LA Primera República fue un episodio efímero y profundamente lamentable de la Historia española del siglo XIX. Durante su breve duración, no sólo los escasos republicanos de la época fueron incapaces de articular un sistema político viable, sino que además la nación se vio amenazada por la posibilidad de verse desintegrada por episodios como el del cantón de Cartagena e, incluso, estuvo a punto de degenerar en una dictadura armada bajo Castelar. El fracaso republicano —que, a su vez, había sido precedido por otro fiasco monárquico en la persona de Amadeo de Saboya— acabó desembocando en una restauración borbónica. El sistema creado entonces pretendía copiar el que existía en Gran Bretaña y, en buena medida, lo consiguió. Dos partidos, liberal y conservador, se alternaron en el poder mientras la nación intentaba modernizarse y superar las secuelas de la invasión francesa de 1808-1813 y de las convulsiones decimonónicas. El logro de esa meta se vio obstaculizado por un conjunto de fuerzas antisistema dotadas de una ideología utópica. A pesar de sus enormes diferencias, todas ellas compartían un feroz antiparlamentarismo, una clara oposición a la monarquía, un carácter muy minoritario y una muy reciente aparición en la Historia. No otro sería el carácter de los nacionalistas catalanes y, después, vascos, de los socialistas y anarquistas, y, por supuesto, de los diversos grupúsculos republicanos.

En los inicios del siglo XX, el peso social de todas estas fuerzas era reducido, pero, a pesar de todo, tenían la resolución de aniquilar el sistema constitucional y sustituirlo por sus respectivas utopías, que iban de la dictadura del proletariado socialista al jacobinismo republicano pasando por la independencia de regiones españolas en un régimen idealizado. Partiendo de esa base, las fuerzas antisistema de carácter republicano pensaron ya desde esa época en una toma del poder no democrática sino apoyada en el ejército, en la subversión de la calle y en la agitación mediática, que les permitiera acabar con la monarquía y abrir cauce hacia sus bien poco compatibles metas. Una clara manifestación de esa visión política fue la denominada Revolución de 1917.

Su origen puede retrotraerse al acuerdo de acción conjunta que la UGT socialista y la CNT anarquista habían concluido a mediados de 1916. El 20 de noviembre, ambas organizaciones suscribieron una Alianza que se tradujo, el 18 de diciembre, en un pacto para ir a la huelga general. La misma tuvo lugar, pero no logró obligar al conde de Romanones, a la sazón presidente del Consejo de Ministros, a aceptar sus puntos de vista. La reacción de ambos sindicatos fue celebrar una nueva reunión el 27 de marzo de 1917 en Madrid, en la que se acordó la publicación de un manifiesto conjunto. Lo que iba a producirse entonces iba a ser una dramática conjunción de acontecimientos que, por un lado, manifestaron la imposibilidad del Gobierno para controlar la situación y, por otro, derivaron en la unión de una serie de fuerzas decididas a rebasar el sistema constitucional sin ningún género de escrúpulo legal. Así, a la alianza socialista-anarquista se sumaron las Juntas Militares de Defensa —la inevitable conexión militar—, creadas por los militares a finales de 1916 con la finalidad de conseguir determinadas mejoras de carácter profesional, y los catalanistas de Cambó, que no estaban dispuestos a permitir que el Gobierno de Romanones sacara adelante un proyecto de ley que, defendido por Santiago Alba, ministro de Hacienda, pretendía gravar los beneficios extraordinarios de guerra.

Frente a la alianza anarquista-socialista, con apoyo militar y catalanista, la reacción del Gobierno presidido por Romanones —que temía un estallido revolucionario, que conocía los antecedentes violentos de ambos colectivos y que ya tenía noticias de la manera en que el zar había sido derrocado en Rusia— fue suspender las garantías constitucionales, cerrar algunos centros obreros y proceder a la detención de los firmantes del manifiesto. Seguramente, el Gobierno había actuado con sensatez, pero esta acción, unida a la imposibilidad de imponer el proyecto de Alba, derivó en una crisis que concluyó en la dimisión de Romanones y de su gabinete.

El propósito del catalanista Cambó consistía no sólo en defender los intereses de la alta burguesía catalana, sino también en articular una alianza con partidos vascos y valencianos de tal manera que todo el sistema político constitucional saltara por los aires. En mayo, la acción de las Juntas de Defensa contribuyó enormemente a facilitar los proyectos de Cambó. A finales del citado mes, el Gobierno, presidido ahora por García Prieto, decidió detener y encarcelar a la Junta Central de los militares, que no sólo buscaba mejoras económicas sino también reformas concretas. Las Juntas de jefes y oficiales respondieron a la acción del Gobierno con un manifiesto que significó el regreso a una situación aparentemente liquidada por el sistema constitucional de la Restauración: la participación del poder militar en la vida política.

El Gobierno de García Prieto no se sintió con fuerza suficiente para hacer frente a los militares y optó por la dimisión. Un nuevo Gobierno conservador, sostenido en Dato y Sánchez Guerra, aprobó el reglamento de las Juntas Militares y puso en libertad a la Junta central. La consecuencia inmediata de esa acción fue que no pocos llegaran a la conclusión de que el sistema era incapaz de mantenerse en pie, y que había llegado a tal grado de descomposición que aquellos mismos que debían defenderlo de la subversión no habían dudado en utilizar el rebasamiento de la legalidad que caracterizaba a los movimientos anarquista y socialista.

El hecho de que las Juntas de Defensa parecieran estar en condiciones de poner en jaque el aparato del Estado llevó a Cambó a reunir una asamblea de parlamentarios en Barcelona bajo la presidencia de su partido, la Liga Catalanista. Su intención era valerse de las fuerzas antisistema para forzar a una convocatoria de Cortes que se tradujera en la redacción de una nueva Constitución. El canto de muertos del sistema constitucional parecía inevitable, y era entonado por todos sus enemigos: catalanistas, anarquistas, republicanos y socialistas. En el caso de estos últimos, se aceptó su participación en el Gobierno con la finalidad expresa de acabar con la monarquía, liquidar la influencia del catolicismo en la política nacional y eliminar a los partidos constitucionales de la vida política. Además, para desencadenar la revolución, los socialistas llegaron a un acuerdo con los anarquistas que se tradujo en la división del país en tres regiones. Sin embargo, incluso dada la creciente debilidad del sistema parlamentario, pronto iba a quedar claro que sus enemigos —a pesar de su insistencia en que representaban la voluntad del pueblo— carecían del respaldo popular suficiente para liquidarlo.

El 19 de julio tuvo lugar la disolución de la Asamblea de parlamentarios. Sólo en Asturias consiguieron los revolucionarios prolongar durante algún tiempo la resistencia, pero la suerte estaba echada. Mientras el comité de huelga —Saborit, Besteiro, Largo Caballero y Anguiano— era detenido, algunos dirigentes republicanos, como Lerroux, se escondían o ponían tierra por medio. Mientras tanto, los catalanistas de Cambó habían reculado cínicamente. Estaban dispuestos a liquidar el sistema constitucional, pero temían una revolución obrerista, de manera que rehusaron apoyar a los socialistas y anarquistas y, posteriormente, condenarían aquellas acciones. La reacción no resulta tan extraña si se tiene en cuenta que los socialistas habían trasladado alijos de armas y municiones —«yo transporté armas y municiones en Bilbao, yo personalmente», diría Indalecio Prieto poco después en las Cortes— con la intención de apoyar la revolución con las bocas de los fusiles. No iba a ser, por otra parte, la última vez que lo harían para derrocar un Gobierno legítimamente nacido de las urnas. A pesar de todo, el castigo como consecuencia del fracaso de la revolución no resultó riguroso e incluso se produjo una campaña a favor de la amnistía de los revolucionarios y, en noviembre de 1917, fueron elegidos concejales de Madrid los cuatro miembros del comité de huelga. Se trataba de una utilización del sistema constitucional para burlar la acción de la justicia que volvería a repetirse en febrero de 1918 cuando fueron elegidos a diputados Indalecio Prieto, por Bilbao; Besteiro, por Madrid; Anguiano, por Valencia; Saborit, por Asturias y Largo Caballero por Barcelona. De momento, las variopintas fuerzas republicanas habían fracasado en su intento de aniquilar de manera nada democrática el sistema constitucional. No iba a ser la última vez.

El resultado de la fallida revolución de 1917 fue, posiblemente, mucho más relevante de lo que se ha pensado durante décadas. La derrota de anarquistas, socialistas, nacionalistas, republicanos y socialistas, y, sobre todo, la benevolencia con que fueron tratados por el sistema parlamentario no se tradujeron en su integración en éste. Por el contrario, ambas circunstancias crearon en ellos la convicción de que eran lo suficientemente fuertes para acabar con el parlamentarismo y que éste, sin embargo, era débil y, por lo tanto, fácil de aniquilar. Para ello, la batalla no debía librarse en un Parlamento fruto de unas urnas que no iban a dar el poder a las izquierdas porque éstas carecían del suficiente respaldo popular, sino en la calle, erosionando un sistema que, tarde o temprano, se desplomaría. En otras palabras, las fuerzas republicanas no creían en una conquista democrática del poder sino en una visión golpista —calificada eufemísticamente de revolucionaria— que colocara los resortes de la política nacional en sus manos.

No podemos detenernos a examinar meticulosamente los últimos años de la monarquía parlamentaria. Sin embargo, debe señalarse que el análisis llevado a cabo por los miembros de la visión antisistema republicana pareció verse confirmado por los hechos. Hasta 1923 todos los intentos del sistema parlamentario de llevar a cabo las reformas que necesitaba la nación se vieron bloqueados en la calle por la acción de republicanos, socialistas, anarquistas y nacionalistas que no llegaron a plantear en ninguno de los casos una alternativa política realista y coherente sino que, únicamente, se dedicaron a desacreditar la monarquía constitucional y a apuntar a un futuro que sería luminoso simplemente porque en él se daría la república, la dictadura del proletariado o la independencia de Cataluña.

La dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) —un intento de atajar los problemas de la nación partiendo de una idea concebida sobre la base de una magistratura similar a la de la antigua Roma— fue simplemente un paréntesis en el proceso revolucionario. De hecho, durante la misma, la represión se dirigió contra los anarquistas, mientras, el PSOE y la UGT fueron tratados con enorme benevolencia —siguiendo la política de Bismarck con el SDP alemán—, y Largo Caballero, que fue consejero de Estado de la dictadura, y otros veteranos socialistas llegaron a ocupar puestos de considerable relevancia en la administración del Estado. Con todo, el final de la década vino marcado por la concreción de un sistema conspirativo republicano que, a pesar de su base social minoritaria, acabaría teniendo éxito.

Desde febrero a junio de 1930 resultó obvio que conocidas figuras hasta entonces identificadas con la monarquía parlamentaria, como Miguel Maura Gamazo, José Sánchez Guerra, Niceto Alcalá Zamora, Ángel Ossorio y Gallardo y Manuel Azaña, habían abandonado su defensa para pasarse al republicanismo y, de manera apenas oculta, al golpismo. Finalmente, en el verano de 1930, se concluyó el Pacto de San Sebastián donde se fraguó un comité conspiratorio oficial destinado a acabar con la monarquía parlamentaria y sustituirla por una república. La importancia de este paso puede juzgarse por el hecho de que los que participaron en la reunión del 17 de agosto de 1930 —Lerroux, Azaña, Domingo, Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco Formiguera, Mallol, Ayguades, Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos…— se convertirían unos meses después en el primer Gobierno provisional de la República.

La conspiración republicana comenzaría a actuar desde Madrid, a partir del mes siguiente, en torno a un comité revolucionario presidido por Alcalá Zamora; con un conjunto de militares golpistas y pro-republicanos (López Ochoa, Batet, Riquelme, Fermín Galán…) y un grupo de estudiantes de la FUE capitaneados por Graco Marsá. Por si fuera poco —y como había sucedido en las décadas anteriores—, la masonería prestó su ayuda con enorme entusiasmo, convencida de que tenía al alcance de la mano la posibilidad de crear un régimen a hechura suya. Con todo, debe señalarse que el movimiento republicano quedaba reducido a minorías, ya que incluso la suma de afiliados de los sindicatos UGT y CNT apenas alcanzaba al veinte por ciento de los trabajadores y el PCE, nacido unos años atrás de una escisión del PSOE, era minúsculo. En un triste precedente de acontecimientos futuros, el comité republicano fijó la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar un golpe militar que derribara la monarquía e implantara la república. Resulta difícil creer que el golpe hubiera podido triunfar, pero el hecho de que los oficiales Fermín Galán y Ángel García Hernández decidieran adelantarlo al 12 de diciembre sublevando a la guarnición militar de Jaca tuvo como consecuencia inmediata que pudiera ser abortado por el Gobierno.

Juzgados en consejo de guerra y condenados a muerte, el Gobierno acordó no solicitar el indulto de los golpistas y, el día 14, Galán y García Hernández fueron fusilados. El intento de sublevación militar republicana llevado a cabo el día 15 de diciembre en Cuatro Vientos por Queipo de Llano y Ramón Franco no cambió en absoluto la situación. Por su parte, los miembros del comité conspiratorio huyeron (Indalecio Prieto), fueron detenidos (Largo Caballero) o se escondieron (Lerroux, Azaña).

En aquellos momentos, el sistema parlamentario podría haber desarticulado con relativa facilidad el movimiento golpista formado por los republicanos, mediante el sencillo expediente de exponer ante la opinión pública su verdadera naturaleza a la vez que procedía a juzgar a una serie de personajes que, en román paladino, habían intentado derrocar el orden constitucional mediante la violencia armada de un golpe de Estado. No lo hizo. Por el contrario, la clase política de la monarquía constitucional quiso optar precisamente por el diálogo con los que deseaban su fin. Buen ejemplo de ello es que cuando Sánchez Guerra recibió del rey Alfonso XIII la oferta de constituir Gobierno, lo primero que hizo fue personarse en la cárcel Modelo para ofrecer a los miembros del comité revolucionario encarcelados sendas carteras ministeriales. Con todo, como confesaría en sus Memorias. Azaña, la república parecía una posibilidad ignota. El que se convirtiera en realidad se iba a deber no a la voluntad popular sino a una curiosa mezcla de miedo y de falta de información. La ocasión sería la celebración de unas elecciones municipales en abril de 1931. Tras las mismas, que perdieron clamorosamente los republicanos, éstos, de manera antidemocrática, lograron provocar un cambio de régimen. Y es que los republicanos españoles no eran demócratas sino antisistema, utópicos y convencidos de que gozaban de una legitimidad derivada de su superioridad moral y política. Ese sentimiento de hiperlegitimidad les permitía, a su juicio, derrocar un sistema parlamentario y sustituirlo por otro que abriera el camino a sus respectivas utopías. Su carencia de convicción democrática y sus objetivos incompatibles explican sobradamente las terribles convulsiones y el fracaso final que experimentó la Segunda República.

Bibliografía

A pesar de toda la mitología —interesada y acrítica— sobre la Segunda República española, lo cierto es que el carácter escasamente democrático de sus principales protagonistas está ampliamente documentado. De hecho, basta leer algunas de sus memorias —empezando por Azaña— para percatarse de ello. Los personajes de la República vistos por ellos mismos, Encuentro Ediciones, Barcelona, 2000, de Pío Moa, constituye un texto de referencia al respecto, como también lo es la Historia actualizada de la Segunda República y de la Guerra de España, Fénix, Getafe, 2003, de Ricardo de la Cierva, o el clásico indispensable de B. Bolloten, La guerra civil española. Revolución y contrarrevolución, Alianza Editorial, Madrid, 1989. De manera más condensada he abordado el tema en Checas de Madri. Nuevas Ediciones de Bolsillo, Barcelona, 2003; Paracuellos-Katyn, Libros Libres, Madrid, 2005, y La guerra que ganó Franco, Planeta, Barcelona, 2006.