El juicio había acabado rápidamente, de modo que Monk llegó a casa más temprano de que costumbre. El ambiente era claro y brillante y la tarde de febrero se prolongaba sin nubes, sólo estelas de humo que cruzaban desleídas en el cielo. Iba a helar, y al apearse del bus las losas que pisó ya presentaban una fina película de escarcha. Pero el aire olía a limpio y acarreaba el sabor dulce de la victoria. El sol estaba bajo y su reflejo en los pálidos lechos del río le deslumbraba. Los mástiles de los barcos eran un calado negro, como de hierro forjado, contra los ricos colores del horizonte más allá de los tejados.
Enfiló a paso rápido Union Road hasta Paradise Street y subió el breve sendero que conducía a su casa. En cuanto estuvo dentro llamó a Hester.
Ella sin duda percibió el tono triunfal de su voz. Con cara de entusiasmo apareció en lo alto de la escalera procedente del dormitorio donde había estado haciendo compañía a Scuff.
—¡Hemos ganado! —dijo Monk subiendo la escalera de dos en dos. La abrazó y la hizo girar besándole la boca, el cuello, la mejilla y la boca otra vez—. ¡Lo hemos ganado todo! Sixsmith sólo ha sido condenado por intento de soborno y le han impuesto una multa. Todo el mundo sabía que Argyll era culpable y probablemente, a estas alturas, ya lo habrán arrestado. No me quedé a verlo. Rathbone estuvo genial, soberbio. Margaret estaba tan orgullosa de él que irradiaba felicidad.
La puerta del dormitorio estaba abierta y Scuff los miraba desde la cama apoyado contra las almohadas. Seguía viéndose muy limpio y de un rosa nada habitual. Su pelo era ciertamente mucho más rubio de lo que Monk había supuesto. Al parecer Scuff ya se había olvidado de la puntilla de su camisón e incluso de que en realidad fuese de Hester. El hombro tenía que dolerle, pero a eso también le restaba importancia. Ahora le brillaban los ojos, pues esperaba con ansia que le contaran cuanto había que contar.
Hester condujo a Monk al dormitorio y se sentó en la cama para que les relatara lo ocurrido a los dos.
—¡Ha ganado! —dijo Scuff excitado—. ¿Cogerán a Argyll por matar al pobre Havilland y a la señorita Mary? ¿Van a enterrarlos como es debido?
—Sí —dijo Monk simplemente.
Los ojos de Scuff resplandecían. Estaba sentado cerca de Hester con bastante naturalidad. Ninguno de los dos parecía ser consciente de ello.
—¿Cómo lo hizo? —preguntó Scuff ávido de información. Habría dado cualquier cosa por estar presente y verlo con sus propios ojos.
—¿Te apetece una taza de té antes de que empecemos? —propuso Hester.
Scuff la miró con absoluta incomprensión.
Monk puso los ojos en blanco.
Hester sonrió.
—¡De acuerdo! ¡Pues entonces no pidas nada hasta que nos lo haya contado todo, palabra por palabra!
Monk comenzó por explicar el desarrollo de la vista, relatándola como una historia de aventuras con todo lujo de detalles, atento a la expresión de sus caras y pasándolo en grande. Describió la sala del tribunal, el juez, los miembros del jurado, los hombres y mujeres del público y cada uno de los testigos. Scuff apenas respiraba; se olvidaba incluso de pestañear.
Monk les contó cómo había subido la escalera del estrado y mirado al tribunal reunido debajo de él; cómo Sixsmith había alargado el cuello en el banquillo y Rathbone había hecho las preguntas que condujeron al veredicto final.
—Describí ese hombre al detalle —dijo recordándolo con dolorosa claridad—. No se oía una mosca en toda la sala…
—¿Sabían que era el hombre que había matado al señor Havilland? —susurró Scuff—. ¿Les contó cómo era la alcantarilla?
—Pues claro. He explicado cómo dimos con él por primera vez y cómo se volvió y te disparó. Eso les ha horrorizado —contestó Monk con sinceridad—. Les he descrito la oscuridad, el agua y las ratas.
A Scuff se le escapó un breve escalofrío. Sin darse cuenta, quizás al recordar el terror, se arrimó una pizca más a Hester. Ella no pareció darse cuenta aunque algo cambió en sus labios, como si quisiera sonreír pero supiera que no debía permitir que Scuff lo viera.
—¿Subió a declarar Jenny Argyll? —preguntó Hester.
—Sí. —Monk cruzó con ella una mirada de agradecimiento y recordó el coste que Rose Applegate había pagado—. Lo ha contado todo. Argyll lo negó, por supuesto, pero nadie le creyó. Si hubiese mirado los rostros de los jurados habría previsto su condena en ese mismo momento.
De pronto se dio cuenta de lo tajante que era lo que acababa de decir. Habían conseguido algo aparentemente imposible. Sixsmith era libre y la ley sabía que Alan Argyll era culpable.
—Es curioso —dijo Hester en voz alta—. Nunca sabremos cómo se llamaba.
—¿El autor material de la muerte de James Havilland? Pues no —corroboró Monk—. Pero era sólo el medio para alcanzar un fin y ahora, de todos modos, está muerto. Lo que importa es que el hombre que había detrás será justamente castigado y que tal vez a partir de ahora se tracen con más cuidado los túneles de las nuevas alcantarillas, o al menos que se avance con más precaución.
—¿Y presentarán cargos contra Argyll? —insistió Hester—. ¿Para que Mary Havilland reciba sepultura como es debido… y su padre también?
—Me aseguraré de que así sea —dijo Monk dándole a la afirmación la categoría de una promesa. Al ver la cariñosa mirada de Hester, supo que ella lo había interpretado así.
—¿Prestó declaración Sixsmith? —preguntó Hester interrumpiendo el hilo de sus pensamientos—. Lo explicaría todo. Parecía un hombre honesto, un poco rudo tal vez, pero el suyo es un oficio rudo. Me pareció que… que sentía las cosas profundamente.
Monk sonrió.
—¡Ya lo creo! Siempre es un riesgo hacer subir al acusado al estrado, pero lo ha hecho muy bien. Ha descrito exactamente lo ocurrido, cómo Argyll le entregó el dinero y para qué le dijo que era: para sobornar a los alcantarilleros que causaban problemas. Todo encajaba y saltaba a la vista que el jurado lo creía así.
Recordó el semblante de Sixsmith en el estrado al decirlo.
—Ha dicho que no sabía qué aspecto tenía y que se sentó a esperar. El hombre le reconoció enseguida y fue hacia él. Era bastante alto, delgado, con el pelo negro tapándole el cuello y… —Se calló en seco. La habitación se puso a dar vueltas. De repente sintió los miembros lejanos y fríos, como si pertenecieran a otra persona. ¡Sixsmith había descrito al asesino tal como era cuando lo mataron! No como cuando Melisande Ewart lo había visto la noche de la muerte de Havilland, o como sin duda era un par de días antes del crimen.
—¿Qué ocurre, William? ¿Qué has visto?
Era la voz de Hester llamándolo desde una gran distancia. Parecía asustada. Scuff estaba pegado a ella, con ojos como platos, haciéndose eco de su emoción.
Cuando Monk habló lo hizo con la boca seca.
—Sixsmith ha dicho que llevaba el pelo largo. Ha jurado que lo había visto una sola vez, dos días antes de la muerte de Havilland. Entonces lo llevaba mucho más corto. La señora Ewart dijo que por encima del cuello, pero cuando yo lo hallé muerto los cabellos ya se lo tapaban.
Hester le miraba fijamente mientras el horror le iba llenando los ojos.
—¿Quieres decir que Sixsmith vio a ese hombre… poco antes de que muriera? Entonces…
Se interrumpió, incapaz de formular el pensamiento en voz alta.
—Él lo mató —dijo Monk por ella—. Argyll estaba diciendo la verdad. Probablemente dio a Sixsmith el dinero para sobornar a los alcantarilleros, tal como nos dijo. Fue Sixsmith quien dio la orden de matar a Havilland, y es posible que a Mary también.
—Pero Argyll no podía ser inocente —le arguyó Hester—. Fue él quien hizo que Jenny escribiera… —La voz se le apagó—. ¿O tal vez no? Tal vez ella ha mentido y fue Sixsmith quién se lo ordenó. ¿Pero por qué? ¡Tenía mucho que perder!
Scuff la miraba con inquietud, torciendo las comisuras de los labios. Tal vez sólo tuviera ocho o nueve años pero había vivido en la calle. Había visto violencia, palizas, venganzas.
—¿Tanto odiaba a su marido? —preguntó asombrado—. ¡Qué tontería! A no ser que le pegara hasta dejarla medio inconsciente…
—¿Crees pues que ha mentido para incriminar a su marido y liberar a Sixsmith? —preguntó Hester perpleja e indignada—. Argyll quizá sea frío y la aburriera mortalmente, pero ¿en verdad podía amar tanto a Sixsmith sabiendo lo que hizo? ¡Oh, William! ¡Asesinó a su padre y a su hermana! ¿Ha perdido la cabeza por completo? O… —Bajó la voz—. ¿O le tiene tanto miedo que no se atreve a desobedecerle?
—No lo sé —reconoció Monk—. No lo sé.
A su memoria acudía el recuerdo de los ojos de Jenny Argyll en la sala del tribunal, el poder de Sixsmith y el modo en que ella lo miraba. No le había parecido que fuese miedo, entonces, sino más bien ansia.
Scuff los miró a uno y otro.
—¿Qué van a hacer? —preguntó—. ¿Van a dejar que ése se salga con la suya?
Su rostro transmitía incredulidad. Resultaba imposible creer algo así.
—No pueden juzgarte dos veces por el mismo delito —explicó Monk con amargura—. El jurado le ha declarado no culpable.
—¡Pero se ha equivocado! —protestó Scuff—. ¡Fue él quien lo hizo! ¡Pagó al hombre que disparó al señor Havilland! ¡No fue el señor Argyll, después de todo! ¡No pueden dejar que le echen las culpas! No estaría bien, por muy avaricioso que sea…
—Pero a Sixsmith no lo han juzgado por matar al asesino —señaló Hester ansiosamente.
Era cierto. Nadie había presentado ningún cargo concreto sobre el homicidio del asesino; simplemente había quedado implícito que el autor había sido Argyll porque tenía un motivo para hacerlo. ¡Pero a Sixsmith podían acusarlo de eso! ¡Era perfectamente legal! ¡De hecho era imperativo hacerlo! Sólo así podrían retirarse los cargos contra Argyll.
Monk se levantó despacio, un tanto entumecido.
—Tengo que ir a contárselo a Rathbone.
Hester se levantó a su vez.
—¿Esta noche?
—Sí. No hay tiempo que perder. Lo siento.
Hester asintió lentamente con la cabeza. No explicó que no le podía acompañar ni le dijo cuántas ganas tenía de hacerlo.
Scuff lo entendió a la primera.
—¡Yo estoy bien! —intervino.
—Ya lo sé —dijo Hester enseguida—, pero no voy a dejarte solo de ninguna de las maneras, así que no te molestes en discutir conmigo.
—Pero…
Hester lo fulminó con la mirada y Scuff cedió, con cara de inocente, titubeando entre la risa y el llanto, negándose a dejarle ver lo mucho que le importaban sus cuidados.
Monk los miró un momento más y se marchó.
El coche de punto lo dejó frente al domicilio de Rathbone. Pidió al conductor que aguardara. Aunque las luces estaban encendidas, podía significar tan sólo que el criado estuviera despierto, pero al menos éste probablemente sabría dónde hallar a Rathbone.
Resultó que Rathbone estaba cenando en casa con Margaret Ballinger, tal como Monk había esperado. El señor y la señora Ballinger también estaban presentes, perfectas carabinas en aquella fase tan delicada del compromiso de su hija. Además estaban encantados de participar en la celebración de una victoria. Desconocían por completo la naturaleza del asunto, pero se daban perfecta cuenta de la importancia que revestía.
—Perdone —se disculpó Monk ante el mayordomo en el vestíbulo—, pero es imprescindible que hable con sir Oliver de inmediato, y en privado.
—Me temo, señor, que sir Oliver está cenando —se disculpó el sirviente—. Acaban de servir la sopa. No puedo interrumpirles ahora. ¿Puedo ofrecerle algo en la sala de día, tal vez? Es decir, si no le importa aguardar.
—No, gracias —declinó Monk—. Haga el favor de decir a sir Oliver que he descubierto un dato de suma importancia relacionado con el caso. El veredicto no puede quedar tal como está y no hay tiempo que perder.
El criado vaciló, miró más seriamente a Monk y decidió obedecer.
Cinco minutos más tarde apareció Rathbone vestido con imponente elegancia con un traje de noche.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mientras cerraba la puerta del resplandeciente comedor a sus espaldas encerrando las voces, las risas y el tintineo de copas—. Estoy en mitad de la cena y tengo invitados. Eres bienvenido a la mesa, si te apetece. Dios sabe que has hecho más que nadie para que alcanzáramos la victoria.
Monk inspiró profundamente.
—No ha sido una victoria, Rathbone. ¿Recuerdas cómo Sixsmith ha descrito al asesino cuando le entregó el dinero?
Rathbone frunció el entrecejo.
—Por supuesto. ¿Y qué?
—¿Recuerdas la descripción que hizo de él Melisande Ewart de cuando le vio salir del callejón de caballerizas tras haber disparado a Havilland, dos días después de esa reunión?
—Sí. Obviamente era el mismo hombre. ¡No puede haber dos con ese mismo aspecto!
Rathbone estaba desconcertado y a punto de perder la paciencia.
—El pelo —dijo Monk simplemente—. Yo le vi muerto y llevaba el pelo largo por encima del cuello. Igual que en la descripción de Sixsmith. Eso ha sido lo que ha declarado en el estrado.
Rathbone se sonrojó.
—¿Estás diciendo que no le pagó el dinero? ¿Qué…? —Abrió mucho los ojos. De repente, con la sensación de abrir una puerta a un exterior gélido, lo entendió y el color abandonó su semblante—. ¡Sixsmith lo mató! ¡Santo Dios! ¡Era el culpable! ¡Lo hemos salvado! ¡Yo lo he salvado!
—Por matar a Havilland, pero no por matar al asesino —dijo Monk sin levantar la voz.
Rathbone le miró comenzando a comprender lo que se proponía.
Llamaron a la puerta.
Rathbone se volvió despacio.
—Adelante —contestó.
Margaret entró. Miró a Rathbone, luego a Monk, con ojos interrogantes. Iba vestida de un extravagante satén color nácar con un aderezo de perlas en las orejas y el cuello, y su rostro transmitía un afecto que ningún artificio podía prestar.
Rathbone fue a su encuentro de inmediato, tocándola con suma delicadeza.
—Nos hemos equivocado —dijo simplemente—. Monk acaba de hacerme ver que Sixsmith tuvo que ser quien mató al asesino y, aún más importante, que hemos condenado al hombre equivocado. Para liberarlo debemos demostrar como mínimo la culpabilidad de Sixsmith en la muerte del asesino y, si es posible, condenarlo por ello.
Margaret se volvió hacia Monk para corroborar en su rostro si aquello podía ser cierto. Le bastó un instante para ver que así era.
—En ese caso tenemos que hacerlo —dijo con calma—. ¿Pero cómo? El juicio ha concluido. ¿Sería suficiente presentar su testimonio ante una instancia superior?
—No —dijo Monk con certidumbre—. Tenemos que demostrar toda la línea de conexión, el hecho de que conocía al hombre desde el principio. —Vio que Margaret no seguía su razonamiento—. Si acusáramos a Sixsmith ahora —explicó—, fundamentándonos en su descripción del asesino, podría decir que la oyó en boca de Argyll o de cualquier otro. Podría volver a escaparse. —Esbozó una sonrisa sombría—. Esta vez no podemos equivocarnos.
—Entendido. —Su respuesta fue simple. No era una mujer guapa, sus facciones eran un tanto peculiares, pero en aquel momento había auténtica belleza en el rostro que volvió hacia Rathbone—. Ya lo celebraremos cuando tengamos motivo —dijo con toda calma—. Se lo explicaré a papá y mamá, acabaremos de cenar tranquilamente y luego nos marcharemos a casa. Por favor, haz lo que tengas que hacer. Este asunto no debe demorarse. Cueste el tiempo que cueste, por más complicado que resulte, hay que llevarlo a cabo antes de que Argyll sea acusado y juzgado. Lo ahorcarán por la muerte de James Havilland, tal vez por la de Mary también, aunque supongo que podría ser Toby a quien correspondería culpar. ¿Crees que Toby haría algo así por Sixsmith?
Rathbone se quedó meditabundo pero no apartó los ojos de su rostro.
—Es posible, aunque quizá no se diera cuenta de las implicaciones. A lo mejor Sixsmith le pidió que hablara con ella, que intentara convencerla de que la muerte de su padre era un suicidio, después de todo, y que no hacía más que empeorar las cosas con su insistencia. Es casi seguro que intentara convencerla de que los túneles no encerraban ningún peligro.
—¿Era eso lo que temía James Havilland, los ríos subterráneos que no figuran en los mapas? —preguntó Margaret volviéndose hacia Monk.
—Sí, eso creo. Según parece, Toby también estuvo hablando con un montón de alcantarilleros, aunque en su caso quizá lo hiciera para intentar que dejaran de entrometerse en las obras. Eso es lo que pensé al principio. Me parece que nunca sabremos si tenía intención de matar a Mary. Probablemente no. A no ser que entre él y Sixsmith hubiera mucho más de lo que sabemos. —Trató de visualizar de nuevo lo que había visto en el puente—. Creo que fue un accidente. Ella tenía miedo de él. A lo mejor pensaba que Alan Argyll estaba detrás de la muerte de su padre y que Toby se proponía matarla a su vez. Trató de zafarse de él y, tanto si lo hizo adrede como si no, lo arrastró consigo.
Mientras lo decía no estaba seguro de que eso fuera lo que realmente creía. ¿Era concebible que Sixsmith hubiese corrompido deliberadamente a Toby Argyll? Recordó la aflicción de Alan Argyll al enterarse de la muerte de su hermano. ¿Aflicción o culpabilidad?
—Nunca lo sabremos, ¿verdad? —dijo Margaret apenada.
—Probablemente no —admitió Monk.
—¿Y la señora Argyll? —insistió Margaret—. Juró que había sido su marido quien le había pedido que escribiera la carta.
—Ya lo sé —contestó Rathbone—. Hay muchas cosas que aún tenemos que descubrir y demostrar. Y el tiempo apremia. Lo siento.
—No te preocupes.
Margaret le dedicó una sonrisa íntima y un poco triste, pero sólo por la ocasión echada a perder, nada más. Se despidió y salió de la estancia.
Rathbone miró a Monk. Por primera vez desde que Rathbone se diera cuenta de que estaba enamorado de Hester, no había envidia en sus ojos, sólo una profunda felicidad que ni siquiera el fiasco de aquel veredicto podría destruir.
Monk correspondió a su sonrisa, sorprendido de lo complacido que estaba.
—Lo siento —dijo otra vez.
—¿Por dónde vamos a empezar? —le preguntó Rathbone.
Monk miró de arriba abajo la elegante figura de Rathbone.
—Por cambiarnos de ropa, me parece. Tenemos que hallar y demostrar la relación entre Sixsmith y el asesino.
Rathbone abrió desmesuradamente los ojos.
—¡Por el amor de Dios, Monk! ¿Cómo? Sixsmith trabajaba en las excavaciones. Pudo ir adonde quiso mientras estuvo bajo fianza. ¡Sólo estaba acusado de soborno! Y nadie tiene la más remota idea sobre quién era el asesino. ¡Ni siquiera sabemos cómo se llamaba!
—Lo has resumido a la perfección —dijo Monk con otra sonrisa, más amplia, como intentando mostrar más los dientes—. Pienso reclutar toda la ayuda que pueda. Comenzaré por Runcorn y Orme, además de tantos de mis hombres como tenga disponibles. El médico, Crow, estará encantado de ayudar, pues el asesino disparó contra Scuff. Luego me haré con cuantos peones quieran echar una mano, y los habrá, debido al hundimiento, así como alcantarilleros, desembarradores, barqueros, lo que sea. E intentaré enrolar a Sutton, el exterminador de ratas. Conoce los ríos y manantiales subterráneos como nadie, todos los escondites. Mucha gente que no nos diría ni pío hablará en cambio con él.
Había horror, repugnancia y mofa en el rostro de Rathbone.
—¿Y qué crees que puedo hacer yo en esta… búsqueda de lo incalificable?
Ahora Monk sonrió de oreja a oreja.
—Hombre, tú eres el jefe —aseguró a Rathbone—. Nos dirás lo que constituye una prueba y lo que no.
Rathbone le dedicó una torva mirada y se excusó para ir a cambiarse de ropa.
Por una cuestión de simplicidad geográfica, fueron primero a ver a Runcorn. Éste se horrorizó tanto como habían supuesto que lo haría. Más aún, se enojó consigo mismo por no haber reparado en la diferencia entre las dos descripciones del asesino.
—Nadie se fijó —aseguró Monk con sinceridad—. No me he dado cuenta hasta que le estaba contando el juicio a Hester y he repetido la descripción. Este detalle ha sido su único patinazo.
Runcorn puso cara de pocos amigos.
—Voy a rastrear cada paso que haya dado ese cabrón —prometió—. ¡Aunque tenga que trepar o gatear por todas las cloacas de Londres e interrogar a las malditas ratas!
Rathbone torció el gesto con repugnancia sólo de pensarlo, pero no replicó.
A continuación fueron en busca de Orme, a quien sacaron de la cama con una disculpa por las horas que eran, habida cuenta de que seguramente se acababa de acostar tras una dura jornada. Orme no se quejó, ni siquiera haciendo una mueca. Monk esperó sinceramente que no fuera porque no se atreviera. Se había ganado el derecho a exigir respeto y consideración a sus sentimientos, a su bienestar y al hecho de que quizá tuviera otros intereses y ocupaciones en la vida, aparte de doblegarse a las exigencias de la Policía Fluvial en general o de Monk en particular.
—No puedo hacerlo sin usted —dijo Monk con franqueza.
—No pasa nada, señor. ¿Cómo está el chico? —contestó Orme obligándose a despabilarse echándose agua fría a la cara. Estaban en la cocina de su pequeño hogar, donde Monk no había estado nunca antes. Fue incómodamente consciente de que no sólo se había entrometido sin haber sido invitado en el único sitio donde Orme tenía intimidad y mandaba, sino que además había llevado a terceros que eran, exceptuando sus nombres, perfectos desconocidos para su subordinado.
—Se va recuperando bien —contestó Monk—. ¿Le preparo una taza de té mientras se viste?
Orme le miró.
—Ya lo prepararé yo, señor. Si no le importa poner el…
—Yo lo hago —interrumpió Monk—. No estoy pidiendo instrucciones, sólo permiso.
—Sí… señor. El té está en una caja ahí arriba —dijo Orme señalando una lata con motivos indios al fondo del pulcro estante de la cocina—. La tetera, junto al fogón, y hay leche en la alacena. El agua ya está bombeada. Pero…
—Gracias —volvió a interrumpir Monk—. Usted vístase. No es preciso que se afeite. Vamos a bajar a la cloaca.
Orme obedeció. Monk fue haciendo los preparativos en la pequeña e inmaculada cocina mientras Runcorn cribaba los últimos rescoldos del hornillo y los apilaba delicadamente con carbón nuevo para encenderlo otra vez, caldear la cocina y hervir agua. Rathbone se sentó a observar, sabiendo que sus habilidades serían requeridas más tarde.
Siete minutos después Orme bajó vestido con ropa adecuada para el río. Entonces, mientras tomaban una taza de té bien caliente y cargado, establecieron la táctica a seguir en la búsqueda de las pruebas que necesitaban para ahorcar a Aston Sixsmith.
—¿Qué necesitamos, señor? —preguntó Orme a Rathbone.
Rathbone obviamente lo había estado pensando.
—Tenemos que el propio Sixsmith admitió que conocía a ese asesino. —Frunció el entrecejo—. ¡Ojalá pudiéramos llamarlo por su nombre! Pero sólo porque le pagó a petición de Argyll. Necesitamos pruebas irrefutables de que Sixsmith le conocía antes de eso y que quepa deducir que también conocía su ocupación. Parece bastante obvio que Sixsmith refirió a Argyll los problemas que estaban causando los alcantarilleros y otros hombres y que era preciso sobornarlos para que los dejaran en paz. Quizá se pueda averiguar si eso es verdad. ¿Hasta qué punto constituían una molestia los alcantarilleros? Porque las obras continuaron como si nada, aunque el dinero fue a parar a manos del asesino.
Los miró a todos, uno por uno.
—¿Qué pasa con el hundimiento? —preguntó Runcorn—. ¿Sabemos qué lo causó exactamente y si era predecible? ¿Era lo que James Havilland temía? ¿Tiene alguna relación con Sixsmith?
—¿Y Sixsmith lo sabía? —agregó Monk—. ¿Qué pasa con Mary?
—Ésa es otra cuestión —interrumpió Rathbone—. ¿Qué relación había entre Sixsmith y Toby Argyll? Abreviando, Argyll quizá sea técnicamente inocente de haber contratado al asesino pero ¿es inocente de todo? ¿Se trata de un hombre o de una conspiración?
Orme miró a Monk.
—Éstas son las cuestiones, señor: tenemos que encontrar a gente que haya visto juntos a Sixsmith y al hombre de los colmillos antes de que mataran a Havilland, para demostrar que se conocían. Tenemos que encontrar a peones y alcantarilleros que sepan si Sixsmith estaba al corriente de los peligros que entrañaba mover la máquina demasiado deprisa y horadar sin informarse suficientemente sobre fuentes, ríos y demás corrientes subterráneas.
Rathbone abrió los ojos.
—Exactamente —corroboró—. Muy bien resumido, señor Orme. —Esbozó una sonrisa—. En realidad, ¿tal vez no precisen que yo esté presente?
Monk le miró con ironía y le devolvió la sonrisa.
—No sabríamos cómo arreglárnoslas sin usted, Rathbone —contestó Monk evitando tutearle en presencia de los demás.
Pasaron un rato más distribuyendo tareas y planeando dónde reunirse y con qué frecuencia para comparar sus notas respectivas e informarse de sus progresos. Se echaron un sueñecito de una hora sentados en las sillas de la cocina y luego tomaron otra taza de té y varias tostadas bien gruesas. A las cuatro y media ya iban de camino a la calle principal del barrio, donde tomaron un coche de punto y comenzaron el viaje hacia el túnel.
Se detuvieron para recoger a Crow. Fue un recluta soñoliento y desconcertado pero demostró buena disposición cuando se enteró de lo que en verdad había ocurrido. Envió un mensajero a Sutton para que le comunicara adónde iban y que era extremadamente urgente e importante que se reuniera con ellos. No lo aguardaron, sino que acordaron una cita con él.
Soplaba un viento fresco y racheado que traía olor a lluvia mientras bajaban la fangosa cuesta hasta el fondo del túnel. A la luz de los faroles las paredes rezumaban agua que luego corría lentamente entre los ladrillos rotos y los guijarros del suelo. Los tablones de madera estaban resbaladizos. Cuando Monk alzó su farol una viga brilló en la neblina de la llovizna, iluminando las paredes mojadas, las tablas que las sostenían separadas entrecruzándose hacia arriba hasta un cielo invisible. El aire olía a tierra, agua y madera vieja.
Monk arrugó la nariz sin saber si realmente olía el acre hedor de la cloaca o si sólo era una evocación de la memoria y la imaginación. Tuvo que hacer un esfuerzo mayor de lo que esperaba para obligarse a caminar con serenidad bajo el revestimiento de ladrillo del túnel y el ingente peso de tierra que tenía encima. Sus pies resonaban en las tablas chapoteando en el agua que las cubría parcialmente y mojándoles las suelas de las botas. Hacía un frío glacial.
Monk oyó a Rathbone jadear detrás de él y se preguntó si la oscuridad lo asfixiaba tanto como a él, si le bañaba la piel en sudor y le hacía aguzar la vista y el oído en busca de cualquier cosa que le proporcionara un sentido de proporción, de orientación, de cualquiera de las cosas que damos por sentadas.
Al cabo de un kilómetro se separaron con el propósito de cubrir la mayor extensión de terreno posible. Por motivos de seguridad se organizaron en parejas: Runcorn y Orme, Rathbone y Crow, y Monk que aguardaría a Sutton en el lugar previsto.
—¡No vaya solo, señor! —advirtió Orme con la voz tomada por la inquietud—. Un resbalón y está acabado. Si se da un golpe en la cabeza las ratas lo atacarán. No es una forma agradable de morir.
Monk vio la sensible boca de Rathbone torcerse con repulsión y sonrió.
—No lo haré, sargento, se lo prometo.
Orme asintió con la cabeza y fue en pos de Runcorn. La oscuridad los engulló, en un abrir y cerrar de ojos.
Rathbone inspiró profundamente y, muy envarado, siguió a Crow sin volver la vista atrás ni una sola vez. Quizá le daba miedo que al hacerlo perdiera el coraje para seguir.
Sutton llegó veinticinco minutos después, acompañado como siempre por el perrillo.
—Mal asunto, señor Monk —dijo con gravedad—. ¿Por dónde quiere empezar?
La decisión ya había sido tomada.
—Los otros cuatro están investigando si Sixsmith fue visto alguna vez con el asesino y en tal caso, cuándo y por quién. Yo quiero saber más sobre los riesgos de hundimiento que tanto preocupaban al señor Havilland, y establecer cuánto sabía Sixsmith en realidad a este respecto.
—¿Quiere decir que podría haberlo impedido? —preguntó Sutton. Frunció el entrecejo—. No tiene sentido, señor Monk. ¿Qué le impedía ir con más cuidado si realmente había entendido la situación? Un hundimiento no le haría ningún bien.
—Cuando le creía inocente —explicó Monk comenzando a adentrarse en el túnel—, supuse que Argyll daba las órdenes y que él tenía poco margen de maniobra. Di por sentado que temiera lo que temiese se lo había contado a Argyll y éste no le había hecho caso. Pero a lo mejor esto no es cierto. ¿Es Sixsmith un hombre cruel, mala persona, o sencillamente un incompetente?
—¿Por qué querría matar a Havilland? —preguntó Sutton con curiosidad, pisando los talones de Monk—. Sería para que no dijera nada de los riesgos y peligros, ¿no?
—Sí. Pero eso no significa que le creyera. A lo mejor pensaba que Havilland sólo era un alarmista.
Sutton gruñó.
—A lo mejor.
Lo primero que hicieron fue buscar peones en el frente de la excavación e interrogarlos. Tenían que actuar deprisa. Tras la dura prueba del juicio nadie esperaba que Sixsmith acudiera a trabajar ese día, pero no era imposible que se presentara. Era un hombre acusado por error, según la ley, y hallado inocente por sus iguales. Si ahora Monk y los suyos daban la impresión de estar acosándolo, se verían en una posición muy incómoda, por decirlo de manera suave. Cabía que hasta los acusara de excederse en sus atribuciones. La carrera de Monk correría peligro y posiblemente la de Orme y la de Runcorn también. La reputación de Rathbone no saldría beneficiada de su expedición a las alcantarillas en busca de un hombre al que había acusado sin lograr condenarlo. Daría la impresión de que no sabía perder con dignidad y honor.
Los peones no les dijeron nada y, al cabo de una hora o así, Monk se dio cuenta de que estaba desperdiciando el tiempo. Optó por seguir el consejo de Sutton y fueron en busca de unos alcantarilleros que él conocía. Eran padre e hijo y el parecido entre ambos resultaba asombroso: francos y de talante alegre y sarcástico.
—¿Sixsmith? —dijo el padre torciendo la boca—. Un tipo fuerte, no teme a nadie. Sí. Le conozco. ¿Por qué?
Monk dejó que Sutton hiciera la pregunta. Ya habían planeado lo que dirían.
—Resulta que al final no mató a Havilland, después de todo —contestó Sutton con toda tranquilidad—. En realidad pensaba que el dinero era para untar a los alcantarilleros que causaban problemas.
—¡Y yo soy la reina de los mariquitas! —dijo el padre con mordacidad.
—¿Está diciendo que nunca aceptó dinero? —preguntó Sutton con voz casi inexpresiva.
—¡No había nada que aceptar!
—¡Sixsmith es un maldito embustero! —agregó el hijo enojado—. Nosotros no causábamos problemas y lo que es más, señor Sutton, sólo porque cace ratas para los ricos no tiene ningún derecho a decir lo contrario. ¡Entérese bien, cabronazo!
—Me consta que ustedes no lo hacían —convino Sutton—. ¿Pero y los otros? ¿Qué me dicen de Big Jem, o de Lanky, o de cualquier otro?
—No somos idiotas —replicó el padre—. Haciendo que me metan en chirona no saco nada bueno.
—¿El señor Sixsmith lo sabía? —preguntó Monk interviniendo por primera vez.
—¡Claro que lo sabía! —respondió el padre mirándolo con el rostro torcido con desagrado como una gárgola a la luz del farol—. Es muy espabilado, ese cabrón.
—No lo bastante como para evitar un hundimiento —observó Monk.
—¡Claro que lo era! —dijo el padre con los ojos clavados en él—. Sabía tanto sobre ríos y fuentes y vetas de arcilla como cualquiera de nosotros. Sólo que le importaba un carajo.
Interrogaron a otros alcantarilleros, a desembarradores y de nuevo a peones pero nada de lo que sacaron contradecía la creencia de que no había más problemas que los acostumbrados, sólo alguna que otra disputa o pelea. No había habido ningún sabotaje deliberado y el número de accidentes estaba bastante por debajo de la media en una obra tan compleja y peligrosa como aquélla.
Lo que impresionó a Monk de manera más convincente, y así lo explicó a los demás cuando salieron a la superficie a mediodía, fue que la inmensa mayoría opinaba que Sixsmith era un hombre extremadamente inteligente y capacitado y que conocía a la perfección los riesgos y ventajas de todo lo que hacía.
—¿Significa que sabía de los ríos y manantiales? —dijo Rathbone en tono grave. Estaba crispado. Las ventanas de la nariz resoplaban por el hedor que no había podido eludir. Tenía la ropa salpicada de fango y arcilla y las botas empapadas. Hasta los bajos del pantalón estaban húmedos.
—Sí —confirmó Monk sabiendo cuál era la conclusión ineludible—. Todo indica que no le importaba el riesgo de un hundimiento.
—¡O incluso que lo deseaba! —agregó Rathbone—. ¿Pero por qué? ¿Qué es lo que aún no sabemos, Monk? ¿Qué pieza falta para que este rompecabezas tenga sentido?
Se volvió hacia Runcorn y Orme.
—Conocía al asesino —dijo Orme con el rostro tenso—. Aún no tenemos un testigo que se pueda llamar a declarar, pero seguro que los hay. Sabía lo que se hacía, ese Sixsmith.
—No hable de él en pasado. —Runcorn miró a todos uno por uno—. ¡Todavía está bien presente! ¡Tenemos que apresurarnos antes de que cubra sus huellas… o nos cubra a nosotros!
Monk tuvo un escalofrío. La expresión de Rathbone era grave y enojada. Nadie discutió. Comentaron el paso siguiente a dar y reanudaron sus pesquisas con frío, cansancio y resolución.
Hester durmió mal después de que Monk se marchara. La impresión de la derrota, recibida justo mientras saboreaban lo que ella imaginaba una de sus más dulces victorias, la dejó por un momento aturdida. Fregó los platos de la cena y recogió la casa automáticamente y luego subió a ver si podía hacer algo más por Scuff. De no haber sido por el niño, quizás hubiese aguardado levantada, pero sabía que él no descansaría si ella no lo hacía también.
Alrededor de las cinco de la madrugada yacía despierta preguntándose cómo habían podido cometer un error tan flagrante, cuando Scuff le habló en un susurro.
—¿No está dormida, verdad?
En realidad no era una pregunta. Debió de haberlo adivinado por su respiración.
—No —contestó Hester—. ¿Y tú por qué no duermes?
—Porque no puedo. —Se acercó una pizca hacia ella—. ¿Lo va a arreglar el señor Monk?
¿Debía mentir para consolarlo? Si lo descubría rompería la frágil confianza que estaba construyendo. Quizá nunca podría reparar el daño. ¿Acaso la verdad, por dura que fuera, no era mejor que la soledad del engaño? Eso era lo que haría si se tratase de un adulto. ¿Tan diferente era un niño? ¿Hasta qué punto debía protegerlo y contra qué?
—¿Lo hará? —insistió Scuff.
No la estaba tocando y, sin embargo, Hester supo que Scuff tenía el cuerpo en tensión.
—Lo intentará —contestó—. Nadie gana siempre. Esta vez podría tratarse de un error que no quepa enmendar. No lo sé.
Scuff soltó un suspiro y se relajó, acercándose otro poquito hacia ella.
—El señor Havilland llevaba razón con lo de las máquinas, ¿verdad?
—Me temo que sí —confirmó Hester—. Y se lo diría al señor Argyll.
Al decirlo se dio cuenta, con un escalofrío a pesar de las mantas que la tapaban, de que aquello no era forzosamente cierto. Pero carecía de sentido.
—¿Qué pasa? —inquirió Scuff.
—Al menos supongo que se lo habría dicho al señor Argyll —contestó Hester.
Scuff le apoyó una mano en el hombro tan ligeramente que apenas notó más que su calor.
—Hay algo que no encaja, ¿verdad? ¿Estará a salvo el señor Monk? Tendría que haberle acompañado para cuidar de él. Me parece que Sixsmith es malo de verdad.
—¿Pero qué quiere Sixsmith? —dijo Hester tanto para sí misma como a Scuff—. ¿Dinero? ¿Poder? ¿Amor? ¿Escapar de algo? —Se volvió un poco hacia Scuff—. ¿Crees que puede ser por la señora Argyll? Está enamorada de él, creo. Y su marido es un hombre muy frío. Debe de sentirse terriblemente sola.
—¿El señor Havilland no era su padre también? —preguntó Scuff.
—Sí. No creo que ella supiera que el asesino iba a matar a su padre. Y después pensó que era su marido quien lo había orquestado todo. Puede que aún no sepa que fue Sixsmith quien lo hizo. ¡Y no podemos demostrarlo!
—Pero él sí lo sabe —señaló Scuff—. ¡Así que no lo hizo por ella! Uno no mata al padre de la persona que ama.
—No. —Clavó los ojos en el techo; un tenue resplandor atravesaba las cortinas desde las farolas de la calle—. Quizá no la ama tanto y sólo la desea. No es lo mismo.
—A lo mejor sólo odia al señor Argyll —dijo Scuff pensativo—. Recuerde que lo montó para que pareciera que fue Argyll quien pagó al asesino. Y fue la empresa del señor Argyll la que causó el hundimiento, y es el señor Argyll quien acabará en prisión o ahorcado.
—Eso es una cantidad espantosa de odio —dijo Hester en voz baja, estremeciéndose de nuevo—. ¿Qué puede inspirar un odio tan grande?
—No lo sé —contestó Scuff—. Tiene que ser algo malo.
—Desde luego —convino Hester, aunque su mente ya estaba comenzando a preguntarse qué había sentido Jenny. ¿Creía que cuando su marido fuese encarcelado, o incluso ahorcado, sería rescatada de su aburrimiento y de su desierto emocional por Sixsmith? ¿Tan enamorada estaba de él que no había pensado en lo que vendría luego?
¿Qué ocurriría cuando se demostrara que Argyll era inocente y Sixsmith culpable? Jenny había mentido acerca de quién le había pedido que escribiera la carta; eso era lo que había vuelto las tornas contra Argyll. ¡Sixsmith lo sabía! ¿Qué clase de futuro podía esperar ella, por tanto? ¿Había utilizado a Sixsmith para librarse de Argyll, de modo que sus hijos heredaran la empresa dado que Toby también había fallecido? ¿Y también obtendrían el patrimonio que poseyera James Havilland dado que Mary también estaba muerta? ¿Se figuraba que así retendría a Sixsmith a su lado? ¿Era eso lo que quería? Si aún conservaba dos dedos de frente sin duda temería por su propia vida.
¿O acaso creía que él la amaba, que su amor era verdadero?
—Se le ha ocurrido algo, ¿verdad? —susurró Scuff a su vera.
—Sí —contestó Hester con franqueza—. Tengo que ir a ver a la señora Argyll. Mintió en el juicio y es preciso que sepa lo que eso puede costarle. A primera hora enviaré una carta para pedir a Margaret Ballinger que venga a hacerte compañía mientras yo esté fuera.
—No necesito a nadie —dijo Scuff al instante—. Ya estoy casi bien.
—No, ni mucho menos —replicó Hester—. Y tanto si tú necesitas que venga alguien como si no, yo necesito que haya alguien aquí para poder dejar de preocuparme por ti y centrarme en lo que estaré haciendo. ¡No discutas conmigo! La decisión está tomada. Y además Margaret te caerá bien, creo.
—El señor Monk dijo que era usted más terca que una mula del ejército.
—¡No me digas! Vaya, hombre. ¡El señor Monk no reconocería a una mula del ejército aunque le pegara una coz!
Scuff rió. Obviamente la idea le divertía.
—¡Pero yo sí! —agregó Hester antes de se le pasara por la cabeza insubordinarse.
—Usted le devolvería la coz —dijo Scuff con inmensa satisfacción, y recorrió los últimos centímetros que le separaban de ella. Hester lo rodeó con el brazo sin estrecharlo. En cinco minutos estuvo dormido.
Por la mañana Hester mandó a un chico del barrio a llevar un mensaje a Margaret, aguardar su respuesta y regresar con ella. Le dio el precio de la carrera en coche de punto para ir y volver y algo para él. Era una extravagancia, pero la juzgó necesaria, no sólo para su propia paz de espíritu sino también para la de Monk. Hester no había pasado por alto el afecto que su marido sentía por Scuff, por mucho cuidado que pusiera en disimularlo.
Llegó a casa de los Argyll poco después de las diez. Se le hizo extraño darse cuenta de que el resto del mundo todavía creía culpable a Argyll e inocente a Sixsmith. Por un momento fue presa del terror mientras cruzaba la acera hacia la escalinata de la puerta principal. ¿Y si Sixsmith ya estaba allí? Si él y Jenny eran amantes, ¡quizás habían celebrado juntos su victoria!
¡No! No, eso habría sido una estupidez, aunque Argyll ya estuviera arrestado. Podría levantar sospechas. Para conservar algo de dignidad y credibilidad en su persona, Jenny tendría que interpretar el papel de la desconsolada viuda que al cabo de un tiempo es rescatada por el hombre inocente. De este modo, ambos figurarían como las víctimas de la perversidad de Argyll.
Hester enderezó la espalda y subió los escalones de la entrada con la cabeza bien alta.
Acudió a abrir una doncella de ojos enrojecidos a quien Hester dijo que debía ver a la señora Argyll para tratar de un asunto de gran importancia y urgencia. Hester dedujo por el aspecto de la chica que el señor Argyll ya había sido detenido. La embargó un profundo alivio.
—Lo siento, señora, pero la señora Argyll no se encuentra bien —comenzó la doncella—. Hoy no recibe.
—Ayer asistí al juicio —mintió Hester para arrogarse cierta autoridad ante la criada—. Lo que tengo que decir demostrará la inocencia del señor Argyll.
Se guardó de agregar que también demostraría la culpabilidad de la señora Argyll.
La doncella puso ojos como platos, dio un paso atrás e incitó a Hester a entrar. Estaba nerviosa, contenta y aún asustada. Dejó a Hester en el salón de recibir, el único sitio remotamente caldeado gracias al rescoldo del fuego de la víspera. Tales deberes domésticos se habían desatendido aquel día.
Diez minutos más tarde entró Jenny Argyll. Hoy su vestido negro era de muy buen corte y realzaba su esbelta figura. Llevaba un peinado menos austero que antes pero su rostro seguía presentando un cutis muy pálido y profundas ojeras. Componía una imagen femenina y vulnerable. Los últimos atisbos de duda de Hester a propósito de que Jenny estuviese enamorada de Sixsmith se esfumaron por completo. Tal vez fuese capaz de fingir sus actos, pero sus sentimientos escapaban a su maestría. Y los de Sixsmith no estaban nada claros.
—Buenos días, señora Monk —dijo Jenny con ligera sorpresa. La voz le temblaba un poco. ¿Era tensión, agotamiento o miedo?—. Mi doncella me ha dicho que sabe algo muy urgente e importante sobre el arresto de mi marido. ¿Es eso cierto?
Hester tuvo que obligarse a recordar la humillación de Rose Applegate para decir lo que tenía que decir. Ahora estaba segura de que había sido Jenny quien había envenenado su comida o su bebida con alcohol, no Argyll. Era ella quien tenía el motivo, y lo más probable era que sólo ella estuviera enterada de su debilidad. ¿Acaso la determinación de Rose había flaqueado con anterioridad, o tal vez se había confiado en un momento de debilidad, para justificarse por no compartir el vino con otros invitados, o un brindis con champaña en un acto social? Una bien podía necesitar una excusa para no ofender a nadie, por ejemplo en una boda.
Jenny aguardaba.
—Sí, es verdad —contestó Hester—. Estuve presente al comenzar el juicio creyendo, igual que mi marido, que el señor Sixsmith era inocente de todo salvo del muy comprensible delito de tratar de sobornar a ciertos agitadores para que dejaran de sabotear la obra. La única razón por la que se presentaron cargos contra él fue para exponer al tribunal el asunto de la muerte de James Havilland y demostrar así, durante el proceso, que en realidad el culpable era su marido.
—Pues lo logró —dijo Jenny casi sin expresión—. ¿Por qué se ha tomado la molestia de venir a decirme esto? ¿Cree que me importa? ¿Cree que para mí valen algo los motivos y creencias que pueda usted tener?
Hester la miró. ¿Había algo verdadero en aquella indignación? ¿O mostraba ese sentimiento para disimular la sensación de triunfo que experimentaba ahora que ya casi tenía el premio en sus manos?
—No, está claro que no —admitió Hester con toda calma—. Pero lo que tiene importancia es que estábamos equivocados. Su marido no es culpable, y estoy casi convencida de que podremos demostrarlo.
Jenny se quedó paralizada, con los ojos muy abiertos, desenfocados. Por un momento Hester temió que fuera a desmayarse.
—¿No es… culpable? —dijo Jenny con voz ronca—. ¿Cómo es posible? ¡Lo han arrestado!
Fue una negación, casi un desafío.
Hester esperó que realmente Sixsmith no se hallara en la casa. ¿Estaba corriendo un riesgo innecesario? Ya era demasiado tarde para echarse atrás.
—Pero usted no creerá que es culpable, sin duda.
—Cómo… ¿Por qué no?
—Porque sabe de sobra quién le pidió que escribiera la carta a su padre, y puesto que fue Sixsmith quien pagó para que lo mataran, resulta imposible creer que no fuera también Sixsmith quien lo organizó todo para que fuera a la cuadra —contestó Hester.
Jenny tomó aire y levantó las manos como si quisiera empujar a Hester lejos de sí.
—¡Oh, no! Yo…
—Está enamorada de él —prosiguió Hester—. Sí, ya lo sé. Salta a la vista. Pero por más encaprichada que esté, eso no excusa la muerte de su padre y su hermana, como tampoco la vergüenza de sus tumbas de suicidas. —El enojo y todo su antiguo dolor se derramaron en su voz hasta que también le tembló. Tuvo que tragar aire a bocanadas para procurar serenarse—. Tal vez no lo supiera al principio ¡pero no me diga que no lo sabe ahora!
—¡No, no lo sé! —negó Jenny furiosa—. Está mintiendo. ¡Mi marido es culpable! ¡El tribunal lo sabe! ¡Aston fue absuelto! ¡No tiene derecho a venir aquí a decir cosas tan terribles!
Tenía dos manchas de color en los pómulos.
—¿Terribles? —replicó Hester—. ¿Es terrible que Sixsmith pueda ser culpable de matar a su padre pero no que lo sea su marido? ¡Me parece que ese juicio traiciona sus lealtades con bastante claridad, señora Argyll!
—¡Me está acusando! —contraatacó Jenny.
—Por supuesto. Fue usted quien declaró bajo juramento que fue su marido quien le hizo escribir la carta que condujo a su padre a la muerte. Es imposible que se equivocara en ese particular. ¡Tuvo que ser una traición deliberada tanto a su padre como a su hermana! ¿Qué le ofrece Sixsmith que valga tanto?
Jenny soltó un grito ahogado.
—Váyase de mi casa…
No encontró insultos, desafíos ni ninguna otra cosa con que defenderse.
—¿Tan buen amante es? —prosiguió Hester dejando que su impotencia de antaño dirigiera su ira.
—¿Cómo se atreve? —gritó Jenny—. ¡Estúpida, ignorante y engreída, con sus buenas obras y sus mezquinas ideas! ¿Qué sabrá usted de la pasión?
—Conozco el amor y el odio, y el precio que se paga por ellos —contestó Hester—. Conozco la muerte, y he visto a hombres mejores de los que usted haya conocido jamás entregar sus vidas por aquello en lo que creían. He visto la guerra, el asesinato y la aflicción. He cometido muchos errores garrafales, y he amado hasta el punto de creer que iba a morir de amor. He defraudado a algunas personas porque he sido débil o estrecha de miras… Pero nunca he traicionado a nadie deliberadamente. Usted traicionó a su padre, a su hermana, a su marido y también a Rose Applegate. ¿Realmente merecía la pena todo esto sólo para acostarse con Aston Sixsmith?
Jenny extendió el brazo y dio un soberano bofetón a Hester con todas sus fuerzas, haciéndola retroceder a trompicones hasta que cayó encima del sillón que tenía varios pasos por detrás.
Hester se puso de pie lentamente apoyando una mano en la mejilla ardiente.
—Veo que no —comentó.
Jenny dio un paso hacia ella, roja como un tomate, echando chispas por los ojos.
Esta vez Hester estaba preparada, con el puño cerrado a punto.
—Sixsmith asesinó al asesino —le dijo—. Le disparó y dejó que fuera aplastado y enterrado por el hundimiento. Y no se moleste en discutirlo. Eso fue lo que le delató. Describió al hombre tal como era cuando lo mataron, no cuando Sixsmith dijo que le había pagado. Fue su única equivocación, pero fue más que suficiente. Eso salvará a su marido de la horca. Pero claro, lo que usted quiere oír no es esto…
Era una acusación cargada del más despiadado desdén.
—¡No quiero nada de lo que usted dice! —gritó Jenny desesperada—. Está mintiendo. ¡No puede ser verdad!
Hester no se tomó la molestia de discutir.
—Asesinó a su padre y a su hermana, y se dispone a asesinar a su marido. ¿Es ésa la clase de hombre en quien confía para que cuide de usted, por no hablar de sus hijos? Si le quedan dos dedos de frente, se salvará mientras tenga ocasión. Su marido será liberado, haga usted lo que haga, y a Sixsmith lo colgarán.
Jenny la miró con desprecio.
—¿Y qué provecho saca usted de esto, señora Monk? ¿Por qué le importa que sobreviva o no? Pienso que miente y que me necesita para traicionar a Aston, para que no se vuelva contra usted y Alan.
Hester se obligó a sonreír, aunque le constó que era un gesto frío e incierto.
—¿Está dispuesta a apostar su vida a que nadie encontrará pruebas ahora que saben dónde buscar? Y lo que es más, ¿está convencida de que su futuro será seguro junto a un hombre que matará cuando le convenga, que traicionó al hombre que le daba trabajo y que confiaba en él, robándole la esposa y haciendo que lo ahorcaran por un asesinato que no había cometido? ¡Mire quién ha sido el último en morir! ¿Está segura de que no será la siguiente, cuando deje de resultarle útil o cuando encuentre a una mujer más joven y guapa que no cargue con los hijos de otro hombre? ¿O acaso sus hijos serán los herederos de todo el patrimonio de los Argyll? ¿No será ése el valor que usted tiene para él? Si se casa con él, ¿a manos de quién pasará? ¡Toby también está muerto! Y Mary.
Jenny tenía el rostro ceniciento, casi gris. Hester se imaginó los recuerdos que debían de estar pasándole por la mente, momentos de intimidad, de pasión. Quizá por el contrario estuviera experimentando la terrible y súbita soledad que te embarga cuando cobras conciencia del abismo que te separa de la persona que amas, un abismo imposible de cruzar, aunque pienses que sí puedes para engañarte durante un breve paréntesis de consuelo. De no ser por todos los que habían pagado por ello, Hester la habría compadecido.
—Vaya a la policía y confiese perjurio —dijo con más suavidad—, todavía está a tiempo. Invéntese un cuento diciendo que la engañaron y que ahora se da cuenta de la verdad. Así al menos quizá sobreviva. Tiene una alternativa, al menos hoy. Vivir con Argyll, que quizá sea un pelmazo y un bravucón, o ser ahorcada con Sixsmith, que es mucho peor. —Se encogió muy levemente de hombros—. Yo no saco ningún provecho, señora Argyll, pero quizá puedan sacarlo sus hijos. Supongo que por eso me importa.
Dicho esto giró sobre sus talones y se marchó. Regresaría a casa y almorzaría con Scuff, y a lo mejor le contaría lo que había hecho. También escribiría una carta a Rose Applegate para informarla, cuando todo hubiese concluido.
Monk y todos los demás compartieron un breve almuerzo con algunos peones. Esta vez, contando con la ventaja de estar mejor informados, los interrogaron no acerca de Argyll sino de Sixsmith. Se hallaban a considerable profundidad bajo tierra, sentados sobre los escombros que habían amontonado allí en vez de sacarlos a la superficie. El constante goteo del agua llenaba el aire de humedad y del hedor de la cloaca. Las garras de las ratas se oían más cerca que los golpes sordos y metálicos de la máquina. Las voces retumbaban de tal modo que costaba saber de dónde venían. La oscuridad los envolvía por todas partes, acosando el frágil corazón del farol. Lo mismo podían hallarse a cinco metros bajo el suelo que a cientos. Monk trató de apartar aquel pensamiento de su mente para que no se le hiciera un nudo en el estómago.
Rathbone bebió un poco de agua, pero se mostró renuente a comer pan basto. Se las arregló para que su expresión no revelara su repugnancia.
—¿De modo que la señorita Havilland pidió ayuda al señor Sixsmith? —dijo otra vez.
—Sí —confirmó el peón que estaba siendo interrogado. Era un hombre corpulento y fornido de pelo rubio y frente despejada con un agradable rostro curtido—. Ya lo creo. Dejó lo que estaba haciendo para darle lo que pedía. También lo hizo por su padre.
—¿La misma información? —preguntó Rathbone.
—Supongo. —El peón arrugó la cara pensativo—. Les ayudó mucho. Nunca ocultó nada. Debió de contar a la señorita Havilland lo que le preguntó porque de ahí dedujo que a su padre lo habían asesinado. O al menos eso pensaba ella.
Rathbone lanzó una mirada a Monk y se volvió de nuevo hacia el peón.
—Me parece que estoy empezando a entenderlo, ¿señor…?
—Finger[5] —dijo el peón—. Porque perdí el dedo, ¿ve?
Levantó la mano con el dedo anular amputado desde el nudillo.
—Gracias —respondió Rathbone—. Señor Finger, ¿el señor Toby trabajaba también con el señor Sixsmith?
El peón sonrió de oreja a oreja mostrando los dientes que le faltaban.
—Sí, claro que sí. El señor Toby estaba ansioso por aprender todo lo que pudiera sobre la máquina, y nadie sabía más que el señor Sixsmith. El señor Toby se pasaba la mitad del tiempo aquí abajo.
—¿Justo hasta que la señorita Havilland falleció en el río? —insistió Rathbone.
—Sí, incluso el día antes, si no recuerdo mal.
Monk de repente entendió lo que Rathbone estaba pensando, y quizás incluso fuera un paso más allá.
—Finger —dijo enseguida—, ¿por qué preguntaba Toby a Sixsmith sobre la máquina en vez de preguntar a su hermano, Alan Argyll?
—¿A lo mejor su hermano no querría contarle nada? —sugirió Rathbone mirando inquisitivamente a Finger.
—Nadie conoce las máquinas como el señor Sixsmith —contestó Finger convencido.
—Pero el señor Alan fue quien inventó las modificaciones que hicieron que la máquina de la Argyll Company fuese mejor que las de los demás —señaló Monk anticipándose a Rathbone.
—Era el amo —dijo Finger—. Pero las ideas eran del señor Sixsmith. La conocía mejor que el señor Argyll, lo juraría sobre la tumba de mi madre, Dios la tenga en su gloria.
—¡Ajá! —Monk se echó hacia atrás y miró a Rathbone—. O sea que el señor Sixsmith era el lumbrera, pero el señor Argyll se llevaba los laureles y el dinero. Me figuro que este reparto no satisfacía demasiado al señor Sixsmith.
Dieron las gracias a Finger, quien a su vez les indicó dónde encontrar a un desembarrador que podría ayudarlos.
Habían avanzado poco más de medio kilómetro cuando hubo un temblor en el suelo, tan ligero que apenas se notó.
Entonces, un momento después, el ritmo de la máquina se alteró levemente.
Una oleada de horror pasó por encima de Monk cubriéndolo de sudor frío para dar paso a un miedo cerval.
Rathbone se paralizó.
—¿Huelen algo? —susurró Sutton.
—¿Si olemos algo? —dijo Rathbone con voz ronca—. El hedor de las alcantarillas, por Dios. ¿Cómo íbamos a evitarlo?
Sutton no se movió. En la titubeante luz del farol resultaba imposible decir si se había puesto más pálido o no, pero de él emanaba una tensión inequívoca.
Entonces se volvió a oír un ruido sordo, más alto esta vez.
—¡Tenemos que salir de aquí! —exclamó Sutton con voz aguda—. ¡Vamos!
Emprendió la marcha. Snoot iba a sus pies, con el pelo del lomo erizado.
Se apiñaron detrás de él con los faroles en alto. Monk se fijó en la luz amarilla sobre las paredes. ¿Eran figuraciones suyas, o realmente se estaban hinchando los muros como si en cualquier momento fuesen a resquebrajarse por el empuje del agua, ahogándolos a todos? Respiraba a grandes bocanadas, todo el cuerpo le temblaba. ¿Era un cobarde después de todo? La idea era nueva y demoledora.
¿Era el dolor lo que temía, o la muerte? ¿El final de la oportunidad de intentarlo de nuevo, de hacer las cosas mejor? ¿Alguna clase de juicio cuando era demasiado tarde para comprender o lamentarse? ¿O era el olvido, simplemente dejar de existir?
No, le constaba que tenía miedo del sumo fracaso de ser un cobarde. Y eso era algo que podía controlar. Quizá le costara cuanto tuviera, pero aún estaba capacitado para hacerlo. Estaba dentro de él, no fuera de su alcance. Notó que el pulso se le regularizaba.
Iba pisando los talones de Sutton, y Rathbone los de él; luego Crow, Orme y Runcorn. Avanzaban tan deprisa como podían, con la cabeza gacha para evitar golpearse contra el techo bajo, resbalando por los escombros.
El olor parecía más fuerte. Monk lo notaba espeso y acre en la nariz. No era sólo a alcantarilla, era gas. Aguzó el oído pero no oyó más estruendos, sólo el chapoteo de sus pies en aguas más profundas y el aumento de los correteos y los chillidos de las ratas, como si también ellas fueran presas del pánico. Eso ponía el vello de punta pero le constaba que era infinitamente mejor que el silencio. Si las ratas estaban vivas, era que el aire seguía siendo respirable.
Había otro temor que no se atrevía a expresar pero que le martilleaba la mente. Sixsmith estaba en libertad. Nadie más sabía que era culpable salvo Hester y Scuff. Todos los que podían demostrarlo estaban dentro de aquel agujero bajo tierra, a punto de quedar atrapados, enterrados… ¿por Sixsmith?
Sutton seguía abriendo la marcha pero el agua corría contra ellos. Se agachó y tomó a Snoot en brazos. El nivel era demasiado hondo para el perrillo; tenía que levantar la cabeza para respirar.
Nadie reparó en lo evidente. Monk se volvió y miró detrás de él una vez; vio sus rostros manchados, sus ojos reflejando miedo. Rathbone bajó las comisuras pero no dijo nada.
—Manténganse unidos —advirtió Monk—. Será mejor que apoyen una mano en el hombre que tengan delante. Si uno pierde contacto nos detenemos todos. ¡Es una orden!
Siguieron adelante. El olor era definitivamente más fuerte. Hubo otro violento temblor. Sutton se detuvo y se miraron entre sí. Nadie dijo nada.
Reanudaron la marcha y llegaron a una bifurcación. Sutton tomó el desvío a la derecha y nadie lo cuestionó. Diez minutos más tarde el agua era más somera y poco después llegaron a una pared ciega por culpa de un desprendimiento. El paso estaba totalmente bloqueado. Del otro lado no llegaba ni un soplo de aire.
—Lo siento —dijo Sutton con discreción.
Los demás le dijeron que no se preocupara, quitándole importancia. Aún no habían acabado de hablar cuando oyeron un rugido sordo al otro lado del desprendimiento, como si hubiese pasado un tren, y luego un silencio absoluto, angustiante.
A Sutton se le cayó el farol de la mano y fue a estrellarse contra el agua, donde titiló unos instantes bajo la espesa corriente inmunda antes de apagarse.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Runcorn con voz ronca—. ¿Agua?
—No.
Sutton estrechó a Snoot con más fuerza.
—¿Pues qué? —insistió Runcorn.
—Fuego —dijo Sutton con la voz tomada.
—¡Dios Todopoderoso!
Rathbone se apoyó contra la pared. Bajo el resplandor amarillo su rostro era gris.
—Apuesto a que Sixsmith sabe que vamos tras él —observó Orme—. Lástima que no lo atrapáramos. Es un mal bicho.
—Eso apenas empieza a describirlo —dijo Crow con amargura—. Regresaremos.
Nadie le contestó; ninguno deseaba discutir la realidad. Dieron media vuelta y volvieron sobre sus pasos hasta llegar de nuevo a la bifurcación.
—¿El otro desvío? —preguntó Runcorn a Sutton.
Sutton negó con la cabeza.
—Por ahí está el fuego. Tenemos que regresar por donde hemos venido.
—Ahora hay más agua —señaló Crow.
—Lo sé.
Sutton echó a caminar sin añadir más. Fueron tras él, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
Monk hizo lo posible para mantener la mente apartada de Hester y Scuff. Pensar en ellos le restaría el enojo y la fuerza que necesitaba para seguir adelante por el agua gélida y apestosa que le llegaba a las rodillas. Chocaba con cuerpos de ratas muertas. Delante de él Sutton seguía llevando al perrillo en brazos. ¿Tenía alguna idea de dónde se hallaban o de lo que tenían delante y detrás, aparte de desprendimientos e incendios?
Doblaron varias esquinas y cruzaron una presa. El agua rugía tan violentamente al caer que no se oían entre sí aunque gritasen.
Sutton señaló a la izquierda, indicando otro corredor.
—Eso es… —chilló Runcorn haciendo bocina con las manos pero sus palabras se perdieron.
Orme miró a Monk.
Crow se encogió de hombros y siguió a Sutton.
Monk y Rathbone no conocían los túneles. Los seis y Snoot cruzaron al otro lado agarrándose unos a otros para vadear la intensa corriente sin perder el equilibrio.
El túnel trazaba una curva y comenzaba a ascender. Entonces, justo cuando Monk creía que empezaba a respirar aire fresco, terminaba de golpe. Había agua manando desde la izquierda, un chorrito que salía de la tierra arrastrando fango con él y cobrando fuerza incluso mientras lo miraban.
—¡Eso va a reventar! —exclamó Rathbone con voz aguda, fuera de control—. ¡Nos ahogaremos!
Dio media vuelta para buscar una escapatoria. El túnel que tenía a sus espaldas hacía bajada, sería el camino que seguiría el agua.
Monk lo vio y comprendió. No había escapatoria. Curiosamente, ahora que se avecinaba el desastre, mantenía el miedo bajo control.
Snoot comenzó a ladrar y a retorcerse para zafarse del abrazo de Sutton.
—Ha olido conejos —dijo Sutton en voz baja—. No tenemos otra salida. Si rompemos esto, el arroyo entrará, pero no es grande. Calculo que hemos topado con lo que solía llamarse el Lark antes de que lo cubrieran. No es muy profundo. Nos mojaremos a base de bien y pasaremos frío, pero si no nos detenemos saldremos al aire libre.
Y sin aguardar aprobación se puso a escarbar la tierra con ambas manos.
Monk miró a Rathbone y luego a los demás. Snoot ya estaba cavando con tanto encono como su amo. Monk se adelantó y se unió a ellos. Los demás hicieron lo mismo.
El arroyo irrumpió en la galería de sopetón y faltó poco para que los derribara. Sutton chocó contra Runcorn, y Crow se agachó para ayudarlos a levantarse, empapados. Los faroles quedaron hechos añicos y se sumieron en la más absoluta oscuridad. La única dirección la marcaba el flujo del agua gélida.
—¡Adelante! —gritó Sutton.
Lo único que cabía hacer para sobrevivir era seguirlo hacia el arroyo. Gatearon contra el agua, intentando respirar, agarrarse a lo que fuera, seguir adelante, hacia arriba, clavando manos y pies, jadeando, helados hasta la médula.
Monk no tenía ni idea de cuánto duró, cuántas veces creyó que los pulmones iban a estallarle. Entonces, de repente, hubo luz, auténtica luz gris diurna, y aire. Se desplomó junto a Sutton sobre el lecho de guijarros y subió con torpeza la pared de piedra de la alcantarilla. Se volvió de inmediato para ver quién venía detrás. Uno tras otro, los demás fueron saliendo empapados, sucios y tiritando de frío. Dio media vuelta para dar las gracias a Sutton y con una infinita oleada de alivio vio que sostenía a Snoot en brazos.
—¿Está bien? —preguntó.
Sutton asintió con la cabeza.
—Creía que no —dijo con voz temblorosa—. Pero respira.
—Gracias, señor. —Rathbone tendió la mano a Sutton—. Nos ha salvado la vida. Ahora tenemos que ir a encargarnos del señor Sixsmith. Si me permite el consejo, yo de usted llevaría al perro a un sitio caliente. —Rebuscó en un bolsillo y sacó un soberano de oro—. Tenga la bondad de darle una cucharadita de brandy de mi parte.
Monk se vio embargado por una emoción tan grande que se quedó sin habla. Miró a Sutton a los ojos, luego otra vez a Snoot para asegurarse de que en efecto respiraba y apretó un momento el brazo de Rathbone. Entonces siguieron a Crow, quien al parecer sabía por dónde había que ir.
Los cinco estaban muertos de frío y sucios de arcilla y restos de aguas residuales cuando llegaron de nuevo a la boca del túnel. Encontraron a Finger y a una veintena más de peones cerca de la gran máquina.
Finger vio a Monk.
—Hemos tenido otro hundimiento muy malo —dijo con gravedad—. ¡Caray! ¿Está bien? ¡Parece que venga del maldito infierno!
—Bien observado —respondió Monk—. Demasiado exacto para ser tildado de lenguaje abusivo. ¿Dónde está Sixsmith?
—Ahí dentro. —Finger señaló hacia la entrada.
Monk la miró y le vinieron náuseas. No se veía con ánimos de entrar otra vez allí. Su cuerpo se negaba a hacerlo. Le temblaban las piernas y se le revolvían las tripas.
Fue Runcorn quien se adelantó con el semblante como de piedra.
—Voy a buscar a ese cabrón —dijo con gravedad—. O le hago subir o hundo todo el puñetero túnel encima de nosotros.
—¡Qué dice! ¡Runcorn! —gritó Monk a su espalda. Soltó un taco. No podía permitir que Runcorn entrara allí. No tenía alternativa. Se abalanzó hacia la oscuridad detrás de él sin dejar de llamarlo.
A unos cincuenta metros de la boca, el túnel aún estaba débilmente iluminado por los faroles de la pared. A los cien el resplandor procedía de delante de ellos y Runcorn se paró en seco.
Monk lo alcanzó.
—Fuego —dijo con voz tomada—. Se nota el calor. ¿Dónde está Sixsmith?
Monk siguió avanzando, ahora muy despacio. Había recorrido otra veintena de metros dando una curva cuando vio la fornida silueta delante de él. Sus andares confirmaban que se trataba inequívocamente de Sixsmith. Caminaba hacia ellos. Sin duda reconoció a Monk en ese mismo instante. Se detuvo y permaneció de pie con los brazos colgando a los lados del cuerpo. Si estaba sorprendido de ver a Monk en ese lugar, nada en su voz lo reveló.
—Más le vale dejarme pasar. Hay un incendio detrás de mí, ¡y soy el único que puede apagarlo! Si no lo hago podría subir a las calles y quemar todo Londres.
—¿Tenía planeado matar a Toby Argyll? —preguntó Monk sin moverse.
—Al final —contestó Sixsmith—. Pero que Mary lo arrastrara con ella fue un golpe de suerte. Tenía previsto que lo culparan de su muerte, pero tal como resultó fue mucho mejor. No pierda el tiempo, Monk. El fuego no tardará en propagarse. Todo el túnel que tengo a mis espaldas está en llamas. Y aquí hay suficiente aire para alimentarlo.
—¿Por qué lo hizo? ¿Por la Argyll Company?
—¡No sea tan rematadamente imbécil! Por venganza. ¡Alan Argyll se apropió de mi invento, del dinero y, para colmo, de un mérito que era sólo mío! A mí me importa un carajo que toda esta mierda estalle, Monk, pero a usted no. ¡Usted no quiere que la ciudad sea pasto de las llamas, así que apártese de mi camino! ¡Puedo apagarlo! Esos idiotas de ahí fuera no saben qué hay que hacer.
Detrás de Monk, Runcorn se estaba moviendo. Monk dio media vuelta para ver qué hacía y en ese instante Runcorn arrojó la piedra. Dio a Sixsmith justo cuando levantaba la mano empuñando la pistola. Cayó hacia atrás disparando y la bala rebotó contra las rocas.
—¡Corre! —chilló Runcorn agarrando a Monk por la cintura y tirando de él, casi levantándolo del suelo.
Juntos se abalanzaron hacia la entrada otra vez a todo correr golpeándose los hombros contra las paredes. Monk se cayó una vez. Runcorn se detuvo y lo puso de pie de un tirón, casi arrancándole el brazo por la articulación, casi reabriéndole la herida. Pero alcanzaron la boca del túnel justo cuando Finger ponía la gran máquina en marcha obedeciendo órdenes de Orme. La tierra comenzó a estremecerse y cayeron algunas rocas. Los sillares temblaron y la máquina entera se deslizó hacia delante. Las gigantescas estacas que la sostenían se soltaron y la máquina se deslizaba y aporreaba, escupiendo vapor.
Finger saltó y se alejó corriendo mientras el artefacto daba bandazos hacia delante. Los sillares se desplomaron y gradualmente la pared entera y los tablones y tablas que la recubrían se combaron y cedieron. Las vigas cruzadas explotaron como palillos. Con una gran erupción, la tierra se desmoronó con un rugido tapando la boca del túnel, que quedó enterrada como si nunca hubiese existido.
Los guijarros repiquetearon al caer; dentro de la columna blanca de humo hubo una explosión de vapor. Luego se hizo el silencio.
Monk se frotó la cara con las manos y se dio cuenta de que estaba temblando.
—Menos mal que Sixsmith está enterrado —dijo Rathbone con un asomo de su acostumbrado sentido del humor—. No sé si hubiese sido capaz de condenarlo. —Sonrió con picardía—. No vuelvas a traerme un caso durante una buena temporada, Monk. Me has destrozado la ropa.
Los cinco estaban de pie en fila, sucios, helados y extrañamente victoriosos.
—Gracias, caballeros —dijo Monk.
Y nunca en su vida había dicho algo más en serio.
FIN