención, aplastar a la oposición y sujetar el grupo menos exaltado del Frente Popular. Desde el momento en que la mayoría de izquierdas pudiera prescindir de él, este grupo no era sino el juguete de las peores locuras.

»Fue así que las Cortes prepararon dos golpes de Estado parlamentarios. Con el primero, se declararon a sí mismas indisolubles durante la duración del mandato presidencial. Con el segundo, me revocaron. El último obstáculo estaba descartado en el camino de la anarquía y de todas las violencias de la guerra civil».

En otras palabras, las izquierdas —que ciertamente habían obtenido un importante pero insuficiente respaldo en las elecciones— falsearon el resultado electoral para asegurarse una mayoría absoluta a la que no se habían siquiera acercado. El uso de la violencia, del fraude, de la falsedad documental y del quebrantamiento de la legalidad electoral fueron considerados aceptables para llegar a esa meta. Se trataba de un innegable golpe de Estado. De esa manera, las elecciones de febrero de 1936 se convirtieron ciertamente en la antesala de un proceso revolucionario que había fracasado en 1917 y 1934, a pesar de su éxito notable en 1931.

Partiendo de tan endeble legitimidad —si es que tenía alguna— no puede extrañar que el Gobierno, constituido por republicanos de izquierdas, bajo la presidencia de Azaña para dar una apariencia de moderación, no tardara en lanzarse a una serie de actos de dudosa legalidad que formarían parte esencial de la denominada «primavera trágica de 1936». Mientras Lluís Companys, el golpista de octubre de 1934, regresaba en triunfo a Barcelona para hacerse con el Gobierno de la Generalidad, los detenidos por la insurrección de Asturias eran puestos en libertad en cuarenta y ocho horas y se obligaba a las empresas en las que, en no pocas ocasiones, habían causado desmanes e incluso homicidios, a readmitirlos. En paralelo, las organizaciones sindicales exigían en el campo subidas salariales de un cien por cien, con lo que el paro se disparó. Entre el 1 de mayo y el 18 de julio de 1936 el agro sufrió ciento noventa y dos huelgas. Más grave aún fue que el 3 de marzo los socialistas empujaran a los campesinos a ocupar ilegalmente varias fincas en el pueblo de Cenicientos. Fue el pistoletazo de salida para que la Federación —socialista— de Trabajadores de la Tierra quebrara cualquier vestigio de legalidad en el campo. El 25 del mismo mes, sesenta mil campesinos ocuparon tres mil fincas en Extremadura, un acto legalizado a posteriori por un Gobierno incapaz de mantener el orden público.

El 5 de marzo el Mundo Obrero, órgano del PCE, abogaba, pese a lo suscrito en el pacto del Frente Popular por el «reconocimiento de la necesidad del derrocamiento revolucionario de la dominación de la burguesía y la instauración de la dictadura del proletariado en la forma de soviets».

En paralelo, el Frente Popular desencadenaba una censura de prensa sin precedentes, que duró varios meses, en un intento nada oculto de privar de voz a la oposición. Así seguiría la situación hasta julio de 1936 en que, con el estallido de la guerra, la censura sería sustituida por el expolio y el exterminio de los medios no afectos al Frente Popular. A lo anterior se sumó la disolución masiva de los ayuntamientos que el Gobierno del Frente Popular consideraba hostiles o simplemente neutrales. El 2 de abril el PSOE llamaba a los socialistas, comunistas y anarquistas a «constituir en todas partes, conjuntamente y a cara descubierta, las milicias del pueblo». Ese mismo día, Azaña tuvo un enfrentamiento con el presidente de la República, Alcalá Zamora, y decidió derribarlo con el apoyo del Frente Popular. Lo consiguió el 7 de abril, alegando que había disuelto inconstitucionalmente las Cortes dos veces y logrando que éstas lo destituyeran con sólo cinco votos en contra. Por una paradoja de la Historia, Alcalá Zamora se veía expulsado de la vida política por sus compañeros de conspiración de 1930-1931 y sobre la base de un acto que, precisamente, les había abierto el camino hacia el poder en febrero de 1936. Las lamentaciones posteriores del presidente de la República no cambiarían en absoluto el juicio que merece por su responsabilidad en todo lo sucedido durante aquellos años.

El 10 de mayo de 1936 Azaña era elegido nuevo presidente de la República. A esas alturas, el mito de la victoria electoral del Frente Popular no sólo había quedado establecido sino que además era utilizado como coartada para acabar con el régimen constitucional y entrar abiertamente por la senda de la revolución. No era magro resultado para unas elecciones que, en realidad, no había ganado el Frente Popular. Esa victoria en las urnas no pasaba de ser una burda y violenta mentira que acabaría precipitando a la nación en una guerra civil.

Bibliografía

Resulta imposible sostener la limpieza de las elecciones que llevaron al poder al Frente Popular y, de hecho, Niceto Alcalá Zamora, el presidente de la Segunda República, fue muy claro al respecto. Los últimos estudios de interés sobre el tema son los de Stanley Payne, El colapso de la República, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005, y de Pío Moa, 1936 El asalto final a la República, Altera, Madrid, 2005. Desde distintos ángulos, en ambos se refleja muy documentadamente el proceso de deterioro revolucionario que acabó con la legalidad republicana y terminó provocando el alzamiento de julio de 1936. He abordado el tema de manera más breve en Checas de Madri. Nuevas Ediciones de Bolsillo, Barcelona, 2003; Paracuellos-Katyn, Libros Libres, Madrid, 2005, y La guerra que ganó Franco, Planeta, Barcelona, 2006.