EL uso del gas con fines letales es relativamente reciente en términos históricos. De hecho, hunde sus raíces en esa espantosa carnicería que fue la Primera Guerra Mundial. Se usó por primera vez durante la segunda batalla de Ypres, del 22 de abril al 25 de mayo de 1915. Lo hicieron las fuerzas alemanas y el gas utilizado fue el clorhídrico asfixiante. No puede decirse que la nueva arma tuviera un peso decisivo en la batalla ya que, tras cinco semanas de lucha, los alemanes se vieron obligados a poner fin a la ofensiva tras sufrir no menos de treinta y cinco mil bajas. A pesar de todo, los efectos del gas habían resultado tan sobrecogedores que, a partir de ese momento, desempeñó un papel considerable dentro del armamento de ambos ejércitos. Las consecuencias fueron verdaderamente espantosas. Así, por ejemplo, durante la tercera batalla de Ypres o Passchendaele, que se libró del 31 de julio al 10 de noviembre de 1917, los alemanes recurrieron al uso del gas mostaza con terribles consecuencias para sus enemigos británicos. Los soldados muertos por su causa seguramente llegaron a ser decenas de miles, pero, al fin y a la postre, este recurso no implicó un incremento cualitativo de las posibilidades de victoria. A decir verdad, si finalmente los aliados emergieron triunfantes del conflicto se debió a un empleo masivo de materiales convencionales entre los que el gas apenas tuvo peso.

Con todo, como siempre, una cosa fue la realidad histórica y otra bien distinta la memoria que guardaron de ella los participantes. Durante la Guerra Civil española, sólo el denominado bando republicano barajó la idea de usar el gas, pero los encargados de obtener este arma letal —miembros de la Esquerra Republicana de Cataluña— no lograron hacerse con ella. Por lo que se refiere a la Segunda Guerra Mundial, el recuerdo del gas iba a pesar espantosamente en la mente de los antiguos combatientes, hasta el punto de que se evitaría su uso precisamente para impedir que el adversario recurriera al mismo. Sin embargo, durante esa conflagración el gas fue utilizado de una manera que opacó el horror de las batallas de Ypres o del Somme. Y es que dejó de tener uso militar para emplearse contra civiles indefensos. Sin embargo, y en contra de una opinión común, no fueron Hitler ni los nacional-socialistas alemanes los primeros en recurrir al gas para exterminar a no combatientes.

En realidad, semejante utilización fue muy primitiva y vino de la mano de una ideología —la bolchevique— que se consideraba totalmente legitimada para exterminar a segmentos enteros de la población con tal de conseguir sus fines. Como el propio Lenin reconocería vez tras vez, el socialismo sólo podría asentarse mediante el denominado «terror de masas» y desde el golpe de octubre de 1917 el dirigente bolchevique se aplicó en llevar a la práctica semejante postulado. Su orden de 26 de junio de 1918, por ejemplo, convirtió los campos de concentración —junto con los fusilamientos masivos e indiscriminados— en una parte esencial de ese terror, adelantándose a Hitler en década y media. Algo muy similar sucedió con el gas. En contra de lo sustentado por la propaganda de izquierdas, la mayor resistencia contra Lenin y sus seguidores no procedió de las clases altas ni tampoco de la burguesía sino de sectores de la población de extracción muy humilde. Entre ellos ocuparon un papel especialmente relevante los campesinos. Lejos de considerar que el bolchevismo fuera un adelanto social, en su inmensa mayoría opinaban que no era sino una forma de despojo del fruto de su trabajo, más despótica que la vivida bajo los zares y llevada a cabo por gente que ignoraba totalmente en qué consistía la vida rural. Los intentos de imponer el bolchevismo en el agro tuvieron, pues, como consecuencia directa, el desencadenamiento de revueltas no pocas veces desesperadas.

Lenin intentó quebrantar en primer lugar la resistencia campesina recurriendo a medidas represivas de carácter policial, pero no tardó en comprobar que sería precisa la intervención del Ejército Rojo para liquidar los focos rebeldes. Sin embargo, para sorpresa suya, ni siquiera unas tropas dotadas de armamento moderno lograron imponerse, en parte, por el apoyo que la población prestaba a los sublevados y, en parte, por la propia geografía rusa que propiciaba la huida y el guarecimiento de los mismos en zonas boscosas. Al cabo de unos meses, no eran sólo combatientes sino poblaciones enteras las que buscaban abrigo en los bosques. ¿Cómo se podía hacer frente a esa resistencia? Lenin llegó a la conclusión de que exterminándola en el sentido más literal y que para ello la utilización del gas podía constituir un instrumento insuperable. El 27 de abril de 1921 el Politburó presidido por Lenin nombró a Tujashevsky comandante en jefe de la región de Tambov, con órdenes de acabar con la revuelta campesina en un mes y de informar semanalmente de los progresos conseguidos.

Tujashevsky no logró el éxito rápido que ansiaba Lenin, a pesar de contar con más de cincuenta mil soldados a sus órdenes. Entonces, el 12 de junio de 1921, dictó órdenes en las que establecía el uso de gas para acabar con las poblaciones escondidas en el bosque. En la orden en cuestión se indicaba que «debe hacerse un cálculo cuidadoso para asegurar que la nube de gas asfixiante se extienda a través del bosque y extermine todo lo que se oculte allí». A continuación, se estipulaba que debía entregarse «el número necesario de bombas de gas y los especialistas necesarios en las localidades». Los fusilamientos en masa, las deportaciones indiscriminadas y el uso del gas contra poblaciones civiles acabaron con la rebelión de Tambov en mayo de 1922, es decir, más de un año después de la designación de Tujashevsky. Aún faltaba un lustro para que Hitler mencionara en Mein Kampf la posibilidad de utilizar el gas venenoso para matar a «unos millares de judíos» y casi dos décadas para Auschwitz.

Sin embargo, ni siquiera cuando los padres de la patria socialista se asentaron sin discusión alguna en el poder abandonaron el uso del gas para asesinar a los considerados enemigos políticos. A partir del año 1937 el profesor Grigori Mairanovsky, especialista en tóxicos, dirigió un servicio especial del NKVD —la antigua Cheká y antecedente directo del KGB— denominado el Laboratorio X. La finalidad de este organismo era ejecutar a disidentes, por orden directa del gobierno, recurriendo a inyecciones letales. El Laboratorio X funcionó con seguridad de 1937 a la década de los años cincuenta en la URSS, pero continuó desempeñando sus funciones en el extranjero hasta los años setenta. Mairanovsky cayó en desgracia en 1951 y fue detenido. Desde su celda intentó obtener la liberación, y en una carta a Beria le recordó que «por mi mano han sido ejecutados docenas de enemigos jurados del poder soviético, especialmente nacionalistas de todo pelaje». La noticia era ciertamente grave, pero en 1990 saltó a la luz un dato aún más escalofriante. Las cámaras de gas ambulantes —que tan terriblemente fueron utilizadas por los nacional-socialistas alemanes durante la Segunda Guerra Mundial— no habían sido inventadas por los seguidores de Hitler sino por el NKVD soviético en 1937. Precisamente, en la época en que el NKVD experimentaba con nuevos tipos de tortura en la España del Frente Popular, usaba en la URSS las dushegubki, cámaras de gas ambulantes. Su inventor, por una de esas terribles ironías de la Historia, fue un judío llamado Isai Davidovich Berg, jefe del Servicio Económico del NKVD en la región de Moscú. De manera bien reveladora, Berg creó las cámaras de gas ambulantes por una razón similar a la que impulsaría a las SS a recurrir al gas: los fusilamientos no eran un método suficientemente rápido para acabar con los detenidos. Berg —otra ironía histórica— fue ejecutado en 1939 en el curso de una de las purgas estalinistas, pero en 1956 resultó rehabilitado con todos los honores. No resulta sorprendente, ya que hasta el fin de sus días había sido un socialista ejemplar.

En cualquiera de los casos, la realidad histórica es irrefutable. Todos y cada uno de los horrores perpetrados por el nacional-socialismo alemán de Hitler —la red de campos de concentración, la utilización del gas para asesinar a civiles, incluso las cámaras de gas ambulantes— fueron precedidos en años, incluso en décadas, por los bolcheviques que elevaron la Gran Patria del socialismo. Atribuir, por lo tanto, el primer uso del gas como arma de exterminio de civiles a Hitler es una mentira histórica.

Bibliografia

Sobre el Laboratorio X, véase P. Sudoplatov, Spetsoperatsii: Lubianka i Krieml 1930-1950 gody, 1997, especialmente las pp. 440 y ss. La carta de Mairanovsky a Beria fue publicada en Izvestia, 16 de mayo de 1992, p. 6. La historia de Isai Davidovich Berg ha sido narrada por E. Zhirnov, «Protsedura kazni nosila omerziletlnyi jarakter», en Komsomolskaya Pravda, 28 de octubre de 1990.