LA monarquía parlamentaria de Alfonso XIII se vio sometida a una operación incansable de acoso y derribo prácticamente desde sus inicios. Los socialistas y los anarquistas aspiraban a su eliminación total y a su sustitución por diferentes formas de socialismo; los republicanos deseaban la implantación de una república, y los catalanistas —y posteriormente los nacionalistas vascos— soñaban con un plan de liquidación del Estado que, forzosamente, tenía que pasar por la destrucción del sistema de la monarquía liberal. Durante años, semejantes proyectos fracasaron vez tras vez, en parte, porque el sistema iba avanzando de una manera quizá no espectacular pero sí innegable y, en parte, porque las distintas fuerzas eran muy minoritarias —no hubo un diputado socialista hasta bien entrado el siglo XX y gracias a una conjunción con los republicanos— y actuaban de manera descoordinada. Esta situación experimentó un brusco final cuando, en 1917, republicanos, socialistas y catalanistas, con el apoyo de un sector del Ejército, descubrieron que tenían posibilidades ciertas de aniquilar el sistema parlamentario. El intento fracasó porque los catalanistas —un movimiento esencialmente burgués— temieron verse desbordados por los colectivos obreristas y porque el Ejército terminó plegándose, como era su obligación, al poder constitucional. Cuando a inicios de los años veinte se produjo el pronunciamiento del general Primo de Rivera, pudo dar incluso la impresión de que las fuerzas antisistema habían perdido la batalla. Los nacionalistas catalanes saludaron con inefable entusiasmo al general, del que esperaban que acabaría con el pistolerismo anarquista que se había adueñado de Barcelona —como, efectivamente, sucedió—, y también el PSOE se avino a colaborar con la dictadura de Primo de Rivera a la espera de que acabara con esos mismos anarquistas a los que no consideraba hermanos sino peligrosos rivales. De manera bien significativa, cuando concluyó la dictadura, nacionalistas catalanes y socialistas eran más fuertes y, sobre todo, estaban convencidos de que podían aniquilar el sistema parlamentario si jugaban sus cartas adecuadamente. Para llevar a cabo ese paso, no articularon una estrategia legalista sino, por el contrario, un entramado golpista que incluía a sectores concretos de las fuerzas armadas. Sin embargo, la conspiración contra el sistema parlamentario no incluyó sólo a socialistas, nacionalistas catalanes o republicanos.

Como ya vimos en una mentira anterior, en el verano de 1930 se concluyó el Pacto de San Sebastián donde se fraguó un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república.

La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid, a partir del mes siguiente, en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; un conjunto de militares golpistas y pro-republicanos (López Ochoa, Batet, Riquelme, Fermín Galán…) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá. El comité republicano fijó la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar un golpe militar que derribara la monarquía e implantara la república. El golpe, como ya tuvimos ocasión de ver, fracasó.

De hecho, a inicios de 1931, la república parecía una posibilidad ignota. El que esa posibilidad revolucionaria se convirtiera en realidad se iba a deber no a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales en abril de 1931.

Aunque la propaganda republicana presentaría posteriormente las elecciones municipales de abril de 1931 como un plebiscito popular en pro de la república, no existió jamás ningún tipo de razones para interpretarlas de esa manera. En ningún caso su convocatoria tuvo carácter de referéndum, ni mucho menos se trató de unas elecciones a Cortes Constituyentes. De hecho, la primera fase de las elecciones municipales, celebrada el 5 de abril, se cerró con los resultados esperados, es decir, salieron elegidos 14 018 concejales monárquicos y tan sólo 1832 republicanos. Con ese resultado electoral, en el que las candidaturas monárquicas fueron votadas siete veces más que las republicanas, no puede extrañar que tan sólo pasaran a control republicano un pueblo de Granada y otro de Valencia. Como era lógico esperar, en aquel momento nadie hizo referencia a un plebiscito popular y, menos que nadie, los republicanos, que habían sido literalmente aplastados por el veredicto de las urnas.

El 12 de abril de 1931 se celebró la segunda fase de las elecciones. De nuevo, los resultados fueron muy desfavorables para las candidaturas republicanas. De hecho, frente a 5775 concejales republicanos, los monárquicos obtuvieron 22 150, es decir, el voto monárquico prácticamente fue el cuádruplo del republicano. Desde cualquier lógica democrática, los republicanos deberían haber reconocido su clara derrota y prepararse para las futuras elecciones a Cortes en las que, dicho sea de paso, no podía esperarse que cambiaran aquéllos. Sin embargo, lo que sucedió fue totalmente distinto. Los políticos monárquicos, los miembros del Gobierno (salvo dos), los consejeros de palacio y los dos mandos militares decisivos —Berenguer y Sanjurjo— interpretaron la derrota en buena parte de las capitales de provincia como un apoyo extraordinario para la república y un desastre para la monarquía. El hecho de que la victoria republicana hubiera sido urbana —como en Madrid, donde el concejal del PSOE Saborit hizo votar por su partido a millares de difuntos— pudo contribuir a esa sensación de derrota, pero no influyó menos en el resultado final la creencia de que los republicanos podían dominar la calle y arrastrar al país a una cruenta revolución. Semejante apreciación no se correspondía con la realidad, dada la muy limitada fuerza republicana, pero tuvo un peso decisivo en el desarrollo de los acontecimientos sobre los que se proyectaba, de manera muy consciente, la sombra de lo que había sucedido en Rusia tan sólo catorce años antes.

Durante la noche del 12 al 13 de abril el general Sanjurjo, a la sazón al mando de la Guardia Civil, dejó de manifiesto por telégrafo que no contendría un levantamiento contra la monarquía. Aquella afirmación constituía una gravísima dejación de los deberes encomendados. Pero quizá más grave fue el hecho de que los dirigentes republicanos supieran inmediatamente lo que pensaba hacer el general, gracias a los empleados de correos adictos a su causa. Batidos incuestionablemente en el terreno electoral, los republicanos eran conscientes de que se enfrentaban con un sistema al que se negaban defender las propias instituciones encargadas legalmente de esa tarea. Ese conocimiento de la debilidad de las instituciones constitucionales explica sobradamente la reacción republicana cuando Romanones y Gabriel Maura —con el expreso consentimiento del monarca— ofrecieron al comité revolucionario unas elecciones a Cortes Constituyentes. A esas alturas, sus componentes habían captado el miedo del adversario y no sólo rechazaron la propuesta sino que exigieron la marcha del rey antes de la puesta de sol del 14 de abril, sabedores de que si la monarquía se reponía de aquel espejismo nunca se proclamaría una república cuyos candidatos habían sido derrotados clamorosamente en las elecciones celebradas unas horas antes. Para caldear el ambiente, los dirigentes republicanos convocaron manifestaciones que presentaron a los políticos monárquicos como espontáneas e incontrolables y cuya finalidad era aterrorizar a cualquiera que pretendiera hacerles frente.

Por añadidura, Alfonso XIII no manifestó voluntad de resistir, sumido como estaba en la depresión más profunda a causa de la muerte de su madre unos meses antes y viendo cómo su esposa se hallaba lógicamente aterrada ante la posibilidad de acabar como la familia imperial rusa —parientes suyos, por otro lado—, fusilada por un pelotón revolucionario. Al fin y a la postre, los políticos constitucionalistas se rindieron ante los republicanos y con ellos el monarca, que no deseaba bajo ningún pretexto el estallido de una guerra civil. De esa manera, el sistema constitucional desaparecía de una manera más que dudosamente legítima y se proclamaba la Segunda República.

Aunque este hecho estuvo rodeado de un considerable entusiasmo de una parte de la población, lo cierto es que, observada la situación objetivamente y con la distancia que proporciona el tiempo, no se podía derrochar optimismo. Los vencedores de la revolución se iban a sentir hiperlegitimados para tomar decisiones futuras que pasaran por encima del resultado de las urnas y no dudarían en reclamar el apoyo de la calle cuando el sufragio les fuera hostil. Semejante comportamiento tenía una lógica innegable porque, a fin de cuentas, ¿no había sido en contra de la aplastante mayoría de los electores como habían alcanzado el poder? A ese punto de arranque iba a unirse que, globalmente considerados, los vencedores de la revolución estaban constituidos por un pequeño y fragmentado número de republicanos que procedían en su mayoría de las filas monárquicas; dos grandes fuerzas obreristas —socialistas y anarquistas— que contemplaban la república como una fase hacia la utopía que debía ser surcada a la mayor velocidad; los nacionalistas —especialmente catalanes— que ansiaban descuartizar la unidad de la nación y que se apresuraron a proclamar el mismo 14 de abril la República catalana y el Estado catalán, y una serie de pequeños grupos radicales de izquierdas que acabarían teniendo un protagonismo notable, como era el caso del Partido Comunista. En su práctica totalidad, su punto de vista era utópico, bien identificaran esa utopía con la república implantada, con la consumación revolucionaria posterior o con la independencia; en su práctica totalidad, carecían de preparación política y, sobre todo, económica, para enfrentarse con los retos que tenía ante sí la nación y, por añadidura, adolecían de un virulento sectarismo político y social que no sólo excluía de la vida pública a considerables sectores de la población española sino que también plantearía irreconciliables diferencias entre ellos. Así, la república iba a nacer de una absoluta falta de legitimidad democrática y, por añadidura, estaría inficionada desde su nacimiento con una serie de males que acabarían determinando su fracaso y, finalmente, el estallido de una guerra civil. No puede sorprender a nadie semejante resultado, ya que los republicanos no habían ganado aquellas elecciones municipales de abril de 1931 sino que, por el contrario, las habían perdido estrepitosamente, por más que la mentira de la victoria republicana no haya dejado de repetirse.