Aquella tarde Monk y Runcorn regresaron a Charles Street. Se disponían a llamar a las puertas de quienes habían ido al teatro la noche anterior y tal vez hubiesen regresado hacia la misma hora la noche en que había muerto James Havilland. La lluvia caída durante el día había convertido la nieve de la víspera en una masa fangosa y medio derretida, pero volvía a nevar y las aceras estaban resbaladizas. La cortina de humo que cubría la ciudad por culpa de los hogares domésticos y las chimeneas de las fábricas tapaba las estrellas. Las farolas resplandecían envueltas en un halo amarillento y neblinoso, y el frío de la noche se hacía notar en la garganta. El sonido de los cascos de los caballos se oía alto, claro, y también el crujido de las ruedas de los carruajes al aplastar la nieve congelada.
Monk y Runcorn caminaban todo lo deprisa que les era posible. Mantenían la cabeza gacha contra el viento, el sombrero bien calado y el cuello del abrigo levantado.
Runcorn echó un vistazo a Monk como si fuese a decir algo, pero al parecer cambió de opinión. Monk sonrió, en parte para sí. Sabía lo que Runcorn estaba pensando: lo mismo que él, que seguramente iba ser una pérdida de tiempo. Pero ya que habían llegado hasta allí, bien podían probar suerte en todas las casas cuya puerta principal, entrada de servicio o caballeriza hubiera permitido ver llegar a alguien o dirigirse hacia la cuadra de Havilland la noche del crimen.
Antes de salir Monk había ido a la hemeroteca y consultado periódicos atrasados para saber con exactitud a qué hora los teatros habían abierto sus puertas y cuándo las habían cerrado.
—Bueno, tendremos que seguir —dijo Runcorn con reticencia al subir la escalinata de la primera puerta.
La tentativa fue en balde, igual que la segunda. La tercera se prolongó un poco más, pero tampoco sirvió de nada. El hombre que habló con ellos se mostró muy cortés, pero enseguida dejó claro que no deseaba verse implicado en ningún suceso ocurrido en la calle o en casa de un vecino. Se marcharon más abatidos que si se hubiese limitado a negar que había salido.
Runcorn se subió aún más el cuello del abrigo y miró a Monk en silencio. Ahora se hallaban a cuatro puertas de la casa de Havilland y en la acera de enfrente. Monk continuó con la investigación, pero más por una perversa negativa a darse por vencido que en la esperanza de conseguir algo.
Subieron la siguiente escalinata a la vez pero fue Runcorn quien llamó a la puerta.
El lacayo que la abrió era joven y quedó un tanto aturullado. Saltaba a la vista que no esperaba visitantes a aquella hora de la noche.
—¿Qué ocurre, caballeros? —preguntó con cierta inquietud.
—Nada malo —lo tranquilizó Runcorn—. ¿Está su patrón en casa?
—¡Sí! —contestó el muchacho sin pensarlo. Tendría que haber sido más circunspecto, incluso a aquellas horas, y se dio cuenta en cuanto lo hubo dicho. Se puso colorado—. Al menos… —No supo cómo terminar la frase sin mentir descaradamente.
—¿Se trata del señor Barclay y la señora Ewart? —inquirió Runcorn en tono de desconcierto apenas perceptible.
—Sí, señor —le respondió el lacayo, todavía confuso. Estaba claramente avergonzado y se debatía buscando el modo de salir del aprieto. Aún no lo había logrado cuando un hombre de unos treinta años cruzó el vestíbulo y se dirigió a la entrada. Era alto, bastante elegante e iba vestido con ropa de noche como si acabara de regresar de algún evento formal.
—¿Qué ocurre, Alfred? —preguntó frunciendo el entrecejo—. ¿Quiénes son estos caballeros?
—No lo sé, señor. Ahora iba…
—Mi nombre es John Barclay —dijo el hombre con cierta aspereza—. ¿Quiénes son ustedes y en qué podemos servirles? ¿Se han perdido?
—Soy el comisario Runcorn, señor Barclay —se presentó Runcorn—. Y él es el inspector Monk, de la Policía Fluvial del Támesis. Perdone que le molestemos tan tarde, señor, pero ya que ha salido a estas horas, nos preguntábamos si lo hacía usted con frecuencia.
Barclay enarcó las cejas.
—Por supuesto; pero no es asunto suyo, ¿verdad? Y ¿puede saberse qué tiene que ver eso con la Policía Fluvial? No he estado en ningún lugar cercano al río. Excepto para cruzar el puente, claro. ¿Ha ocurrido algo? Yo no he visto nada.
—Esta noche no, señor. —Runcorn tiritaba y sus palabras resultaban un poco confusas.
Monk estornudó.
—En ningún momento he visto nada que pueda interesar a la policía —dijo Barclay con impaciencia—. Lo lamento, no puedo ayudarles. —Echó un vistazo a Monk—. Por el amor de Dios, hombre, váyase a casa y tómese un ponche o alguna otra cosa caliente. ¡Es casi la una de la mañana!
La actitud de Barclay irritó a Runcorn. Monk se dio cuenta al ver el modo en que apretaba la mandíbula y ladeaba un poco la cabeza.
—¿Conocía al señor James Havilland, señor? Vivía cuatro puertas más arriba, en la acera de enfrente.
Barclay se puso tenso.
—En efecto, aunque sólo lo que dicta la cortesía. Teníamos muy poco en común.
—Pero ¿le conocía? —Runcorn estaba decidido a retener a Barclay en la escalera si éste no los invitaba a entrar. La noche era gélida y el viento, que soplaba del noreste, penetraba en la casa.
—Ya se lo he explicado, inspector, o el rango que tenga… —dijo Barclay.
—Comisario, señor —lo corrigió Runcorn.
—Bien, comisario. ¡Le conocía del modo en que se conoce a los vecinos! Uno procura ser educado pero no alterna en los mismos círculos sociales cuando no comparte los mismos… intereses. ¿He de ser más explícito?
Se oyó un ligero taconeo a sus espaldas sobre el parquet del vestíbulo y la puerta se abrió mostrando a una mujer que debía de tener la misma edad que Barclay. También era esbelta, con el pelo castaño, los ojos azules y unas cejas altas que conferían a su rostro un aspecto muy distintivo.
—No es nada, Melisande —se apresuró a decirle Barclay—. Vuelve adentro que te enfriarás. Hace una noche de perros.
—Entonces no retengas a estos caballeros en la escalera, John —dijo ella razonablemente. Miró a Runcorn y luego a Monk—. Pasen, por favor. Hablarán más cómodos dentro. ¿Les apetece beber algo caliente? Tal como dice mi hermano, hace una noche espantosa. Seguro que tienen los pies helados. Los míos lo están.
—¡Santo cielo, Mel, son policías! —siseó Barclay en lo que pretendía ser un aparte pero que resultó perfectamente audible hasta en la acera.
—¡Dios mío! —exclamó ella—. ¿Ha ocurrido algo?
Se acercó más. Monk vio bajo la luz de la entrada que su cara era encantadora aunque reflejaba una paciencia e incluso una tristeza que daban a entender que la vida no era tan fácil ni satisfactoria para ella como un juicio superficial haría suponer.
—Nada por lo que debas preocuparte, cariño —dijo Barclay lanzándole una clara indirecta—. Sólo buscan testigos.
La mujer no se retiró.
—Tiene que tratarse de algo urgente para que vengan a estas horas de la noche. —Miró a Runcorn, que estaba mejor iluminado que Monk—. ¿Qué necesita saber, señor…?
—Runcorn, señora —contestó con un pizca de timidez. Había algo en la elegancia de su traje, la perfecta curva del cuello, que hizo que se fijara en ella más de lo normal, no sólo profesionalmente sino a título personal. Monk lo intuyó, aunque no supo cómo.
Melisande sonrió.
—¿Qué es lo que podríamos haber visto, señor Runcorn?
Runcorn tosió como si necesitara aclararse la voz.
—No hay muchas probabilidades, señora, pero no queremos dejar ningún cabo suelto. Es acerca del señor James Havilland.
—Me temo que no lo conocía muy bien… —comenzó.
—No lo conocías de nada —intervino Barclay. Se volvió hacia Runcorn y prosiguió—: Le aseguro que no sabemos qué ocurrió ni por qué, salvo que el pobre hombre se pegó un tiro. Francamente, no acierto a comprender por qué siguen perdiendo el tiempo ahondando en esa tragedia. ¿Es que no hay suficientes delitos para mantenerlos ocupados? ¡Si no saben dónde se cometen, ya se lo indicaré yo!
—¡John! —protestó su hermana, y luego miró a Runcorn como disculpándose—. ¿Qué piensa que podríamos haber visto?
Una súbita gentileza transformó el semblante de Runcorn. Monk estaba comenzando a darse cuenta de lo mucho que había cambiado a lo largo de los dos últimos años. Una especie de confianza en sí mismo le había permitido sentir menos necesidad de defenderse, ser más consciente del dolor ajeno.
—A alguna persona en la calle, o que saliera del callejón de las caballerizas —contestó Runcorn—, cualquier desconocido, alguien cuya presencia les sorprendiera por algún motivo. En realidad, cualquier persona, ya que podría haber presenciado algo y estar dispuesta a ayudar.
—¿Ayudar a qué? —dijo Barclay en tono mordaz—. ¡Dejen descansar a los muertos en paz! Tengamos un poco de consideración. Su pobre hija también se quitó la vida. Supongo que estarán al corriente de ello.
Monk intervino por primera vez y lo hizo en un tono más bien incisivo.
—Yo estaba allí, de patrulla por el río. Cayó desde el puente. No estoy seguro de si lo hizo adrede.
Barclay se mostró sorprendido.
—Nadie más parece dudarlo —dijo—. Pero aunque cayera por accidente, eso no tiene nada que ver con nosotros. Ocurrió a kilómetros de aquí y no podemos ayudarles. Lo lamento. Buenas noches. —Dio un paso atrás.
Melisande llevaba un vestido ligero y obviamente tenía frío, pero se resistió a dejarlo retroceder. Miró a Monk y preguntó:
—¿Existe alguna posibilidad de que no se quitara la vida? —Tenía el cutis terso y una chispa de esperanza le iluminaba los ojos—. No la conocía muy bien, pero me gustaría mucho pensar que no estaba tan desesperada como para hacer algo así, y, por supuesto, también que le dieran sepultura como es debido. Lo otro es tan… atroz.
—Sí, hay una posibilidad, señora —contestó Monk—. Eso es parte de lo que seguimos investigando.
—Y si vimos a alguien en la calle la noche en que murió su padre, ¿podría serles de utilidad?
—Sí.
Runcorn la miraba fijamente con inquebrantable ternura. ¿Habría percibido también su tristeza, su vulnerabilidad?
Como si cobrara conciencia de ello, Melisande se volvió hacia Runcorn y respondió como si hubiese estado hablando con él y no con Monk.
—Fuimos al teatro aquella noche —dijo—. No recuerdo qué vimos y tampoco es que eso importe ahora. Se me borró de la mente a la mañana siguiente en cuanto me enteré de lo sucedido. Lo que sí puedo decirle es que regresamos una media hora después de medianoche y que vimos a un hombre salir de las caballerizas de enfrente.
—No le vimos salir —la contradijo Barclay haciendo una mueca—. Estaba en el sendero, tambaleándose. Saltaba a la vista que había bebido de más. No tengo ni idea de quién era, así que no puedo decirles dónde encontrarlo. Pero aunque pudiera, no les serviría de nada. Ni siquiera veía por dónde iba, de modo que no sería un testigo fidedigno. —Frunció el entrecejo y endureció la expresión—. Y aunque hubiese visto a Havilland apuntarse a la sien y apretar el gatillo, ¿de qué serviría? Saben lo que ocurrió. Tengamos la piedad de olvidarlo. No fue culpa de nadie, y no guarda ninguna relación con nosotros.
Monk estaba helado. Su cuerpo y el de Runcorn resguardaban en cierta medida a Barclay y su hermana, pero aun así notó el calor del rencor avivarse en sus entrañas.
—¡Es posible que no se matara, señor! —dijo con acritud.
—¡No sea ridículo! —Ahora Barclay estaba enojado, nervioso—. ¿Acaso insinúa que hay un maníaco que va por ahí en plena noche disparando a la gente en su propia casa? ¿Aquí? —Extendió el brazo como para proteger a su hermana.
Melisande se apartó un poco de él, lo justo para quedar fuera de su alcance, con la mirada todavía fija en Runcorn.
Fue Runcorn quien respondió, no tanto para contradecir a Barclay como para tranquilizar a Melisande.
—No, señor. Si lo hizo un tercero, lo tenía todo planeado y dispuesto de antemano, y fue por algo relacionado con su trabajo. Nadie más tiene por qué alarmarse. Si estamos en lo cierto, el sujeto en cuestión se encuentra a kilómetros de aquí y lo último que hará será atraer la atención sobre su persona regresando al lugar de los hechos.
Melisande sonrió.
—Gracias —dijo en voz baja—. Y sí que salía del callejón de las caballerizas. Hacía eses como si estuviera borracho, y de hecho lo admitió.
—¿Dice que lo admitió? —Runcorn quedó perplejo—. ¿Qué dijo exactamente?
—Tenía una mancha en la chaqueta. —Melisande se tocó el hombro, más o menos donde se hubiese sujetado un prendedor—. Aproximadamente aquí. Una mancha bastante grande, de unos diez centímetros de diámetro, oscura, como si estuviera húmeda. Me vio mirarla, aunque sólo fue un instante. Me pareció un sitio muy raro para una mancha de ese tamaño. Dijo que había tropezado y caído en el callejón. Dijo… —gesticuló como si se cepillara el vestido— que no sabía encima de qué había caído, pero que prefería no pensarlo. Se disculpó y se marchó calle abajo. —Lanzó una mirada a su hermano—. Si de verdad cayó delante de las cuadras, tendría que haber olido a estiércol de caballo —agregó muy seria.
Barclay no sólo parecía asqueado, sino también impaciente.
—¡Yo diría que apestaba, Mel! —dijo con dureza—. A tierra y a bosta. —Su garganta emitió un sonido gutural—. Me estoy muriendo de frío plantado aquí fuera. No tenemos nada más que agregar. Buenas noches, agentes.
Melisande rehusó moverse a pesar del creciente enojo de su hermano.
—No olía a nada. Pasó muy cerca de mí. Estuvo a un par de palmos y no olía a nada excepto…, a sudor, a algo empalagoso y…, a otra cosa más fuerte que tampoco reconocí —añadió sin apartar los ojos de Runcorn.
Monk notó un aguijonazo de excitación, el primer atisbo de significado. Miró a Runcorn y se mordió el labio inferior para no intervenir. Runcorn soltó el aire despacio.
—¿Qué clase de olor, señora? —Puso un cuidado exquisito en no sugerirle nada—. ¿Podría describirlo?
—¡Pero bueno! —Barclay perdió los estribos—. ¿Qué diablos le pasa, hombre? ¡Preguntar a una dama por el olor exacto de un borracho! No sé con qué clase de personas está acostumbrado a…
Melisande se puso colorada haciendo patente que la grosería de su hermano la violentaba mucho más que la naturaleza de la pregunta.
Runcorn también se sonrojó; por ella, no por sí mismo. Monk lo advirtió en el enojo y la confusión que reflejaba de su mirada. Ansiaba ayudarla pero no sabía cómo. Algo en su actitud, su particular clase de soledad, había hecho mella en su compasión incitándolo a defenderla a toda costa hasta el final.
¿Podía echar Monk una mano sin privar a Runcorn de su oportunidad? ¿Qué era mejor: rescatarla o resignarse a admitir que si Runcorn no lo lograba era porque resultaba imposible? La habían educado para obedecer, para conformarse. Pensó en Hester y sonrió para sí.
Runcorn miró a Barclay con expresión de desdén.
—Es importante, señor —dijo. Le temblaba un poco la voz, pero no a causa del frío. Él y Monk estaban tiritando y apenas sentían los pies—. Ese hombre quizá presenció un homicidio. No disfruto afligiendo al prójimo, pero a veces resulta que quienes más pueden ayudar también son los más sensibles a los…, detalles desagradables.
—Por favor, John, no intentes evitar que cumpla con mi deber. Eso no me hará ningún bien. —Melisande miró a Runcorn con una sonrisa de gratitud—. Era un olor más bien acre, como a humo. No muy agradable, pero tampoco a ácido o a suciedad.
—Seguramente cogió una colilla de cigarro —intervino Barclay arrugando la nariz.
—No, no era un puro —repuso Melisande—. Conozco el humo de tabaco. Desde luego no era eso, aunque sí olía a humo. —De repente palideció—. ¡Oh! ¿Quiere decir que podía ser humo de pistola?
—Podría serlo —confirmó Runcorn.
—¡Con eso sólo no puede fundamentar una acusación de asesinato! —protestó Barclay.
—No lo estoy haciendo. —Runcorn no supo ni quiso disimular su antipatía. Miró a Barclay fríamente—. Hay otros motivos para creer que el señor Havilland quizá no disparó contra sí mismo. —Se volvió de nuevo hacia Melisande con una mirada más amable—. ¿Recuerda algo sobre el aspecto de ese hombre, señora? ¿Qué estatura tenía? ¿Era corpulento o menudo? ¿Algún rasgo de su cara?
Melisande reflexionó durante un momento y contestó:
—Era muy delgado. Tenía el rostro enjuto, al menos la parte que pude ver. Llevaba bufanda —hizo un gesto cubriéndose el cuello y el mentón— y sombrero. Me parece que era bastante moreno…
—¡Era de noche y en pleno invierno! —dijo Barclay afectando un esfuerzo por ser razonable pese a la aparente falta de sentido común de los demás—. Era de estatura y complexión normales y llevaba puesto un abrigo oscuro viejo y sucio con el cuello levantado como haría cualquiera en una noche como aquélla. ¡Eso es todo!
—Si su abrigo era oscuro, ¿cómo es que vieron la mancha húmeda? —preguntó Runcorn.
—¡De acuerdo, no era oscuro! —espetó Barclay—. Era un abrigo claro, pero aun así estaba sucio. Ahora ya le hemos dicho todo lo que podíamos y ha retenido a mi hermana aquí fuera más tiempo de la cuenta. ¡Buenas noches!
Melisande soltó un suspiro, quizá para señalar que era él quien había preferido que se quedaran en la puerta, cuando ella los había invitado a entrar. Pero debió de recordar también que era de Barclay de quien dependía, no de Runcorn o Monk.
—Buenas noches —dijo con una rápida mirada de disculpa antes de entrar de nuevo en la casa.
La puerta se cerró sumiendo a los policías en una súbita oscuridad. Estaban tan entumecidos por el viento helado que dieron los primeros pasos casi trastabillando.
Runcorn recorrió en silencio unos cien metros, absorto en sus propios pensamientos.
—Habrá que comprobar si alguien más le vio —dijo Monk por fin—. Quizás el mozo de cuadras de una de las casas.
Runcorn lo miró de soslayo.
—Quizá —convino secamente—. Apuesto a que era un asesino contratado por los Argyll para deshacerse de Havilland. Pero tenemos que descartar todo lo demás, así que mañana habrá que insistir. Puedo encargar el trabajo a mis hombres. Supongo que tendrás bastante que hacer en el río.
Monk sonrió. La repentina asunción de su posición era una manera indirecta de darle las gracias por no lucirse delante de Melisande Ewart.
—Sí. Una racha de robos, en realidad. Gracias.
Runcorn lo miró un momento como para asegurarse de que no hubiera mofa en sus ojos. Luego asintió con la cabeza y siguió andando.
A la mañana siguiente Monk llegó nuevamente tarde a Wapping. Se había propuesto no hacerlo, pero volvió a dormirse en cuanto Hester lo hubo despertado, y ni siquiera el ruido que ella hizo al retirar las cenizas de la hornilla lo arrancó del sueño.
Eran casi las diez cuando subió la escalera desde el transbordador. Estaba peligrosamente resbaladiza a causa del hielo que había. Al llegar arriba vio a Orme salir de la comisaría. ¿Le había estado esperando? ¿Por qué? ¿Para advertirle otra vez de que Farnham le aguardaba? Se estremeció de frío.
Orme fue a su encuentro a toda prisa, con el cuello del abrigo levantado y el cabello enmarañado por el viento.
—Buenos días, señor —dijo sin levantar la voz—. ¿Le apetece estirar un poco las piernas? —Ladeó la cabeza señalando hacia el sur.
—Buenos días, Orme. ¿Qué ocurre? —preguntó Monk, que captó la indirecta y giró para seguirlo.
—Ayer estuve haciendo unas cuantas pesquisas, señor. Pregunté aquí y allá y me cobré un par de favores —contestó Orme en voz baja. Alejó a Monk de la comisaría y al cabo de unos instantes quedaron fuera de vista—. Es cierto que los robos han aumentado en el último par de meses o así; ingeniosos, metódicos. El pasajero está de pie conversando. La pieza desaparece; un reloj, una pulsera, lo que sea. De manera que no se da cuenta hasta al cabo de un rato y entonces, claro está, es demasiado tarde. Podría estar en cualquier parte. Siempre hay alguien a tu lado que podría haberlo hecho, pero invariablemente asegura que no ha visto nada.
—Varias personas trabajando en cuadrilla —dijo Monk—. Una para distraer, una para sustraer, una que pasa el objeto robado, otra para impedir los movimientos de la víctima ofreciendo su ayuda y quizás una quinta que se esfuma con el botín.
—Así es. Y por lo que me han dicho estoy bastante seguro de que al menos una de ellas es un niño, de diez u once años, cada vez.
—¿El mismo niño?
—No, pero sí de esa edad. La gente los toma por mendigos, holgazanes que rondan a la espera de que les den algo de comer o sencillamente para no pasar frío. Se está mejor en un barco que en los muelles expuestos al viento.
Monk pensó en Scuff. Seguramente preferiría trabajar a robar, pero ¿qué empleo iba a encontrar un niño en el río durante el invierno? La idea de una comida caliente, un lugar seco a resguardo del viento y una manta bastaría para tentar a cualquiera. Scuff era valiente, imaginativo, despierto, el blanco ideal para uno de esos indeseables que daban cobijo a niños vagabundos para convertirlos en ladrones. Aquello distaba mucho de la vida ideal, pero a cambio comían, se vestían y en cierta medida estaban protegidos. Le enfermaba pensar que Scuff pudiese terminar así. Los tribunales no se mostraban indulgentes con los niños. Un ladrón era un ladrón.
—¿Algún sospechoso en concreto? —preguntó Monk.
Orme debió de percibir la emoción de su voz. Lo miró por un instante.
—Alguno. Sólo los brazos y las piernas de la banda, por decirlo así. Para que sirva de algo hay que atrapar al cabecilla. No será fácil.
—Habrá que trazar un plan —señaló Monk—. Ver si los robos siguen alguna pauta. ¿Ha aparecido algún objeto sustraído? ¿A quién le interesa esa clase de material? ¿A los grandes peristas?
Monk se refería a quienes se hacían con los objetos valiosos y sabían dónde y cuándo venderlos. Durban no debería haber preguntado: tendría que haber sabido sus nombres, los lugares donde traficaban, sus almacenes, los objetos en que estaban especializados.
—Sí, señor —dijo Orme sin agregar nada más.
Monk se dio cuenta, como si de repente hubiese llegado al borde de un agujero enorme, de lo mucho que Orme echaba de menos a Durban, así como de lo lejos que aún estaba él de llenar aquel hueco. Quizá nunca lograra ganarse una lealtad semejante ni conseguir que los hombres lo aceptaran como habían hecho con Durban, pero podía ganarse su respeto gracias a su habilidad y, con el tiempo, tal vez su confianza.
Por el momento era en Orme en quien confiaban, Orme a quien serían leales y obedecerían. Monk sólo contaría con su apoyo aparente, y en el caso de Clacton ni eso. Constituía un problema pendiente de resolución, y todos estarían aguardando para ver cómo lo manejaba Monk. Tarde o temprano el propio Clacton provocaría un enfrentamiento y la autoridad de Monk dependería de si vencía y cómo.
Trató de recordar otros planes que había trazado en el pasado para atrapar bandas de ladrones, pero desde el accidente que le había arrebatado la memoria había trabajado sobre todo en casos de asesinato. Los robos pertenecían a un pasado anterior, en los primeros años, cuando él y Runcorn habían trabajado juntos, pensó Monk con ironía, no el uno contra el otro. Acudieron a su mente confusos recuerdos de viajes a los arrabales, aquellas extensas barriadas con sus túneles subterráneos y sus viviendas ruinosas e insalubres. Había pasadizos, trampillas, pendientes abruptas y callejones sin salida, infinidad de lugares y maneras de quedar rodeado, de que le cortaran el cuello a uno sin que nadie se enterara ni volviese a verlo. Cualquier cadáver podía desaparecer arrastrado por la corriente, y si acababa en la alcantarilla las ratas se encargaban de él.
Era un mundo violento y peligroso, sumido en una pobreza tan absoluta que sólo los más fuertes y afortunados sobrevivían. La policía rara vez se adentraba en él y cuando lo hacía llevaba consigo a alguien que mereciera su confianza, no sólo por su lealtad sino también por su destreza, velocidad, valor y, por encima de todo, arrojo. En otro tiempo él y Runcorn se habían profesado esa clase de confianza.
En las destartaladas casas del trecho anegado de la ribera sur conocido como Jacob’s Island podía haber un centenar de hombres escondidos entre los restos de edificios que se iban hundiendo lentamente en el lodo. Lo mismo ocurría en las populosas barriadas del puerto, las inciertas mareas de la dársena del Pool de Londres con sus grandes buques cuyos cargamentos llegaban a los muelles para desaparecer en un par de días. Los fumaderos de opio de Limehouse o los restos de naufragios que salpicaban las orillas hasta el mar podían ocultar cualquier cosa. Tendría que poner su vida en manos de Orme igual que éste en las de él. Pero para alcanzar semejante confianza había que superar ciertas pruebas.
—Trazaré un plan —dijo en voz alta por fin—. Si usted tiene alguno, cuéntemelo.
—Sí, señor. Estaba pensando…
—Al grano —instó Monk.
—Me gustaría apresar a Fat Man —dijo Orme pensativo—. Le debo mucho a ese tipo, después de tanto tiempo.
—Deduzco que quiere decir mucho daño, no lo contrario.
—Desde luego, señor, mucho daño. —La voz de Orme sonaba en extremo cortante, como si cargara con un peso enorme.
Monk estaba abrumado por lo poco que sabía sobre aquellos hombres. Orme no parecía guardarle rencor. De hecho, lo había alejado adrede de la comisaría para que Farnham no lo viese llegar tarde, y la víspera le había cubierto las espaldas para que pudiera investigar el caso Havilland.
De pronto a Monk se le ocurrió que Orme le estaba permitiendo hacer todo aquello deliberadamente para luego traicionarlo ante Farnham, dándole suficiente cuerda para que se ahorcara con ella. ¿Por qué no había ocupado el propio Orme el puesto vacante de Durban? Era perfectamente capaz y los hombres confiaban en él y lo admiraban; ¡incluso estaba mucho mejor preparado que Monk! ¿Por qué Durban había propuesto a Monk? ¿Acaso también por traición?
Monk se sentía aturdido. Su ignorancia era como una inmensa corriente negra que lo arrastraba hacia la destrucción.
—He estado pensando, señor… —Orme seguía hablando—. Me consta que si nos deshacemos de Fat Man, que es el perista más importante de los que operan en el río, alguien ocupará su lugar. Me da la impresión de que ese alguien será Toes. Y a Toes nos será más fácil mantenerlo bajo control. Es avaricioso, pero poco más. Al menos por ahora. Fat Man es diferente. Tiene una vena cruel de la que hemos de librarnos. No duda en rajar lentamente a cualquier desgraciado que le lleve la contraria. Es muy hábil con el cuchillo. Sabe cómo hacer daño sin matar.
Monk miró el rostro serio y compungido de Orme y volvió a percibir su pesar.
—Muy bien, librémonos de él —accedió.
Orme lo miró fijamente.
—Sí, señor Monk. Y nada de ajustar cuentas personales. Ni favores ni venganza, como solía decir el señor Durban.
Se volvió enseguida con un nudo en la garganta, y Monk comprendió que el fantasma de Durban siempre iba a estar presente.
De modo que lo utilizaría. Dedicaría la jornada a revisar todos los archivos de Durban hasta dilucidar qué habría hecho éste para atrapar a los cabecillas de las bandas infantiles y seguir la pista de los objetos robados hasta llegar a Fat Man. Ni favores ni venganza. También deseaba saber por qué Orme no había obtenido un ascenso. A ese respecto quizá le conviniese más seguir en la inopia, pero tenía que averiguarlo. Podría ser importante algún día; quizá su vida dependiese de ello.
La mayor parte de los casos que estudió eran delitos rutinarios exactamente iguales a los que había resuelto desde su incorporación al cuerpo. Lo único inusual en las notas de Durban era que resultaban más breves de lo que Monk hubiese esperado, y más personales. Su caligrafía era firme aunque, a veces, descuidada, como si hubiese escrito con prisa o cansado. Contenían toques de humor y discretos apartes que sugerían que Clacton tampoco había sido muy del agrado de Durban. La diferencia residía en que éste sabía cómo mantenerlo a raya, en buena medida porque los demás hombres no estaban dispuestos a tolerar su deslealtad.
Monk sonrió. Al menos había encontrado la solución a ese problema, siempre y cuando supiera cómo sacar provecho de ella.
Leyó cuidadosamente los informes sobre los robos en los barcos de pasajeros. Parecían variar, aunque no supo detectar ninguna pauta concreta. Había otros delitos diversos, algunos muy graves. Durban dedicaba varias páginas a uno que al parecer le había impresionado especialmente. La caligrafía era menos cuidada en estos párrafos y muchas letras aparecían inacabadas.
Monk leyó el informe porque le atrajo el apremio que transmitía. No tenía nada que ver ni con robos ni con barcos de pasajeros. Trataba sobre el asesinato de un próspero cuarentón. Habían hallado su cadáver en el río. Al parecer lo habían matado de un disparo la noche anterior y arrojado su cuerpo al agua. Fue identificado como Roger Thorwood, de Chelsea, un barbero de considerables medios e influencia. Había dejado viuda, Beatrice, y tres hijos.
Durban había invertido mucho tiempo y energías en la investigación, y había comprobado todas las pistas. Sus esperanzas y frustraciones se reflejaban claramente en sus notas. Pero al cabo de tres meses no había descubierto nada y se vio obligado a abandonar el caso y a dedicar toda su atención a otros asuntos. La muerte de Roger Thorwood permaneció envuelta en el misterio. La última anotación de Durban sobre el tema figuraba garabateada y en algunos trozos resultaba ilegible.
He hablado con la señora Thorwood por última vez. No puedo hacer nada más. Todas las vías de investigación están cerradas. O no conducen a ninguna parte o llevan a un laberinto imposible. Nunca pensé que un día diría de un asesinato que era mejor olvidarlo, pero de éste lo digo. Y está mal contar con que Orme siga cargando con mis otras responsabilidades, aunque en el futuro pueda recibir justa recompensa por su trabajo y su lealtad. Eso no me lo debe a mí, sino que está en su naturaleza, pero no quita que le esté profundamente agradecido. No hay más que decir.
Monk se quedó mirando la página. Le resultó curiosamente difícil pasarla y continuar con los homicidios, robos, reyertas y accidentes que venían después. Había algo dolorosamente inacabado en ella, no sólo en relación con el misterio de la muerte de Roger Thorwood, sino con la evidente implicación de Durban en su esclarecimiento, o la ausencia del mismo. Se lo había tomado como algo personal. Su enojo y decepción estaban allí, así como algo menos manifiesto y que había tenido la precaución de no mencionar. ¿Protegía acaso a un tercero, o a sí mismo?
También había una alusión indirecta a que Orme nunca recibía la recompensa adecuada por su trabajo. Al parecer había cubierto a Durban del mismo modo que estaba haciendo con Monk. Eso volvía a suscitar la pregunta de por qué no había recibido el ascenso que su aptitud merecía. Todo indicaba que Durban conocía el motivo. Monk se dio cuenta de que quizás él también debería saberlo para formarse una opinión más justa de Orme. Aun así, le alegró no disponer en ese momento de tiempo para investigarlo.
Lo que necesitaba era un plan para atrapar a los ladrones, que operaban en los barcos de pasajeros. Más importante aún, deseaba seguirles el rastro hasta el perista que los organizaba, y probablemente hasta el cabecilla de la banda infantil.
Orme regresó a las dos de la tarde. Juntos, sin mencionar a Durban para nada, planificaron una serie de acciones que entrañarían peligro y exigirían una sincronización rigurosa pero que los conduciría no sólo a atrapar a los ladrones sino a acabar con los peristas que tenían detrás.
Orme estaba nervioso, pero no vaciló ni puso objeción alguna a la intención de Monk de participar activamente.
—Y Clacton —agregó Monk.
Orme levantó la vista, sorprendido.
Monk sonrió, pero no dio más explicaciones.
Orme apretó los labios y asintió con la cabeza.
Monk se encontró con Runcorn junto al puesto de castañas que había al principio de Westminster Bridge Road. Eran las cuatro de la tarde y ya había oscurecido. Una pesada nube flotaba como un palio sobre la ciudad. El aire olía a humo de chimenea y el viento gélido anunciaba una nevada inminente. Río abajo la bruma subía con la marea entrante, y, frente a las aguas oscuras, Monk oía el aullido de las sirenas de niebla. Sonaban varias a la vez, y su estremecedor sonido transmitía una desolación absoluta. En ese momento resonaban vagamente, pero cuando la niebla se asentara se tragaría sus lamentos cortándolos antes de que terminasen, como gritos estrangulados en la garganta.
—Encontré al cochero —dijo Runcorn pelando una castaña caliente—. Llevó hasta Picadilly al hombre que el señor Barclay y la señora Ewart vieron salir de las caballerizas. Lo recuerda bastante bien porque hizo una cosa extraña: se apeó de su coche y cruzó la plaza, que estaba muy tranquila a esas horas de la madrugada, ya que todos los teatros de Haymarket y Shaftesbury Avenue hacía rato que habían cerrado. Entonces se subió a otro coche de punto y desapareció en dirección este por Coventry Street hacia Leicester Square. —Levantó la mirada de la castaña, atento a la reacción de Monk—. ¿Por qué cambió de coche si al suyo no le pasaba nada malo?
—Porque no quería dejar rastro —contestó Monk—. No me extrañaría que hubiese cambiado de coche una vez más, o incluso dos, antes de ir a donde quería.
—Exacto —convino Runcorn con una sonrisa—. No estaba borracho, no era un mendigo y, desde luego, no era mozo de cuadras.
—Puede que fuese…
Runcorn enarcó las cejas.
—¿Con lo que cuesta un coche de punto desde Westminster Bridge Road hasta el East End?
Monk deseó no haber dicho aquello. Desvió la mirada.
—No, claro que no. Fuera quien fuese, tenía dinero.
—¡Exacto! —exclamó Runcorn—. Me parece que la señora Ewart vio al hombre que disparó contra James Havilland. Nos dio una descripción bastante buena de él, y el cochero añadió algunos datos. Según parece tiene el pelo negro y al menos en esa ocasión iba bien afeitado. Le pareció que tenía el rostro enjuto y la nariz larga, estrecha entre los ojos.
—Un cochero muy observador —comentó Monk, un poco escéptico—. ¿Seguro que no estaba intentando quedar bien con la policía?
—No, su descripción es correcta —contestó Runcorn bajando la vista—. Encaja con lo que la señora Ewart recordaba de él. Lo que tenemos que hacer es identificar a su cliente. Será la misma persona que escribió a Havilland para que acudiese a la cuadra en plena noche. Todo se hizo con sumo cuidado. No robaron nada. El sujeto en ningún momento entró en la casa, por lo que hemos visto. No hay ningún rastro de él.
Monk no discutió. Se había planeado hasta el último detalle con precisión y notable habilidad, y, obviamente, con conocimiento de la vida personal de Havilland. Éste no había dudado en ir a la cuadra, ni había pedido a Cardman ni a uno de los lacayos que lo acompañaran o aguardasen despiertos. No había temido nada del sujeto con quien iba a reunirse. Y quienquiera que fuese no aprovechó la oportunidad para robar en la casa. O bien se asustó, lo que no parece posible, o fue recompensado por lo que hizo de otra manera. Así se lo hizo saber a Runcorn.
—Dinero —respondió Runcorn con amargura—. Alguien le pagó para que matara a Havilland.
—En esa clase de acuerdos el pago suele efectuarse en dos veces —señaló Monk—. La primera antes de cometer el crimen y la segunda después. Quizá logremos seguir el rastro del dinero. Es arriesgado cometer un asesinato en una zona como ésta. Seguro que no salió barato.
—Lo sé. Pudo haber ahorrado durante un tiempo…
—Tal vez, pero me parece que se trató de una emergencia —arguyó Monk—. Los acontecimientos se precipitaron. Havilland descubrió algo en esos túneles y hubo que silenciarlo deprisa.
—¿Quién envió esa carta? Eso es lo que quiero saber. Ése es el culpable, quien realmente le traicionó. —Runcorn miró a Monk buscando su aprobación—. ¡Es con quien esperaba reunirse!
Ninguno de los dos lo dijo en voz alta, pero Monk tuvo claro que Runcorn, al igual que él, estaba pensando en Alan Argyll. Alan estaba casado con una de las hijas de Havilland y Toby era el prometido de la otra. Havilland podía no estar de acuerdo con ellos, desconfiar de sus aptitudes como ingenieros o de sus prácticas comerciales, pero no temería un ataque violento por su parte.
—¿Por qué a medianoche? Y ¿por qué en la cuadra? —preguntó.
Runcorn enarcó las cejas.
—¡No era cosa de dispararle mucho más temprano! ¡Y evidentemente no querría hacerlo dentro de la casa!
—Me refiero a qué motivo aduciría Argyll para reunirse con él en la cuadra. Y ¿por qué accedió Havilland?
Runcorn lo pescó de inmediato.
—¡Tenemos que encontrar esa carta! Como mínimo saber quién la envió.
Monk se llevó una castaña a la boca. Estaba dulce y caliente.
—La sirvienta dijo que Havilland la quemó.
—A lo mejor no quemó el sobre.
Runcorn aún guardaba esperanzas. Monk se comió la última castaña.
—Vamos. —Se volvió y echó a andar.
Cardman se sorprendió al verlos de nuevo, pero los invitó a entrar. Iba impecablemente vestido y eso contrastaba con el aspecto desangelado del vestíbulo. Habían retirado el crespón negro y las coronas de flores, pero el reloj seguía parado y las estufas y hogares apagados.
—¿Qué se les ofrece, caballeros?
Monk fue el primero en hablar esta vez.
—Quizás esté al corriente de que la señora Plimpton y la sirvienta Lettie me hablaron de una carta que recibió el señor Havilland la noche en que lo mataron, la cual le hizo ir a la cuadra. Según la sirvienta, el señor Havilland destruyó la nota, pero es extremadamente importante que averigüemos cuanto podamos sobre ella, incluso a partir del sobre, si es que todavía existe.
Cardman puso los ojos como platos. Acababa de oír una palabra inquietante. La voz le tembló un poco.
—Ha dicho que lo mataron, señor… ¿Significa eso que, después de todo, otra persona fue la responsable? ¿Estaba en lo cierto la señorita Mary? —añadió en tono esperanzado.
—Sí, señor, todo indica que así fue —contestó Monk.
Cardman endureció su expresión.
—Y si no la encuentran, señor, ¿significa que no podrán demostrar quién lo hizo?
—Alguien lo atrajo a la cuadra —dijo Monk con gravedad—. Estamos seguros de que en realidad fue otra persona quien lo mató. A esa segunda persona no sé si podremos atraparla, pero es la primera la que más nos interesa.
—Sí, señor. —Cardman palideció. Quizá por fin caía en la cuenta de que tenía que ser alguien que conocía a Havilland y en quien éste confiaba, y todos los indicios apuntaban a los Argyll—. Me temo que hace un tiempo ya que vaciamos las papeleras del estudio. Ahora allí sólo hay los papeles del señor Havilland y, por supuesto, las facturas y recibos del mantenimiento de la casa. La señorita Mary se encargaba de eso. Aún no ha venido nadie a ver que… —No supo cómo continuar, abrumado por las realidades cotidianas de la pérdida.
—Seguro que el señor Argyll designará a alguien —dijo Monk, y al instante se dio cuenta de que se debía registrar urgentemente el estudio por si acaso hubiese algo entre los papeles de Havilland. Aunque era muy probable que ya lo hubiese hecho Mary, ¿habría reconocido el sobre por lo que había contenido?
—¿Dónde está el estudio? —preguntó Runcorn.
Cardman los acompañó.
—¿Les apetece un poco de té, señor? —ofreció—. Me temo que en esta habitación hace un frío glacial.
Ambos aceptaron.
Dos horas más tarde sabían un montón de cosas sobre la organización doméstica de Havilland y habían constatado la eficiencia con que Mary se había ocupado de ella después. Todo se había efectuado de manera precisa. Se habían comprobado las facturas y se habían pagado en los plazos previstos. No habían papeles innecesarios guardados, ninguna carta sin contestar, nada de notas garabateadas en sobres o trozos de papel.
—Quizá nunca deje de ser una pérdida de tiempo —dijo Runcorn, hastiado—. ¡Maldita sea! —exclamó con repentina furia—. ¡Apostaría mi vida a que fue Argyll! ¿Cómo demonios vamos a atraparlo? ¿Cómo pillamos a ese cabrón?
Las ideas se agolpaban en la mente de Monk. Él también estaba convencido de que había sido obra de Alan Argyll, con o sin la ayuda de Toby. Pero estaba igualmente seguro de que aún desconocían el auténtico motivo. Havilland había descubierto algo mucho más inminentemente peligroso que los daños que causasen unas máquinas mal mantenidas o la posibilidad de que reventara uno de los arroyos que no figuraban en los mapas. Fuera lo que fuese lo que había provocado su muerte, se trataba de algo con lo que había tropezado de repente, no de una creencia sostenida durante tiempo que acababa demostrándose.
—Su ropa debió de quedar muy manchada por la sangre —comenzó, razonando en voz alta.
Runcorn no veía adonde quería ir a parar. La irritación le hizo torcer el gesto.
—Muy bien. ¿Y eso qué importa ahora?
—Seguramente demasiada sangre como para poder limpiarla. De todos modos, ¿quién querría la ropa que llevaba puesta un hombre al suicidarse?
—Yo diría que… ¡Oh! ¡Debe de estar en alguna parte! ¡A lo mejor hay algo en los bolsillos! —Runcorn se levantó con renovada energía. Se dirigió hacia la puerta, pero entonces recordó que había una campanilla en la habitación para avisar a la servidumbre. Evitando mirar a Monk, se volvió, fue hasta ella y tiró del cordón.
Cardman acudió a la llamada y cinco minutos después se hallaban en el vestidor de James Havilland.
La ropa que llevaba puesta al morir estaba pulcramente doblada y apilada en uno de los estantes de la cómoda. Resultaba obvio que a Mary le habían faltado agallas para entrar en aquella habitación después de la aciaga noche y que tampoco había permitido que los criados lo hicieran. Tal vez pensara hacerlo más adelante, después de demostrar que su padre no era un suicida. Todo parecía estar aguardando.
Monk desdobló la ropa despacio. Los pantalones sólo estaban sucios de polvo y algunas hebras de heno. La chaqueta era bastante gruesa, elección de lo más natural en un hombre que iba a salir a la cuadra en plena noche de invierno, probablemente dispuesto a aguardar hasta que llegara alguien.
De nuevo surgió la misma pregunta: ¿por qué había accedido Havilland a reunirse en la cuadra con una persona a la que conocía? Si deseaba intimidad, era más sencillo enviar a la servidumbre a la cama y abrir personalmente la puerta cuando llegara su invitado. Monk tenía cada vez más claro que se le estaba escapando por completo un dato clave.
Runcorn aguardaba, observándolo.
Desenrolló la chaqueta y la extendió sobre el tocador. Había sangre, espesa y oscura, en la solapa izquierda y en el hombro. Estaba completamente seca y endurecida. Unas pocas salpicaduras manchaban la manga. Le habían pegado un tiro en la cabeza y Havilland seguramente murió en el acto.
—Regístrala —dijo Runcorn.
Sin esperanza de hallar nada, Monk metió la mano en el bolsillo interior y tocó un papel. Lo sacó. Estaba doblado pero no presentaba mancha alguna. Un sobre. En el reverso había unas notas garabateadas, la palabra «Tyburn», y unos números, la frase «sin remitente» y más números agrupados de la misma manera. Le dio la vuelta. En el anverso figuraba su nombre, «Sr. James Havilland». No había dirección. Lo habían entregado en mano. Levantó la vista hacia Runcorn, que exclamó con voz temblorosa por la emoción.
—¡Ya lo tenemos! ¡Es el sobre de la nota que recibió!
Abrió la mano. Monk se lo pasó.
—Esto lo ha escrito una mujer —dijo Runcorn un par de segundos después, sin disimular su decepción—. ¿Era una asignación, después de todo? ¿Quién demonios le disparó? ¿Un marido? ¿Es que el hombre de los coches de punto no tuvo nada que ver?
Monk también estaba desilusionado, pero por una razón muy distinta.
—Jenny Argyll… —dijo—. Si le hubiese escrito ella, habría salido a su encuentro. No olvide que Mary estaba en la casa. ¿Es posible que quisiera hablar con Jenny sin que Mary se enterase? ¿O Jenny con él?
Esta vez Runcorn miró alrededor buscando sin titubear la campanilla, y Cardman se presentó enseguida. Runcorn le mostró el sobre.
—¿Sabe de quién es esta letra? —preguntó.
Cardman se veía tan tenso como desconsolado, pero respondió sin vacilar.
—Sí, señor, es la caligrafía de la señorita Jennifer; es decir, la señora Argyll.
—Gracias —dijo Monk. Entonces se dio cuenta de lo que Cardman estaría pensando. Quizá Runcorn no lo aprobara, pero decidió contárselo a aquél de todos modos—. Un hombre fue visto saliendo del callejón de caballerizas hacia la hora en que dispararon al señor Havilland. Se cruzó con dos vecinos que regresaban del teatro y que afirman que olía a humo de pistola. Hemos rastreado sus movimientos. Tomó un coche de punto hasta Picadilly y allí cambió de coche para seguir hacia el este. Parece muy probable que fuese él quien mató al señor Havilland.
—Muchas gracias, señor —dijo Cardman con voz ronca.
Pestañeó con expresión de agradecimiento y lágrimas en los ojos.
Jenny Argyll los recibió con enorme frialdad. A aquella hora del día su marido estaba en su oficina o en una de las obras.
—El caso está cerrado —dijo sin rodeos. Los había hecho pasar al salón de recibir porque en la sala de estar el fuego no estaba encendido. A pesar de haber perdido a dos familiares, los Argyll aún recibían visitas. Todo estaba cubierto de crespón negro. Había coronas de flores en las puertas que daban al vestíbulo, los espejos estaban tapados y los relojes parados. Cabía suponer que aquella casa se había puesto de luto más por la muerte de Toby que por la de Mary, aunque Jenny bien podía llorar la desaparición de ésta en la intimidad. Monk no había olvidado la rabia de Argyll al recibir la noticia de sus muertes ni el modo en que de inmediato hizo recaer las culpas sobre Mary. Si Toby la había matado, ¿había sido por orden de su hermano?
Esta vez Runcorn dejó que Monk llevara la iniciativa.
—Me temo que no, señora Argyll —dijo Monk con firmeza. Jenny iba vestida de negro. Su luto riguroso hacía que pareciese aún más pálida. Monk consideró que en condiciones normales debía de ser una mujer atractiva, aunque carecía de la fuerza que había visto en el semblante de Mary, o de su pasión, incluso sin vida. Había algo en sus facciones, en la curva de sus labios, que se salía de lo común.
—No puedo ayudarle —dijo Jenny de plano. Estaba de pie mirando por la ventana bajo la escasa luz invernal—. Y no veo qué bien puede hacernos seguir dando vueltas y más vueltas a nuestra aflicción. Por favor, déjennos llorar a nuestros muertos en paz…, y a solas.
—En estos momentos no nos ocupamos del deceso de la señorita Havilland y el señor Argyll —respondió Monk—, sino que estamos investigando lo que sucedió la noche en que falleció su padre.
—Eso ya lo han investigado —dijo Jenny en voz baja, con una mezcla de dolor y enfado—. No hay nada más que decir. Fue una tragedia para nuestra familia. ¡En nombre de Dios, déjennos en paz! ¿Es que no hemos sufrido bastante?
Monk detestaba tener que seguir. Era consciente de que Runcorn, a un par de metros de él, experimentaba el mismo pesar. Pero no podía dejarlo correr. Una persona, tal vez dos, habían sido tildadas de suicidas. No obstante, lo que aún era más apremiante era que una terrible tragedia estuviese a punto de ocurrir en los túneles, y cabía la posibilidad de que él lo evitara. ¿Qué importaban el temor o la desilusión de una mujer comparados con eso, o incluso hacer pedazos sus creencias acerca de su propia familia? La culpabilidad y la inocencia casi nunca afectaban a una sola persona.
—Usted escribió una carta a su padre e hizo que se la entregaran en mano la noche en que murió, señora Argyll. —Monk advirtió que ella se sobresaltaba y emitía un grito breve y ahogado—. Por favor, no nos avergüence negándolo —prosiguió—. La carta fue vista y su padre conservó el sobre. Obra en mi poder.
Jenny palideció y se volvió hacia él.
—¿Y qué quiere de mí? —preguntó con voz apenas audible. Los ojos echaban chispas de odio contra ellos por la humillación que le estaban infligiendo.
—Quiero saber qué decía esa carta, señora Argyll. Usted dispuso que su padre fuera a la cuadra solo en plena noche. Él le hizo caso y lo mataron.
—¡Se suicidó! —exclamó Jenny—. Por el amor de Dios, ¿por qué no lo dejan correr de una vez? ¡Estaba loco! ¡Tenía delirios! Le aterraban los recintos cerrados y al final no pudo soportarlo. ¿Qué más quiere saber? ¿Tanto nos odia como para regodearse viéndonos sufrir? ¿Es necesario que reabra las heridas una y otra vez? —Casi había perdido el dominio de sí misma.
—Siéntese, señora… —sugirió Monk.
—¡No pienso sentarme! —espetó ella—. No me trate con condescendencia en mi propia casa, maldito… —Volvió a tomar aire, jadeando, incapaz de dar con una palabra que se atreviera a emplear.
Lo único que podía hacer Monk era decirle la verdad antes de que se pusiera histérica y se desmayara o abandonase la habitación negándose a volver a verlos. Apenas tenía autoridad para estar allí. Farnham no le respaldaría.
—Un hombre fue visto saliendo del callejón de caballerizas justo después de que dispararan a su padre, señora Argyll. Olía a pólvora. Era desconocido en la zona y se marchó de inmediato cambiando varias veces de carruaje de regreso al West End. ¿Sabe quién era ese hombre?
Jenny lo miraba con incredulidad.
—¡Claro que no! —exclamó—. ¿Qué está diciendo, que disparó contra mi padre?
—Eso creo.
Jenny se tapó la boca con las manos y se desplomó sobre una silla. Contemplaba a Monk como si hubiese surgido de la nada envuelto en una nube de azufre.
—Lo siento —dijo él, y era más sincero de lo que se había creído capaz—. ¿Qué le decía a su padre en la carta para que saliera a la cuadra a medianoche, señora Argyll?
—Le…, le…
Monk aguardó.
Jenny recobró el dominio de sí misma con considerable esfuerzo. Su rostro reflejaba la dolorosa batalla que libraba en su fuero interno.
—Le pedía que se reuniera con mi marido para discutir en condiciones sobre los túneles que estaban construyendo, sin que Mary se enterara y los interrumpiese. Mi hermana era muy excitable.
—¿A medianoche? —inquirió Monk, sorprendido—. ¿Por qué no en las oficinas, por la mañana?
—Porque a papá le preocupaba la posibilidad de un accidente y se negaba a volver a las oficinas otra vez para que nadie le hiciera caso —repuso Jenny de inmediato—. Iba a hablar con las autoridades. Habrían tenido que paralizar las obras hasta que concluyera la investigación y descubriesen que no era verdad. Pero no podían aceptar la palabra de mi marido porque estaba en juego la vida de muchos hombres. Mi padre había perdido el juicio, señor Monk, el sentido de la proporción. Vivía aterrado y eso entorpecía su capacidad de raciocinio. A veces… ocurre. Los peligros bajo tierra, la oscuridad… alteran la mente.
—¿Así, pues, organizó una reunión urgente?
—Sí.
—¡Pero su marido no acudió! —señaló Monk—. Estuvo en una fiesta hasta bastante después de la medianoche. Usted declaró a la policía que había asistido con él. ¿Acaso no era cierto?
—Sí, era cierto. Yo…, yo pensé que mi padre se habría negado a reunirse con Alan. Era muy… testarudo —añadió sin apartar los ojos de los de Monk.
—¿Eso fue lo que dijo el señor Argyll? —preguntó él.
Jenny vaciló, pero sólo un instante.
—Sí.
—Ya veo. —Monk no mentía. Ni por un instante había supuesto que Argyll tuviera intención de matar personalmente a Havilland. Había pagado al asesino de pelo negro y puente de la nariz fino para que lo hiciera—. Gracias, señora Argyll.
Una vez en la calle, caminando junto a Runcorn por la acera helada, Monk preguntó:
—¿Supones que pagó al asesino él mismo o se lo habrá encargado a un hombre de confianza?
—¿A Toby, por ejemplo?
—Es probable, pero no necesariamente. ¿Quién iba a saber siquiera dónde contratar a un sicario?
Runcorn meditó un rato mientras caminaba en silencio.
—¿En quién más confiaría? —dijo al fin.
—¿Puedes seguir la pista del dinero? —preguntó Monk.
—A no ser que haya ido ahorrando penique a penique durante años, desde luego que puedo. Pero estoy de acuerdo en que se hizo de improviso. Havilland descubrió algo y Argyll no pudo aguardar. Tuvo que sacar el dinero del banco, o de donde lo tuviera guardado, y pagar al asesino con uno o dos días de antelación. Es mi caso, Monk. Dispongo de hombres para que trabajen en él y de autoridad para inspeccionar cuentas bancarias o lo que haga falta. Averiguaré dónde estuvo Argyll cada minuto de la semana anterior al homicidio de Havilland. Y de la siguiente también. Salvo que esté loco, no pagaría todo el importe hasta cerciorarse de que se había efectuado el trabajo.
—¿Qué quieres que haga?
Monk tuvo dificultades para preguntarlo, pero el plan de Runcorn tenía todo el sentido del mundo. Podía desplegar a sus hombres para investigar, interrogar, sonsacar respuestas que Monk no conseguiría. Debía regresar a Wapping y empezar a ganarse la lealtad que iba a necesitar de sus propios hombres. La muerte de Havilland no tenía nada que ver con ellos.
Runcorn sonrió.
—Vuelve a tu río —contestó—. Te enviaré un mensaje.
Al cabo de dos días llegó la carta, escrita con la prolija caligrafía de Runcorn. Un mensajero la entregó a Monk en mano.
Apreciado Monk:
He seguido el rastro del dinero. Procedía del banco de Alan Argyll, pero se lo entregó a Sixsmith para gastos. Argyll dispone de coartada para antes y después de los hechos. Es listo como el demonio. No existe constancia de una segunda suma. Puede haber un montón de motivos para ello, ¡pero si Sixsmith le estafó es que es idiota!
Estoy convencido de que Argyll es quien está detrás de todo, pero fue Sixsmith quien efectuó la entrega, fuera lo que fuese lo que creyera estar pagando. Seguí sus movimientos, sé dónde lo hizo. No tengo elección, debo arrestarlo de inmediato. No estoy contento. Tenemos al criado, no al amo, pero tengo que acusarlo. Aún nos queda trabajo por hacer.
RUNCORN
Monk dio las gracias al mensajero y garabateó un acuse de recibo.
Apreciado Runcorn:
Lo entiendo y, desde luego, ¡nos queda un montón de trabajo por delante! Haré cuanto esté en mi mano. Cuenta conmigo.
Monk
Entregó la nota al mensajero. Cuando éste hubo cerrado la puerta, se puso a maldecir con tanta furia contenida que se sorprendió a sí mismo.
Argyll los había engañado. Habían seguido la pista para acabar viéndose obligados a arrestar a un hombre que sabían inocente mientras Argyll los contemplaba y se reía de ellos. ¡Así se pudriera en el infierno!