La casa de socorro de Portpool Lane era un establecimiento muy grande, aunque no con salas abiertas que facilitasen las tareas de enfermería, sino con una serie de habitaciones independientes. No obstante, presentaba todas las ventajas que pudiera tener cualquier institución dedicada a la atención sanitaria de los pobres, y además no se pagaba alquiler por ella. En otro tiempo había sido un burdel de mala fama dirigido por un tal Squeaky Robinson, un hombre con notables aptitudes comerciales y organizativas. En el pasado había cometido un grave error técnico que Hester, con la ayuda de sir Oliver Rathbone, había sabido capitalizar. Fue entonces cuando se clausuró el burdel, poniendo fin a su negocio de extorsión y convirtiendo el edificio en una clínica para el tratamiento de cualquier mujer de la calle que estuviera herida o enferma.
Algunos de sus antiguos ocupantes se habían quedado para trabajar, encargándose de tareas más tediosas pero mucho más seguras, como la limpieza y la lavandería. El propio Squeaky Robinson vivía allí y, si bien protestaba ruidosamente sin cesar, llevaba los libros de contabilidad y administraba los recursos financieros. Nunca dejaba que Hester olvidara que estaba allí bajo coacción y porque le habían tendido una trampa, pese a que ella era consciente de que en realidad, aun sabiendo que se trataba de un error, había desarrollado un fiero orgullo sobre su participación en la empresa.
Tras el terrible período durante el que Claudine Burroughs había permanecido en la casa de socorro y experimentado tan mayúsculo cambio en su vida, Margaret Ballinger finalmente había aceptado la proposición de matrimonio que le hiciera Oliver Rathbone. Ambas mujeres trabajaban en el dispensario y tenían la firme intención de seguir haciéndolo, aliviando así la carga de responsabilidad de Hester tanto en la recaudación de fondos para pagar la comida, el combustible y los medicamentos, como en las tareas cotidianas.
La misma aciaga mañana en que Monk comenzó a investigar la muerte de James Havilland, Hester estaba revisando los libros de cuentas en la oficina del dispensario por última vez.
Después de las devastadoras semanas del otoño anterior, cuando faltó tan poco para que muriese, Monk había exigido que renunciara a trabajar allí. Hester detestaba desprenderse de aquello. Para ella significaba mucho más que un simple refugio necesario para las mujeres de la calle. Era algo más que una obra de beneficencia. Llenaba su necesidad de curar, de hacer lo que estuviera en su mano para aliviar parte del dolor que había presenciado y que nunca podría olvidar por completo.
Pero Monk tenía tanto miedo por ella que Hester había perdido cada discusión con él acerca de su permanencia en el lugar. Vio el temor en su rostro y lo notó en su contacto. No tuvo más remedio que dar su brazo a torcer. No podía explicarle por qué ocuparse de la casa, cocinar, limpiar y cuidar de él no era bastante para ella. Podía servirle para llenar el tiempo, pero no para satisfacer su afán de luchar contra la dificultad, de tender la mano a personas de las que nadie se preocupaba. Era capaz de trabajar hasta el agotamiento, unas veces logrando curarlas y otras no, pero ponía en ello todas las fuerzas y aptitudes que poseía. Y eso era gratificante para su corazón.
Sin embargo, no sabía cómo transmitírselo a Monk. Éste se sentiría rechazado, y eso sí que Hester no lo soportaría. Por eso prolongaba sus últimas obligaciones en el dispensario, posponiendo el momento de la marcha.
Habría preferido llevar a cabo aquella tarea en la cocina que los fogones mantenían caldeada, donde las lámparas daban un agradable brillo amarillo a los cacharros viejos pulidos por el uso y al variopinto surtido de porcelana de distintos colores y diseños. Ristras de cebollas colgaban de las vigas desnudas del techo junto con manojos de hierbas secas, y como mínimo una cuerda de tender estaba siempre engalanada con vendas lavadas listas para ser usadas en el próximo desastre.
Pero los libros de contabilidad, las facturas y recibos, así como el dinero en metálico se guardaban en la oficina, de modo que se sentó a la mesa, con los pies fríos y las manos entumecidas, a sumar cifras con el propósito de que las cuentas cuadrasen.
Llamaron con brío a la puerta y en cuanto contestó entró Claudine. Era una mujer alta, estrecha de hombros y ancha de caderas. Su rostro había sido bonito en su juventud, pero los años de infelicidad le habían ajado el cutis y marcado sus rasgos con una expresión de descontento. Un par de meses de entregada determinación y la súbita constatación de que en realidad era útil y apreciada sólo habían comenzado a cambiar eso. Seguía poniéndose su ropa más vieja, de buena calidad aunque pasada de moda. Los vestidos más nuevos los dejaba en casa para lucirlos en sus cada vez más infrecuentes incursiones en la vida social. Su marido estaba inquieto y perplejo por su preferencia por una «buena obra» en detrimento de la búsqueda del placer, pero ella había dejado de creer que poseyera el derecho a imponerle más felicidad, y rara vez hablaba de él. Si tenía otras amistades aparte de las del dispensario, tampoco hacía referencia a ellas salvo que intentara persuadirlas de que donasen dinero a la causa.
—Buenos días, Claudine —dijo Hester, procurando mostrarse alegre—. ¿Cómo está?
Claudine no daba por sentados los cumplidos y cortesías.
—Buenos días —contestó, todavía insegura sobre si dirigirse a Hester por su nombre de pila—. Me encuentro muy bien, gracias. Pero me temo que nos caerán encima muchos casos de bronquitis con este tiempo, y de pulmonía también. Anoche tuvimos una herida de arma blanca. La muy tonta ha perdido el poco juicio con el que nació, para ir a trabajar a un lugar como Fleet Row.
—¿Podremos salvarla? —preguntó Hester con preocupación, incluyéndose sin querer en la causa.
—Oh, sí. —Claudine era un tanto petulante a propósito de sus recientemente adquiridos conocimientos de medicina, pese a que éstos eran fruto de la observación más que de la experiencia—. Si he venido a interrumpir ha sido por las sábanas. Nos las arreglaremos una temporadita, pero pronto tendrá que pedir más fondos a Margaret. Necesitaremos al menos una docena, y con eso apenas bastará.
—¿Podemos aguardar unas pocas semanas?
Hester contemplaba la columna de cifras que tenía delante. Debía decirle a Claudine que se marchaba pero aún no se veía con ánimos para hacerlo.
—Tres, a lo mejor —contestó Claudine—. Puedo traer un par de casa, pero no dispongo de doce.
—Gracias —dijo Hester. Que Claudine trajera cualquier cosa de su propia casa para que lo usaran mujeres de la calle era un paso de gigante respecto a la hiriente aversión que había sentido tan sólo tres meses antes. Las obras de caridad a las que estaba acostumbrada entonces eran las de corte discreto y nada perturbador en las que damas que compartían la misma inclinación organizaban ferias benéficas con vistas a recaudar fondos para causas respetables, como los hospitales de infecciosos, las misiones religiosas y los pobres dignos de ayuda. Algún profundo trastorno de su vida privada había empujado a Claudine hacia un cambio radical de costumbres. Nunca había confiado a nadie de qué se trataba, y no sería Hester quien se lo preguntara.
—El desayuno estará listo dentro de media hora —respondió Claudine—. Debería comer. —Sin aguardar respuesta se marchó, cerrando la puerta a sus espaldas.
Hester sonrió y volvió a sus números.
La siguiente persona que entró fue Margaret Ballinger, con el rostro sonrosado por el frío pero sin rastro de la actitud defensiva que cabía esperar para enfrentarse a él. Emanaba la confianza y la elegancia inconsciente de quien es feliz en su fuero interno y considera que toda circunstancia externa es meramente secundaria.
—El desayuno está listo —dijo alegremente. Sabía que Hester iba a marcharse pero se negaba a pensar en ello—. Y Sutton ha venido a verla. Parece un tanto… preocupado.
Hester se sorprendió. Sutton era el exterminador de ratas que les había ayudado el otoño pasado llegando a poner en peligro su propia vida. Nada de cuanto pudiera hacer por él sería demasiado. Sólo tenía que pedirlo. Se levantó de inmediato.
—¿Se encuentra bien?
—No está herido… —comenzó Margaret.
—¿Y Snoot?
Hester se refería al entusiasta terrier del exterminador.
Margaret sonrió.
—En perfecto estado de salud —contestó—. Sea lo que sea lo que inquieta a Sutton, está claro que no es Snoot.
Hester sintió un gran alivio. Sabía lo mucho que quería Sutton a aquel animal. Probablemente fuese toda la familia que tenía, y era un hecho que no hablaba de nadie más.
Abajo, en la cocina, había gachas de avena en el gran fogón que se mantenía encendido casi todo el tiempo. Había dos teteras hirviendo y otras tantas paneras que contenían tostadas y crujientes rebanadas de pan. En la mesa también había mantequilla, mermelada y jalea de arándanos. Saltaba a la vista que no estaban pasando un período de estrechez.
Sutton, un hombre delgado apenas más alto que Hester, estaba sentado en una de las pocas sillas no astilladas. Se levantó nada más verla. El terrier Jack Russell que estaba a sus pies meneaba la cola vigorosamente pero un estricto adiestramiento le impedía salir disparado hacia ella.
El rostro enjuto de Sutton se iluminó de placer y de lo que pareció ser alivio.
—Buenas, señorita Hester. ¿Qué tal está?
—La mar de bien, Sutton —contestó ella—. ¿Y usted? Seguro que le apetecerá desayunar.
—Muy gentil de su parte —aceptó Sutton, que aguardó para sentarse a que ella lo hiciera.
Margaret ya había desayunado en su casa; sólo comía en el dispensario cuando permanecía allí demasiado tiempo como para abstenerse. Recaudaba la mayor parte de los fondos del dispensario en su círculo social y sabía demasiado bien lo difícil que resultaba dicha tarea, así que no desperdiciaba un solo penique, ni consumía lo que podía servir a las pacientes. Sería una excelente directora del dispensario en ausencia de Hester.
Sutton tomó gachas y una tostada con mermelada. Hester sólo tostada con jalea de arándanos. Ambos iban por su segunda taza de té cuando Claudine se excusó y los dejó a solas. En contra de todas sus convicciones, Claudine había dado a Snoot gachas y un poco de leche, y ahora el perro dormitaba felizmente delante del hogar.
—Esa mujer lo va a malcriar —dijo Sutton en cuanto Claudine cerró la puerta—. ¿Cómo quiere que cace ratas si le sirven el desayuno en bandeja?
Hester no se tomó la molestia de contestar. Aquel gesto formaba parte de la lenta retirada mediante la cual Claudine iba a dejar que Sutton entendiera que le profesaba un renuente respeto. Ella era una dama y él cazaba ratas. No se avendría a tratarle como a un igual, cosa que podría incomodarlos a ambos, pero sería más que amable con su perro. Eso era distinto, y ambos lo comprendían a la perfección.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hester antes de que volvieran a interrumpirlos con alguna novedad de la jornada.
Sutton no se anduvo con evasivas. Habían llegado a conocerse bastante bien durante la crisis del otoño anterior. La miró muy serio con el entrecejo fruncido.
—No sé si podrá hacer algo, pero tengo que probar todo lo que se me ocurra. Todos sabemos lo que fue la Gran Peste y lo mal que huele el río, y por fin están haciendo algo al respecto. Y así es como tiene que ser. —Sacudió la cabeza—. Pero la mayoría de la gente que vive encima del suelo no tiene ni idea de lo que ocurre debajo.
—Es verdad —convino Hester con un mero asomo de preocupación—. ¿Acaso deberíamos?
—Si van a ponerse a excavar por ahí con picos, palas y máquinas, pues sí, deberían —dijo él con una pasión y un miedo en la voz que Hester no había oído antes en él. Se había mostrado muy fuerte en otoño, pero aquello era algo nuevo y parecía evidente que él creía que no podía controlar aquel asunto de ningún modo.
—¿Qué hay ahí abajo? —preguntó Hester—. ¿Se refiere a cementerios y fosas comunes, esa clase de cosas?
—Los hay, pero en lo que pienso es en los ríos. Hay manantiales y arroyos por todas partes. Casi todo Londres se levanta sobre suelo arcilloso, ¿sabe usted? —Su rostro estaba tenso, su mirada muy viva—. Lo sé por mi padre. Era alcantarillero. Uno de los mejores. Conocía todos los ríos subterráneos de la ciudad, desde Battersea hasta Greenwich, sí señor, y también la mayor parte de los pozos. ¿Tiene idea de cuántos pozos hay, señorita?
—Debe de haber… —Hester intentó calcularlo y se dio cuenta de que no tenía ni idea—. Cientos, supongo.
—No me refiero a los que usamos para sacar agua —dijo Sutton—, sino a lo que están cegados y fluyen en secreto, como quien dice.
—Caramba. —Hester no entendía por qué eso le preocupaba tanto y menos aún que hubiese ido a contárselo a ella. Sutton se dio cuenta y sonrió ante su propia estupidez.
—El caso es, señorita Hester, que hay cientos de peones trabajando en todas esas excavaciones. Ha sido así durante años, en un túnel u otro para las cloacas, calles, trenes y demás. Es un trabajo duro y peligroso, y siempre ha habido accidentes. Gajes del oficio. Pero la cosa ha empeorado desde que empezaron las excavaciones nuevas y todo el mundo quiere sacar tajada. Y todo con muchas prisas por culpa de la fiebre tifoidea, la Gran Peste y demás, y con los nuevos planes del señor Bazalgette el peligro aumenta. Las máquinas que usan son cada vez más grandes y nadie se preocupa de averiguar dónde están los arroyos y manantiales. —El miedo le crispaba el rostro—. Si se hace mal, la arcilla se corre de mala manera. Ha habido un par de hundimientos, pero calculo que habrá muchos más, y peores, si esa gente no pone más cuidado y dedica más tiempo a lo que anda haciendo.
Hester escrutó el semblante demacrado y cansado de Sutton y adivinó que tras sus palabras había más cosas de las que le podía decir.
—¿Qué piensa que puedo hacer yo, señor Sutton? —preguntó—. No sé cómo atender a obreros heridos. Me faltan conocimientos. Y desde luego no gozo de la confianza de ninguna persona influyente para hacer que las empresas vayan con más cuidado.
Sutton encorvó un poco los hombros, que parecieron más estrechos bajo su chaqueta lisa oscura. Hester calculaba que tendría cincuenta y tantos años aunque el trabajo duro, en buena parte peligroso y desagradable, sumado a muchos años de pobreza quizá pasara una factura más alta de lo que se imaginaba. Tal vez fuese más joven. Recordó cómo les había ayudado a todos, y en especial a ella, con ternura y sin temor.
—¿Qué le gustaría que hiciera? —preguntó.
Sutton sonrió al darse cuenta de que Hester cedía. Ella esperó con toda su alma que él no supiera por qué.
—Si alguien me hubiese dicho hace un año que una dama que estuvo en Crimea cogería el local del viejo Squeaky Robinson para convertirlo en un hospital para las fulanas que hacen la calle —contestó Sutton—, y que luego pondría a otras damas a cocinar y limpiar, le habría arrojado cubos de agua fría hasta que se le pasara la borrachera. Pero si hay alguien que pueda hacer algo para que esos constructores pongan más atención en la seguridad, ese alguien es usted. —Apuró el té y se levantó—. Si viene conmigo le enseñaré las máquinas de las que le estoy hablando.
Hester se mostró asustada.
—Será bastante seguro —la tranquilizó Sutton—. Iremos a ver una que esté al aire libre. Con eso se hará una idea de lo que ocurre bajo tierra. Hay túneles que primero se abren y luego se tapan. Cortar y tapar, lo llaman. Pero otros son muy profundos, como ratoneras, y corren siempre enterrados. —Se estremeció levemente—. Son ésos los que me dan miedo. Los ingenieros igual son muy listos para inventar toda clase de máquinas y tener grandes ideas pero no se enteran ni de la mitad de lo que hay ahí abajo, secretos guardados durante cientos de años, serpenteando y filtrando.
Hester sintió un escalofrío sólo de pensarlo, se le hizo un nudo en la boca del estómago. La luz diurna entraba más brillante por las ventanas de la cocina. Se oían pasos en el patio adoquinado por el que llegaban los repartos y donde en los peores momentos del otoño pasado los hombres habían patrullado con perros.
Se puso de pie.
—¿Hasta dónde dejarán que me acerque?
—Si coge prestado el chal de una paciente y mantiene la cabeza gacha, podrá ir sin problemas conmigo.
—Voy a avisar a la señorita Ballinger.
Pero fue a Claudine a quien encontró justo al otro lado de la puerta de la cocina. Hester comenzó a explicarle que iba a ausentarse durante unas horas. Los libros tendrían que esperar. Estaba encantada de tener una excusa más para prolongar la tarea tanto como pudiera.
—Lo he oído —dijo Claudine, evidentemente preocupada. No fue consciente de ello, pero estaba tan enojada que por un momento su rostro dejó de acusar su conciencia de clase—. Es monstruoso. Si hay personas que resultan heridas porque trabajan con prisas, debemos hacer lo que esté en nuestra mano para cambiar su situación. —Sin darse cuenta se había incluido en la batalla—. Aquí nos las podemos arreglar perfectamente. Sólo hay que hacer la colada y la limpieza, y si no somos capaces de hacerlo, ya va siendo hora de que aprendamos. ¡Pero tenga cuidado!
Esta última advertencia fue dada con una expresión admonitoria, como si de algún modo Claudine fuese la responsable de la seguridad de Hester.
Hester sonrió.
—Lo tendré —prometió, consciente de que Claudine le había cobrado más afecto del que quizás ella misma supiera—. Sutton cuidará de mí.
Claudine soltó un gruñido. No iba a reconocer que confiaba en Sutton; eso sería llevar las cosas un poco demasiado lejos.
A pesar de que apenas soplaba viento, las angostas calles parecían conservar el gélido frío nocturno. Las pisadas resonaban en las losas de la acera. Aquélla era la época del año en que la gente que dormía acurrucada en los portales podía aparecer muerta por congelación al amanecer.
Hester caminó al lado de Sutton con Snoot pegado a los talones hasta que llegaron a la primera parada de ómnibus de Farringdon Road. Los caballos iban toscamente abrigados contra los rigores invernales y emanaban vapor mientras los pasajeros subían y bajaban. Hester y Sutton subieron la escalera de caracol hasta el piso de arriba, ya que iban hasta casi el final de la línea. Snoot se sentó en el regazo de Sutton y Hester envidió el calor que le daría el cuerpo del perrillo.
Conversaron casi todo el camino, porque Hester le estuvo haciendo preguntas sobre los ríos del subsuelo de Londres. Sutton se mostró entusiasmado de contarle cuanto sabía y se le iluminó el semblante al describirle cauces subterráneos como el Walbrook, el Tyburn, el Counter’s Creek, el Stamford Brook, el Effra y sobre todo el Fleet, cuyas aguas antaño corrían rojas por los vertidos de las curtidurías. Le habló de fuentes como la de St. Chad, St. Agnes, St. Bride, y de los manantiales de St. Paneras Wells y Holywell. Todos habían sido considerados sagrados en una época u otra y algunos devinieron balnearios, como los de Hampstead Wells y Sadler’s Wells. Conocía los cursos fluviales subterráneos y los puentes, algunos de los cuales, se creía, databan de tiempos de los romanos.
—Walbrook está tan arriba como se podía llegar en barco cuando los romanos ocupaban estas tierras —dijo con aire triunfante. Estaba tan enfrascado en el relato de viajes antiguos, sin olvidar el peligro que suponían bandoleros como el tristemente célebre Dick Turpin, que por poco pasaron de largo su parada.
Se apearon en una calle concurrida, cerca de un puesto ambulante de bocadillos y empanadas calientes en torno al cual se apiñaban buen número de obreros. Para rodearlos se vieron obligados a saltar la alcantarilla hasta la calzada adoquinada y faltó poco para que los arrollara una carreta cargada de verduras tirada por un caballo jadeante.
En la esquina, media docena de hombres se calentaba junto a un brasero improvisado, charlando y riendo, calentándose las manos con tazones de hojalata llenos de té humeante.
—No estoy seguro de que me gusten tantos cambios —le dijo Sutton con aire dubitativo—. Pero qué se le va a hacer.
Hester no discutió. Faltaban sólo unos metros para llegar al punto donde vería el enorme cráter del túnel por el que discurrirían no sólo la cloaca sino también las tuberías de gas para las casas que dispusieran de tales lujos. Los esqueletos de carpintería de las grúas y las torres de perforación asomaban por encima del hoyo como dedos que apuntaran al cielo. De dentro llegaba un lejano ruido sordo de muelas, trituradoras, corrimientos y vertidos, de vez en cuando algún grito y el traqueteo de las ruedas.
Hester permaneció parada en la tierra helada y notó que el frío viento procedente del río olía a sal y aguas servidas. Se volvió hacia la izquierda y vio tejados de casas no muy lejos de allí y, más cerca, las paredes rotas de las que habían derribado para hacer sitio a la obra. Hacia la derecha ocurría lo mismo: calles cortadas por la mitad como por un hacha gigante. Miró a Sutton y vio la compasión pintada en su rostro, así como la furia que intentaba reprimir. Para construir lo nuevo habían destruido mucho de lo viejo.
—Arrímese a mí y no mire a nadie a los ojos —dijo en voz baja—. Tenemos que parecer atareados, que no se note que hemos venido a husmear. Algunos obreros me conocen.
Dicho esto pasó delante abriendo camino entre los escombros y guardando distancia con los grupos de hombres. De vez en cuando tendía la mano a Hester para que se sujetara, cosa que ella agradeció, porque el terreno era muy irregular y resbaladizo. Snoot iba trotando pisándoles los talones.
En torno al hoyo propiamente dicho en el que trabajaban los hombres había una valla probablemente para impedir que entraran holgazanes y que algún despistado cayera en él.
—Hay que rodear aquel extremo de allí —dijo Sutton señalando. Acto seguido la condujo a través de un inestable y resbaladizo terreno cubierto de escombros. La línea de las tuberías era bastante fácil de seguir con la vista junto a las ruinas que bordeaban el sendero. En dos ocasiones les dieron el alto para preguntarles quiénes eran y qué hacían allí, pero Sutton contestó por ambos de forma satisfactoria.
Hester guardaba silencio y le seguía con paciencia. Finalmente, con los pies doloridos y los botines y la falda salpicados de barro, llegó a la boca del túnel. Allí los hombres escarbaban a mayor profundidad de lo que había esperado. Se hallaba muy próxima al borde y por un instante sintió vértigo al bajar la vista hacia el enladrillado, unos treinta metros más abajo. Vio con bastante claridad el suelo de lo que sería la nueva cloaca y los muros curvados a medio levantar. El andamiaje dispuesto encima estaba destinado a aguantar separados los lados de la zanja hasta la superficie. Aquí y allá otras cañerías lo atravesaban. A unos cincuenta metros, ya en el otro lado, una máquina de vapor silbaba y golpeaba, moviendo las cadenas que sostenían pesadas cubas y portaderas para izar y vaciar el material de desecho.
Se volvió hacia Sutton, que señaló abajo, donde los hombres aparecían reducidos a pequeñas manos y hombros en movimiento. Unos caminaban empujando carretillas, otros cavaban con picos y palas.
—Mire. —Sutton le indicó las paredes de la parte más alejada. Había recios tablones sosteniendo la tierra y, cada pocos metros, vigas transversales que los reforzaban a lo alto y largo de toda la obra. Hester vio el agua que se filtraba entre ellos, sólo un hilo aquí y allá, y el abultamiento de la madera donde los tablones habían soportado más presión y comenzaban a ceder.
En la otra orilla los fogoneros alimentaban la enorme máquina de vapor. Hester oía el golpeteo de los pistones y hasta ella llegaba el olor del vapor y el aceite.
Fue consciente de que Sutton la observaba. Trató de imaginar cómo sería trabajar dentro de aquella hendidura abierta en la tierra viendo sólo una raja de cielo sobre sí y sabiendo que era imposible salir.
—¿Dónde está la salida? —preguntó casi sin querer.
—A medio kilómetro aproximadamente —contestó Sutton—. Se puede ir caminando sin problema cuando todo va bien. Otra cosa es que tengas que moverte deprisa, como cuando se abre una fuga en los muros.
—¿Una fuga? ¿Se refiere a un arroyo… o algo por el estilo?
La imagen de aquella pared cediendo acudió a su mente: un chorro de agua manando a borbotones, no sólo goteando como en ese momento. ¿Llenaría el fondo? ¿Ahogaría a aquellos hombres? ¡Por supuesto que sí! ¿Quién podría nadar en una grieta como aquella con el agua gélida cayéndole encima?
—Eso es una cloaca —dijo Sutton en voz baja acercándose a ella—. Las cloacas de Londres se lo tragan todo: las aguas negras de todas las casas y los estercoleros de la ciudad entera, y las de los fregaderos, los canalones y los desagües de todas partes. Si eres alcantarillero o desembarrador[2], has de conocer las corrientes y todos los ríos y manantiales, y estás pendiente de la lluvia, porque de lo contrario no durarás mucho. Y luego están las ratas. Nunca hay que ir bajo tierra a solas. Si resbalas y te caes, las ratas te devoran. Hay cientos de miles ahí abajo.
Snoot enderezó las orejas al oír la palabra «ratas».
Hester no dijo nada.
—Y tampoco hay que olvidar el gas —agregó Sutton.
—¿Para eso es esa tubería? —preguntó Hester señalando una que cruzaba el profundo tajo en la tierra unos cinco metros por debajo de ellos, siguiendo un trazado en diagonal bastante distinto del de la zanja.
—No, señorita Hester —repuso Sutton con una sonrisa—, eso es gas para luces y aparatos. Yo le hablo del gas que se acumula en el subsuelo por culpa de lo que arrastran las cloacas. La porquería suelta metano, y si el agua o el aire no lo dispersan, puede asfixiar a un hombre. O si un idiota enciende una chispa con una yesca o la produce con la puntera metálica de una bota contra una piedra, pues ¡bum! —Separó las manos bruscamente para indicar una explosión—. Y si no, la humedad asfixiante, como la de las minas de carbón y otros sitios así. Eso también te mata.
Una vez más Hester guardó silencio tratando de imaginar cómo sería trabajar en tales condiciones. Y, sin embargo, había conocido peones en el pasado, en Crimea, y jamás había tratado con hombres más valientes y trabajadores. Habían tendido una vía férrea para los soldados a través de un terreno salvaje y casi sin mapas, en lo más crudo del invierno, en una época en que casi todos los demás habían considerado prácticamente imposible hacerlo. Y el resultado fue excelente, además. Aunque esas obras eran en la superficie.
La gran máquina de vapor seguía retumbando, sacudiendo la tierra con su potencia, superando con creces cualquier esfuerzo que efectuaran hombres y animales. Palmo a palmo iban cobrando forma las alcantarillas que debían hacer de Londres una ciudad limpia, a salvo de las epidemias de tifus y cólera que habían arrastrado a tantos habitantes a una muerte atroz.
—Es ese maldito artefacto lo que me tiene preocupado —dijo Sutton mirando fijamente la máquina de vapor—. Hay otras iguales, incluso más grandes, que no le puedo enseñar porque están en sitios más peliagudos. Todo el mundo va con prisas y no se toman las precauciones necesarias. Salta una rueda, se rompe una cadena en uno de esos puñeteros ingenios y antes de que te des cuenta le arranca el brazo a un hombre o parte una de las vigas de madera que aguanta la mitad del techo o lo que sea.
—Trabajan deprisa debido a la amenaza del tifus y el cólera, como los que tuvimos durante la Gran Peste —dijo Hester en voz baja.
—Ya lo sé. Pero también porque compiten entre sí para conseguir el contrato siguiente —agregó Sutton—. Y nadie dice nada porque no quieren perder el empleo, ni que los demás piensen que tienen miedo.
—¿Y lo tienen?
—Pues claro que tienen miedo. —La miró atribulado—. Debe de estar helada. Voy a llevarla a ver a un tipo que nos dará una taza de té como Dios manda. Está a menos de un kilómetro de aquí. Vamos.
Y sin aguardar a que Hester aceptara el ofrecimiento se volvió y comenzó a desandar el camino, alejándose de la grieta entre montones de escombros y tablones apilados, muchos de ellos podridos. Como siempre, el perrillo iba a su lado, saltando sobre las piedras y meneando la cola.
Hester siguió al exterminador de ratas y tuvo que darse prisa para no rezagarse. No le molestaba que Sutton caminara con un paso tan vivo; sabía que lo movía la emoción, el miedo a que ocurriese una tragedia antes de que pudiera hacer algo para impedirlo aunque sólo fuese en parte.
Durante la media hora que les llevó zigzaguear por calles angostas y callejones hasta su destino no pronunciaron palabra, pero en todo momento se trató de un silencio cordial. Sutton tuvo la gentileza de contener un tanto el paso, y de vez en cuando avisaba a Hester de que iban a pasar por un tramo de calle especialmente desigual o resbaladizo, o si había que salvar un bordillo más alto de lo normal para subir a una de las poco frecuentes aceras de aquel vecindario.
Hester se preguntó si allí era donde se había criado Sutton. Durante el breve lapso que habían pasado juntos cuando se conocieron no habían tenido tiempo de hablar de esa clase de cosas, aun suponiendo que hubiesen tenido ganas de hacerlo. Hasta ese momento ella no había sabido que el padre de Sutton había sido alcantarillero, aunque rastrear las cloacas en busca de tesoros tirados al váter accidentalmente y mantener a raya a la inmensa población de ratas que emergía de aquel mundo subterráneo eran oficios estrechamente relacionados. Eso sí, el de exterminador resultaba más respetable. El alcantarillero habría estado orgulloso de su hijo. Y más orgulloso aún de su valentía y humanidad.
Las calles estaban concurridas. Un carro carbonero avanzaba lentamente por la calzada adoquinada. En la esquina por donde cruzaron había un puesto callejero de fruta y verdura. Un vendedor ambulante de botones hizo que Hester recordara que tenía que aprovisionar su canasta de costura. Se dio prisa para seguir el ritmo de los vivos andares de Sutton. Se cruzaron con mujeres que cargaban con cubos de agua, fardos de ropa y bolsas de comestibles. Esquivaron a media docena de críos que jugaban a la taba y saltaban a la comba. Por un instante Hester deseó hacer algo por ellos, darles botas, comida, lo que fuera. Apartó ese pensamiento de su mente a la fuerza. Gatos, perros e incluso un par de cerdos hurgaban esperanzados por ahí. Seguía haciendo un frío glacial.
La puerta ante la que Sutton se detuvo por fin era estrecha, con la pintura desconchada y sin ventanas ni buzón. En otras partes eso habría significado que se trataba de una fachada levantada para ocultar una vía férrea en lugar de una casa, pero allí sólo indicaba que nadie esperaba recibir cartas. Igual que el resto de puertas, también carecía de aldaba.
Sutton llamó a la puerta con la palma de la mano y dio un paso atrás. Momentos después abrió una niña de unos diez años. Llevaba el pelo recogido con una cinta de tela brillante y la cara bien lavada, pero iba descalza. Saltaba a la vista que su vestido había sido cortado de otro mayor, de modo que pudiera servirle al menos durante un par de años más.
—Hola, Essie. ¿Está en casa tu mamá? —preguntó Sutton.
La niña sonrió con timidez y asintió antes de volverse para conducirlos a la cocina.
Hester y Sutton la siguieron, impulsados ante todo por la promesa de calor.
Essie los guió por un pasillo estrecho y frío que olía a humedad y a comida rancia hasta la única habitación de la casa que estaba caldeada. Había una pequeña estufa negra con un hornillo en el que apenas cabían un caldero y una tetera. Su madre, una mujer huesuda que rondaría la cuarentena pero parecía mayor, estaba lavando y quitando los ojos a un montón de patatas. A su lado había cebollas, todavía sin preparar.
En el rincón de la habitación más cercano a la estufa estaba sentado un hombre corpulento con un abrigo viejo en las rodillas. Por el modo en que caían los pliegues, era evidente que le faltaba casi toda la pierna derecha. Hester se quedó pasmada al deducir, por su rostro, que seguramente tampoco tendría más de cuarenta años, como mucho.
Sutton ordenó a Snoot que se sentara y luego se volvió hacia la mujer.
—Señora Collard —dijo afectuosamente—, le presento a la señora Monk. Fue enfermera en Crimea y lleva una clínica para pobres en Portpool Lane. —Se abstuvo de especificar qué clase de «pobres»—. Y él es Andrew Collard. —Se volvió hacia el hombre—. Antes trabajaba en los túneles.
—Encantada de conocerles, señores Collard —dijo Hester con suma formalidad. Hacía mucho tiempo que había decidido hablar a todo el mundo del mismo modo en vez de hacer distinciones entre una clase social y otra adoptando lo que a su juicio sería su propio estilo de presentación. No era preciso preguntarse por qué Andrew Collard ya no trabajaba en los túneles.
Collard asintió contestando con palabras casi ininteligibles. Estaba turbado, era fácil darse cuenta, y quizás avergonzado por no poder ponerse de pie para recibir a una dama en su propia casa, por precaria que ésta fuese.
Hester no supo cómo hacer para que se sintiera menos incómodo. Debería haber sido capaz de recurrir a su experiencia en el trato con soldados heridos y mutilados. Había sabido desenvolverse con ellos, así como con quienes estaban consumidos por la enfermedad, padecían fiebres atroces o eran incapaces de controlar sus funciones corporales. Pero aquello resultaba diferente. Allí no era enfermera y esas personas no sabían a qué se debía su presencia. Por un instante se enfureció con Sutton por haber impuesto su voluntad a sus amigos y a ella misma. No osó mirarlo a los ojos por miedo a que se diera cuenta. Incluso cabía que arremetiera contra él para luego lamentarlo amargamente. Le debía algo más que eso, fueran cuales fueren sus propios sentimientos.
Como si detectara la rabia y el sufrimiento que encerraba el silencio reinante, Sutton habló.
—Hemos ido a echar un vistazo a la excavación —dijo dirigiéndose a Andrew Collard—. Ahora mismo estamos bajo cero, y casi no llueve, pero de todas maneras sigue goteando bastante.
La señora Collard miró a los presentes y acto seguido indicó a Essie que saliera a la calle a jugar.
—Avanzan tan deprisa que eso apenas importa —señaló Collard—. El problema no está en la madera podrida, sino en esas malditas máquinas que lo sacuden todo hasta hacerlo pedazos, sobre todo cuando no están ancladas como deberían. Sólo Dios sabe lo que se está moviendo debajo de esos aparatos del demonio.
—¿Ancladas? —preguntó Hester a bote pronto—. ¿Acaso no están sujetas al suelo de un modo u otro?
—Con estacas —explicó Collard—. Pero las sacudidas acaban aflojándolas, señorita. Esas máquinas son más fuertes que todos los caballos que usted haya visto juntos. Las estacas parecen muy firmes al principio, pero al cabo de una o dos horas ya no lo están. Hay que mover todo el motor al menos diez metros hasta suelo nuevo y empezar otra vez. Pero eso lleva tiempo. Significa que…
—Lo entiendo —lo interrumpió Hester—. Mientras retiran los pernos, trasladan la máquina, vuelven a estacarla y la ponen en marcha otra vez, pierden capacidad de carga. Y cuanto más sujetos estén los pernos, más se tarda en moverlas.
—Sí, eso es —dijo Collard un tanto perplejo por la rapidez con que Hester había captado la cuestión.
—¿No trabajan del mismo modo todas las empresas? —preguntó Hester.
—La mayoría —convino Collard—. Unas son más cuidadosas, otras menos. No todas tienen las mismas máquinas. Pero aparte de eso, lo que más cambia de un sitio a otro es el tipo de suelo. El de Chelsea es distinto del de Lambeth y el de Rotherhite es diferente del de Isle of Dogs. —Miró a Hester a la cara entornando los ojos cansados por el dolor—. Hay de todo: arcilla, roca, pizarra, arena… Y, por descontado, están los ríos y fuentes, como muy bien sabe Sutton. Aparte de eso, hay construcciones antiguas de toda clase: sumideros, alcantarillas, sótanos, túneles y fosas comunes de cuando la peste. Algunas de ellas se remontan a tiempos de los romanos. No es nada bueno ir tan rápido.
Se quedó mirando al vacío. Hester sólo podía imaginar lo que para él significaba saberse imposibilitado, sentado en una silla de por vida mientras el mundo se cernía sobre él. Veía el desastre que se avecinaba y no tenía modo de impedirlo. Si se lo contaba a ella era sólo porque había preguntado y gozaba de la confianza de Sutton, pero no creía que de verdad le importara o estuviese en condiciones de ayudar.
Su esposa perdió la paciencia.
—¿Por qué no le hablas claro? —exigió, apartando la tetera, que hervía, con un movimiento veloz. Si había tenido intención de prepararles un té, lo había olvidado—. Fue un derrumbe lo que se llevó la pierna de mi marido —añadió volviéndose hacia Hester—. Le cayó encima una de esas vigas enormes. La única manera de sacarlo de allí antes de que todo se hundiera fue cortándole la pierna. Si siguen usando esas máquinas que lo sacuden todo de mala manera encima de los sitios donde están trabajando, tarde o temprano las paredes se derrumbarán sobre los hombres que cavan y quitan escombros. O cuando vengan lluvias como las que tuvimos en febrero, una de las cloacas reventará, ¿y quién va a sacar a los hombres antes de que todo se inunde, eh? —inquirió con aspereza levantando la voz—. Conozco a un puñado de mujeres como yo, cuyos maridos han perdido brazos y piernas por culpa de esos condenados túneles. Y viudas también. ¡Ya tenemos demasiadas puñeteras vías férreas construidas sobre sangre y huesos!
—Siempre ha habido accidentes —dijo Hester con renuencia—. ¿Hay algún contratista especialmente malo?
Collard, enojado y con expresión sombría, negó con la cabeza.
—Que yo sepa, no. ¡Claro que hay accidentes, nadie lo discute! Haces un trabajo duro y corres tus riesgos. Mi esposa refunfuña porque para ella no resulta fácil de entender. Pero no es peor que ser minero o marinero, o montones de otras cosas. —Sonrió con tristeza—. Me figuro que la vida de soldado tampoco es coser y cantar, ¿verdad? —Aguardó la respuesta de Hester.
—No —corroboró Hester—. ¿Qué es, pues, lo que le preocupa?
La sonrisa se desvaneció.
—Estoy algo más que preocupado, señorita, estoy muerto de miedo. Han construido tramos enteros de cloaca nueva y, naturalmente, aún se siguen usando casi todas las viejas. Con que haya un par de corrimientos, tendremos a una cuadrilla atrapada allí abajo. Y si no mueren ahogados, morirán quemados, que es todavía peor.
—¿Quemados?
—Por el gas. En las alcantarillas también hay tuberías para el suministro de gas. Si hay un corrimiento de tierra y una tubería se agrieta, a la primera chispa prenderá no sólo el gas de la cloaca sino todas las casas que se alumbren con gas. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Sí. —Hester lo entendía demasiado bien. Si ese hombre tenía razón, podría suponer un segundo Gran Incendio de Londres—. Sin duda lo habrán tenido en cuenta, ¿no cree?
Nadie sería tan irresponsable como para no prever tamaña catástrofe, pensó Hester. Un puñado de peones ahogados o asfixiados resultaba hasta cierto punto comprensible. Se había producido un derrumbe cuando el sillar del arco de la alcantarilla del Fleet se rompió. La vigas del andamiaje se habían partido como cerillas, la estructura entera se hundió y el fondo de la excavación corrió igual que un río, arrastrándolo, aplastándolo y enterrándolo todo a su paso.
—¿Se acuerda de lo del Fleet? —preguntó Sutton, mirándola.
Hester se sobresaltó. Naturalmente, Sutton le había hablado del río Fleet, que discurre por debajo de Londres, al referirle los relatos que su padre le había contado. Ahora entendía por qué. Le había descrito toda la trama de flujos, corrimientos, filtraciones y corrientes de agua.
—¿Y no está enterado todo el mundo de esto? —preguntó Hester con incredulidad—. Resulta…
Fue Lu Collard quien contestó.
—Claro que lo saben, señorita —dijo—. Pero ¿quién va a decirlo, eh? ¿Para quedarse sin trabajo? ¿Quién dará de comer a los hijos?
Collard se revolvió incómodo en el asiento que era su prisión. Estaba más debilitado por el dolor de lo que Hester había advertido de entrada. Debía de tener treinta y tantos años, y antes de quedar lisiado había sido un hombre apuesto.
—¡Venga, Andy, ella lo entiende! —intervino su esposa en tono de hastío—. ¡Es inútil fingir! ¡Eso es lo que dan por sentado esos mal nacidos! Todos son tan orgullosos que ninguno confesará lo asustado que está de ser la próxima víctima…
—¡Cállate, mujer! —espetó Collard—. No tienes ni idea de lo que dices. Los hombres no están…
—¡Claro que lo están! —replicó ella—. ¡No son idiotas! Saben que un día ocurrirá, y que muchos morirán. ¡Si no dicen nada es porque prefieren morir aplastados o ahogados mañana a pasar hambre hoy! Y dejar que sus críos pasen hambre. ¡Miran a otra parte porque ojos que no ven, corazón que no siente!
—¡Hay que vivir! —exclamó Collard.
Sutton miró a Hester con inquietud.
—Por supuesto que sí —intervino Hester—. Y también es preciso construir la nueva red de alcantarillado. No podemos permitir que una epidemia como la de la Gran Peste se repita, ni que el tifus y el cólera campen a sus anchas por las calles como hacían antaño. Pero nadie quiere otro desastre como el de la alcantarilla del Fleet, o aun peor. Hay demasiado dinero invertido como para que alguien lo cause por voluntad propia. Tiene que mediar una ley, una normativa de obligado cumplimiento.
—Nunca harán algo así —dijo Collard con amargura—. Sólo los hombres con dinero tienen derecho a votar, y el Parlamento hace las leyes.
—Las cloacas corren por debajo de las casas de los ricos más que por debajo de la suya o la mía —señaló Hester—. Se me ocurre que quizás encontremos un modo de recordárselo. Al menos podemos intentarlo.
Collard permaneció inmóvil hasta que miró a Sutton como queriendo descifrar en su semblante si era posible que Hester estuviera hablando en serio.
—Exactamente —dijo Sutton antes de volverse hacia la señora Collard—. ¿Qué tal, pues, una taza de té, Lu? Tenemos más frío que una… —se mordió la lengua al recordar súbitamente la presencia de Hester— vieja en cuaresma —concluyó.
Collard disimuló una sonrisa.
Lu lo fulminó con la mirada y dedicó una repentina sonrisa a Hester mostrando unos dientes en sorprendente buen estado.
—Pues claro. Faltaría más —contestó.
Aquella tarde Hester pasó un par de horas limpiando y ordenando una vez que el yesero hubo terminado. No sólo las paredes estaban perfectamente lisas y a punto para ser empapeladas, sino que además había unas elegantes molduras que cubrían la junta entre las paredes y el techo y un bello rosetón para la lámpara colgante. Pero mientras tuvo las manos ocupadas con escobas, recogedores, trapos y cepillos de fregar no dejó de pensar en la promesa que le había hecho a Andy Collard y, lo que era más importante, a Sutton. Tal como había señalado Collard, el Parlamento aprobaba las leyes. Ése era el único sitio por el que merecía la pena empezar. Tenía que averiguar quién era el parlamentario más adecuado para plantearle el asunto.
Cuando Monk llegó a casa ella le mostró satisfecha los progresos en la decoración de la casa y le preguntó por el éxito de su jornada. No dijo nada acerca de Sutton, ni sobre su interés en la construcción del nuevo alcantarillado. Le resultó fácil ocultarlo sin sentirse embustera. Estaba muy preocupada por el presunto suicidio de la joven Mary Havilland, quien en fechas muy recientes había perdido a su padre de un modo que Hester podía entender mucho mejor de lo que quisiera recordar. Había dado por resuelta su propia pérdida, creyendo que la herida ya había cicatrizado. Pero volvía a sentirla, como un hueso roto mucho tiempo atrás pero que vuelve a doler cuando hace frío: un dolor muy profundo que despierta inesperadamente, demasiado cubierto de cicatrices para llegar hasta él y que, sin embargo, a veces duele tanto como cuando es reciente.
Su deseo era ocultárselo a Monk. Veía en la sombra de sus ojos, en la línea de sus labios, que él era consciente del recuerdo que ella conservaba, y que si proseguía con la investigación del caso Havilland se debía, al menos en parte, a que Mary le hacía pensar en Hester. En su fuero interno reaccionaba al mismo tiempo contra la antigua injusticia y contra la nueva.
Quería sonreír y decirle que ya no sufría. Pero no iba a mentirle. Y más le iba a doler en la soledad de la casa donde sólo tendría las tareas domésticas para mantenerse ocupada, ningún desafío, nada por lo que luchar. Alargó la mano para tocarlo, para estar cerca de él y no decir nada. Las palabras estaban de más. A veces las explicaciones interferían tanto en el mutuo entendimiento que más valía mantenerse en silencio.
Por la mañana Hester visitó a un caballero del que había sido su enfermera durante una enfermedad grave. Estuvo encantada al comprobar que su salud había mejorado mucho, aunque se cansara más deprisa que antes de su dolencia. Fue a verle con el propósito de que le indicara a qué miembro del Parlamento dirigirse en relación con los métodos y normativas de la construcción del nuevo alcantarillado.
Salió convencida de que sin duda se trataba de Morgan Applegate. Incluso obtuvo una cordial carta de presentación para que se presentara a él de inmediato.
Puesto que iba vestida con la mejor ropa que tenía, y que casualmente era la más abrigada, almorzó en un puesto callejero, algo a lo que se había acostumbrado desde hacía un tiempo, y a primera hora de la tarde se encontraba ante la puerta principal del domicilio del parlamentario Morgan Applegate.
Abrió la puerta un mayordomo bajito y regordete que cogió su carta de presentación. La hizo pasar a una sala de día muy bonita en cuya chimenea ardía un fuego agradable que arrancaba destellos rojos y dorados a los muebles pulidos y a las bolas de cobre que decoraban la hermosa pantalla.
Transcurrió algo más de un cuarto de hora antes de que Morgan Applegate se presentara. Se trataba de un hombre de aspecto afable, estatura mediana y un rostro que revelaba una inteligencia aguda. Su cabello rubio presentaba entradas, e iba bien afeitado.
Saludó a Hester con cortesía, la invitó a tomar asiento y le preguntó en qué podía servirle.
Hester le refirió la visita de la víspera a las excavaciones sin mencionar el nombre de Sutton ni su ocupación.
Applegate la interrumpió a media frase.
—Soy consciente de ese problema, señora Monk.
A Hester se le cayó el alma a los pies. Quizás había pecado de ingenua al confiar en que discrepara en un asunto tan cargado de emotividad. El miedo al tifus reinaba en todas partes y la reina se mostraba muy pesarosa desde que el príncipe Alberto falleciera a causa de esa enfermedad. Si Applegate era un hombre ambicioso no arriesgaría su carrera manifestando una opinión que sin duda enojaría y ofendería a muchos.
—Señor Applegate —dijo Hester con seriedad—, comprendo muy bien la apremiante necesidad que tenemos de una nueva y eficaz red de alcantarillado. En Crimea atendí a muchos hombres que murieron de tifus, y eso es algo que jamás olvidaré ni tomaré a la ligera. Pero si hubiese visto los peligros…
—Señora Monk —la interrumpió de nuevo Applegate—, estoy enterado del asunto porque me hizo reparar en él otra persona, una mujer incluso más trastornada por la posibilidad de un desastre que usted. Entregó todo su tiempo y atención a él, y me temo que tal vez incluso su cordura. —Su rostro reflejaba una sincera preocupación—. Mi esposa la apreciaba mucho y yo mismo la tenía en gran estima.
—¿Tenía? —dijo Hester con un escalofrío—. ¿Qué le sucedió?
—De eso no estoy seguro. Sólo me han informado de los detalles más superficiales, y puesto que no están muy claros, prefiero no repetirlos. Le ruego que no lo tome como un desaire, señora Monk, lo hago por respeto a la difunta. Era una joven muy valiente, un espíritu lleno de arrojo y audacia. A pesar del coste personal y del riesgo de perder un futuro de felicidad, el honor siempre fue lo primero para ella, y al parecer pagó un precio terrible por ello. Por favor, no me obligue a decir más.
Sin embargo, para Hester era imposible dejarlo correr. Era tan capaz de apiadarse como cualquier ser humano y poseía el ardor y el coraje precisos para hacer un uso práctico de la compasión, pero nunca se había distinguido por tener tacto. Era demasiado apasionada e impaciente.
—¡Si para esa persona lo primero era el honor, más importante y urgente será que sigamos sus pasos! —declaró—. ¿Cómo es posible que no quiera decir nada sobre ella? ¿No se siente orgulloso de haberla conocido? ¿No estamos todos en deuda con ella?
—Señora Monk… —Applegate parecía avergonzado y a todas luces inseguro sobre cómo contestar—. Señora Monk, hay algunas tragedias que… que deben quedar… inexplicadas. No se me ocurre una palabra mejor. Por favor…
Hester recordó la enorme grieta abierta en el suelo y se le revolvió el estómago con sólo pensar en la posibilidad de un derrumbamiento. Se imaginó el sufrimiento de los hombres que trabajaban bajo tierra, quienes probablemente verían cómo empezaban a ceder las paredes, incapaces de hacer otra cosa que observar. Verían el agua arrastrar tierra y madera, hiriéndolos, desmembrándolos, enterrándolos en la inmundicia y la oscuridad.
—¡Señor Applegate, no hay tiempo para andarse con delicadezas! —exclamó sin poder evitarlo—. Si ella vio lo que yo vi ayer y comprendió lo que podría ocurrir a esos hombres, y es casi seguro que ocurra tarde o temprano, ¿cree sinceramente que desearía que usted respetara su memoria ahora que ha fallecido? Piense en esas vidas, en quienes aún tienen una posibilidad si actuamos, si concluimos lo que ella empezó. ¿Acaso hacer nuestra su causa no sería el más alto cumplido, el mejor servicio que podríamos prestarle?
Applegate la miró indeciso. Era un buen hombre enfrentado a un dilema abrumador.
Hester se dio cuenta de que estaba inclinada hacia delante, como si pretendiera tocarlo. Se echó hacia atrás, no con ademán de disculpa, sino porque quizá fuese una mala estrategia, además de una evidente cuestión de modales.
Sin mediar explicación Applegate se levantó.
—Discúlpeme —dijo con voz ronca, y salió de la habitación.
Hester se sintió abatida. Applegate le había gustado de modo instintivo y según parecía lo había abrumado tanto que se había retirado como si no supiera de qué otra manera tratar con ella. ¿Era realmente tan insensible? ¿Había hurgado en el recuerdo de una mujer a quien quizás él había amado, tratándolo con una falta de respeto intolerable? ¡Qué espanto! Y qué estupidez.
Se quedó sin saber qué hacer.
Entonces la puerta se abrió y entró una mujer. Era alta, quizás unos centímetros más que la propia Hester, e igualmente esbelta. Tenía un semblante de lo más inusual. Resultaba atractivo, a su manera, pero mucho más que por su belleza, destacaba por el humor que encerraba, una gran disposición a disfrutar de la vida. Iba vestida con un conjunto de lana gris y marrón, con un toque de negro como dictaba la moda y un favorecedor cuello blanco.
La seguía de cerca el propio Applegate, quien se la presentó a Hester como su esposa, Rose, para acto seguido agregar, a modo de explicación:
—Ambos apreciábamos mucho a Mary, pero mi esposa estaba más unida a ella. Antes de revelar confidencias me ha parecido oportuno consultar su opinión.
—¿Cómo está usted, señora Monk? —dijo Rose Applegate afectuosamente—. Has sido muy gentil al consultarme. —Miró a su marido—. Aunque no era necesario. —Invitó a Hester a sentarse de nuevo ya que ésta, naturalmente, se había levantado al entrar la señora Applegate. Rose se sentó frente a ella dejando que su marido lo hiciera donde gustase—. Mary murió hace sólo dos días, y todos quedamos muy consternados. Ni por un instante he creído que su muerte fuese tan simple como dicen. Ella nunca habría hecho algo así; sencillamente no lo habría hecho.
—Querida… —comenzó Applegate.
Ella no le dijo «chitón» pero poco faltó. La devoción de su marido era manifiesta, y ella confiaba suficientemente en eso como para no desear que se interpusiera en la expresión de sus emociones.
De repente Hester lo entendió.
—¡Mary Havilland! —dijo de pronto—. ¿Se están refiriendo a Mary Havilland?
Eso encajaba perfectamente con lo poco que Monk le había contado sobre la muerte acaecida en el río.
Morgan Applegate y Rose cruzaron una mirada y luego observaron a Hester. Rose había palidecido y sus ojos reflejaban inquietud.
—¿Tanto se ha difundido la noticia en sólo dos días? —preguntó en voz baja.
Applegate apoyó una mano en el brazo de su esposa. Fue un gesto extraordinariamente protector, tan delicado como si tocara una herida.
—No —contestó Hester bajando la voz a su vez, consciente de que se trataba de un sufrimiento real y reciente—. Sólo estoy enterada porque mi marido trabaja en la Policía Fluvial y fue quien presenció los hechos.
Rose no pudo contener un grito ahogado y Applegate le apretó levemente el brazo. Hester vio en sus ojos que Applegate y su mujer deseaban hacer más preguntas pero no se atrevían por miedo a recibir una contestación terminante.
—No tiene claro lo que sucedió —les dijo—. No alcanzaban a ver bien desde la distancia a que se encontraban, y menos aún mirando hacia arriba.
Comprendió por qué Monk era tan renuente a creerlo, pero no podía hablar a aquellas personas sobre su propia pérdida. Había creído que el dolor se había curado con el tiempo y que estaba a buen recaudo siempre y cuando no se tocara. Hacía mucho tiempo que no intentaba recordar el semblante de su padre, quizá desde que había aprendido a creer que Monk la amaba lo bastante como para desprenderse de su miedo y, al mismo tiempo, asumir los riesgos. La seguridad no consistía más que en no preocuparse por nada que pudiera ocasionar pena… o alegría. Pero ahora, de pronto, regresaban los recuerdos: una palabra, un tono de voz, un gesto, y volvía al pasado, cuando su padre aún vivía, una época anterior a la guerra de Crimea, anterior al sufrimiento de tanta gente en el extranjero y en la patria, anterior a tantas pérdidas mezquinamente manipuladas por los responsables de las mismas.
—Está intentando esclarecerlo —agregó Hester—, sopesan la posibilidad de que no fuera tan simple como eso.
Rose pestañeó.
—¿Quiere decir… que quizá no lo consideren suicidio? —Un atisbo de esperanza iluminó sus ojos—. ¡Jamás se habría quitado la vida! ¡Me jugaría cualquier cosa a que no lo hizo!
—Rose… —musitó Applegate.
Se zafó de él con impaciencia, sin apartar los ojos de los de Hester.
—Si usted hubiese conocido a Mary no tendría que explicárselo. Era demasiado valiente para darse por vencida. Estaba demasiado… ¡demasiado enojada para permitir que se salieran con la suya!
Hester observó que Applegate hacía una mueca, pero se percató de que no ejercía ningún control sobre el entusiasmo de su esposa, de que casi con total seguridad no deseaba ejercerlo. Si Rose era franca, eso formaba parte de su naturaleza, de lo que él amaba en ella.
—¿Enojada con quién? —preguntó Hester—. ¿Circunstancias o personas? La Gran Peste fue algo atroz. No podemos permitir que se repita. Y el tifus fue aún peor. En la guerra de Crimea vi a algunos soldados morir de tifus, y no se lo desearía ni al mismísimo Satán.
—Oh, ya sé que es preciso construir el nuevo alcantarillado —convino Rose—. Pero Mary estaba convencida de que algunas máquinas se estaban usando sin aplicar las correspondientes medidas de seguridad. Todos están tan resueltos a ser más rápidos que sus contrincantes que hacen caso omiso de las reglas, y tarde o temprano los hombres van a pagar el precio. ¿Se enteró del derrumbamiento de la alcantarilla del Fleet? Seguro que sí. Salió en los periódicos. Eso será una minucia comparado con lo que podría ocurrir si…
—¡Rose, eso no lo sabes! —intervino Applegate—. Mary lo creía así, y quizás estuviera en lo cierto, pero ella…
—¡Tenía razón! —replicó Rose.
—¡Pero carecía de pruebas! —concluyó Applegate.
—¡Exactamente! —dijo Rose como si eso sellara su argumento. Miró a Hester—. Sabía que existían pruebas y se proponía reunirías. Estaba convencida de poder hacerlo. ¿Le parece que eso sea propio de alguien que se quita la vida? —Sin darse cuenta se inclinó hacia Hester, tal como ésta había hecho hacia Applegate, impelida por su fervor—. Amaba a su padre, señora Monk. Se comprendían mutuamente de un modo que rara vez se da entre personas de distintas generaciones. Poseía una mente decidida, clara, y un inmenso coraje. ¡No sé por qué la gente piensa que las mujeres no pueden ser así! ¡Son las faldas las que nos impiden correr, no las piernas!
—¡Rose! —protestó Applegate.
—No la habré molestado, ¿verdad? —preguntó Rose a Hester con una pizca de ansiedad.
Hester tuvo ganas de reír, pero hacerlo quizás hubiese herido los sentimientos de los Applegate, como si no se tomara en serio la muerte. ¡Y lo hacía! Con una seriedad infinita. Aunque también le constaba que en el horror aplastante de una guerra o una epidemia el humor, por negro que fuese, a veces era lo único que mantenía cuerdos a los hombres. Ahora bien, eso no podía decirse en un domicilio de Londres donde una se hallaba en calidad de invitada.
—No, ni mucho menos —dijo para tranquilizar a Rose—. En realidad quisiera recordar la frase para poder repetirla. Habrá infinidad de ocasiones en que resultará muy apropiada. ¿Quiere que le atribuya la autoría o prefiere que olvide quién la dijo primero?
—Me parece que será mejor, debido a la posición de mi marido, que lo olvide —contestó Rose a regañadientes—. La Cámara de los Comunes es extremadamente firme en sus opiniones; claro que no hay ninguna dama con voz ni voto, y eso marca una gran diferencia. —Hizo una mueca de irónico desagrado.
Hester lo entendió. Ella misma había sido más libre de decir lo que pensaba en las proximidades del campo de batalla y había encontrado el regreso a Inglaterra dolorosamente restrictivo. Volvió de nuevo al tema de Mary Havilland.
—¿Conocía usted a su familia? —preguntó.
—Muy poco —respondió Rose, encogiéndose de hombros—. Yo era muy amiga de Mary, y resultaba difícil serlo y al mismo tiempo relacionarse con ellos si no era por mera cortesía.
—¿Se llevaban mal?
—Pues sí. Verá, Jenny, es decir, Jenny Argyll, su hermana mayor, tiene una devoción absoluta por su marido y sus hijos, tal como es debido. —Una expresión mezcla de irritación y renuncia cruzó su semblante.
—¿Como es debido? —preguntó Hester.
—¿Qué otra opción tiene? —dijo Rose con una sonrisa—. Yo no tengo hijos que dependan de mí, pero sí un marido en quien confío plenamente. No obstante, pocas mujeres son tan afortunadas como yo, y, desde luego, Jenny Argyll no se cuenta entre ellas. —Volvió a encogerse de hombros—. Me parece que Alan Argyll es bastante razonable, pero si tiene sus defectos, es lógico que ella prefiera ser consciente de ellos sólo en la medida en que sea indispensable. ¡Dudo que agradeciera a su hermana que los sacara a relucir, ya que no estaba en su mano enmendarlos! Cuando eres impotente, la ignorancia es un gran consuelo.
—Y Mary… ¿hizo eso? —preguntó Hester—. O esos defectos eran muy graves o ella era muy insensible. —Una imagen más sombría se estaba formando en su mente.
—No lo sé —admitió Rose—. Por supuesto, en ocasiones podemos tener tanto miedo por la persona amada que no siempre actuamos de forma atinada cuando le advertimos de algo que percibimos como un peligro. Pero de eso no sé nada. Sólo sé que Mary rompió su compromiso con Toby Argyll, el hermano menor de Alan. Me lo contó con toda sinceridad.
—¿Sinceridad? —insistió Hester, insegura de lo que Rose quería dar a entender—. ¿Quiere decir que le explicó por qué rompió ese compromiso? —Se imaginó a una muchacha de apasionados ideales amorosos que de pronto descubre algo que la desilusiona hasta lo indecible. La aflicción tuvo que ser terrible. ¿Tanto como para verse incapaz de seguir adelante con su vida?—. ¿Fue por algo que descubrió sobre él? —agregó; hubiese preferido no saberlo, pero ahora ya era inevitable—. ¿Fue eso lo que…?
—¡No, no! —dijo Rose enseguida—. ¿Se refiere a si averiguó que Toby tenía alguna relación con la muerte de su padre y fue incapaz de soportarlo? ¿Es eso lo que está pensando?
—Sí —reconoció Hester—. Eso bastaría para partirle el alma a cualquiera, incluso a un temperamento fuerte.
—A Mary no. —No había el más leve rastro de duda en la voz de Rose, que volvía a estar sentada con la espalda bien recta—. No estaba enamorada de Toby, ¡o al menos no lo estaba lo bastante para que sin él su mundo se sumiera en las tinieblas! Le agradaba bastante. Pensaba que ésa iba a ser probablemente la mejor proposición que le harían. Al fin y al cabo, ¿cuántas mujeres se enamoran del hombre con quien pueden casarse? —Sonrió al decirlo. Tenía las manos perfectamente relajadas en el regazo y Hester entendió que no se incluía a sí misma en lo que decía—. Casi todas las mujeres se avienen a cerrar un trato aceptable —prosiguió—, y Mary era lo bastante realista para hacer lo propio. Créame, no se sintió tan desesperada como para romperlo. —Bajó la voz adoptando un tono de confidencia—. En realidad, pienso que en buena medida representó un alivio para ella. Podía rechazarlo con la conciencia tranquila. Nadie contaría con que se casara siendo tan reciente la muerte de su padre.
—Querida, no deberías decir eso —la reconvino Applegate.
—No volveré a decirlo —prometió ella pasando por alto que acababa de hacerlo. A su juicio, contárselo a Hester era una cuestión de honor, una obligación para con Mary que no estaba dispuesta a desatender—. No se quitó la vida, señora Monk. Si supiera cuan apasionadamente creía que su padre tampoco se había suicidado, que jamás habría hecho algo semejante… No sólo porque era un pecado contra la Iglesia, sino porque para él se trataba de algo mucho peor que eso: un pecado contra sí mismo. Suponía un acto de cobardía, una traición a su propia integridad y a su sentido del honor. Y si eso era cierto para él, también tenía que serlo para ella. No sé qué sucedió, pero estoy dispuesta a hacer lo que sea para ayudarla a averiguarlo. Si hay alguna información que yo pueda obtener, alguna puerta que pueda abrir para usted, no tiene más que decírmelo. Quizás aún estemos a tiempo de llevar a cabo la reforma en la que ella estaba trabajando, y salvar al menos parte de las vidas de los hombres que morirán si se producen más accidentes.
—Gracias —dijo Hester calurosamente—. Pasaré a verla en cuanto tenga una idea más clara de lo que haya que hacer. —Se volvió hacia Applegate—. ¿Qué información iba a traerle Mary Havilland? ¿Qué necesita saber antes de poder actuar?
—Pruebas de que no se cumplen las normas de seguridad —contestó él—. Y me temo que eso será muy difícil de conseguir. Los ingenieros dirán que han inspeccionado el terreno y los viejos ríos y arroyos en la medida de lo posible. Los hombres que trabajan con maquinaria pesada están habituados al peligro y saben que forma parte de su vida. Así como hay hombres que se hacen a la mar o que bajan a las minas y conviven con el peligro y la pérdida sin quejarse, también lo hacen los peones. Considerarían un acto de cobardía negarse o manifestar autocompasión, y despreciarían a cualquiera que lo hiciese. Y más aún, saben que se quedarían sin trabajo, pues por cada hombre que se niegue a hacerlo habrá decenas dispuestos a ocupar su puesto. Si se niegan condenan a sus familias a pasar hambre, y lo saben de sobra, igual que sus hijos y esposas.
—¿Y están dispuestos a perder brazos o piernas, o a morir aplastados? —inquirió Rose—. Seguramente sí… —Guardó silencio y miró a Hester en busca de apoyo.
Hester bajó la vista. Lo que Applegate decía era cierto. Había decenas de miles como Andy Collard: orgullosos, airados, testarudos, desesperados. Él no era más que uno de los muchos que ya habían resultado heridos.
Se puso de pie.
—Gracias, señor Applegate —dijo—. Haré lo que esté en mi mano para encontrar las pruebas que buscaba Mary Havilland. En cuanto tenga algo regresaré aquí.
—Si podemos ayudarla, ya sabe —dijo Rose—. Gracias por venir, señora Monk.
—¡No! —exclamó Monk, categórico, cuando Hester le refirió la visita aquella noche—. Yo me ocuparé de seguir investigando hasta que descubra qué les sucedió a Mary Havilland y a su padre.
—Ocurrirá un desastre si no se hace nada al respecto, William —arguyó ella con apremio—. ¿Esperas que me quede de brazos cruzados viendo cómo sucede?
Se abstuvo de mencionar su renuncia a Portpool Lane, pero ese asunto flotaba silenciado entre ellos.
Estaban de pie en la cocina, mientras hervía el agua para el té luego de que hubiesen recogido los platos.
—¡Hester, es posible que Mary Havilland fuera asesinada para impedir que hiciera precisamente eso! —dijo Monk enojado—. Por el amor de Dios, ¿no es lo que acabas de decirme?
—¡De eso tengo plena conciencia! —repuso Hester—. ¿Acaso tú vas interrumpir tus pesquisas?
—¿Que si yo…? ¡No, claro que no! Pero ¿a cuento de qué viene eso? ¡Aparta esa maldita tetera del fuego antes de que explote! De lo contrario ese desastre en las cloacas que dices no será el único accidente que ocurra.
Hester quitó la tetera del fogón con un gesto brusco y la dejó a un lado.
—¡Viene a cuento de todo! —gritó—. Tú puedes arriesgar tu vida a diario pero cuando yo quiero hacer algo en lo que creo, ¿qué ocurre, que de repente no estoy autorizada a hacerlo porque has decidido que quizá sea peligroso? ¡Sólo voy a hacer unas cuantas preguntas!
—Eso es completamente distinto. Eres una mujer. Yo sé cómo protegerme —dijo Monk como si se tratara de un hecho que no admitiera discusión—. Tú no.
Hester inspiró profundamente.
—Serás presuntuoso… —comenzó, pero se calló, temiendo hablar más de la cuenta y dejar que toda su frustración y su sentimiento de pérdida manaran a raudales. Nunca tendría ocasión de retractarse, porque él comprendería que aquélla era una reacción sincera. Así que se obligó a sonreír—. Te agradezco que te preocupes por mí. Es muy gentil de tu parte, pero no es necesario. Seré discreta.
Por un momento pensó que Monk iba a perder los estribos. En lugar de eso, se echó a reír, y su risa fue en aumento hasta que le faltó el aliento.
—¡No tiene ninguna gracia! —protestó Hester.
—Sí que la tiene —replicó Monk enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano—. No has sido discreta ni un solo día en toda tu vida. —La tomó por los hombros con suavidad pero con la fuerza suficiente como para retenerla—. ¡Y no vas a seguir los pasos de Mary Havilland en busca de pruebas que demuestren que hay máquinas que se están utilizando de un modo peligroso!
Hester prefirió no responder. Al coger la tetera se dio cuenta de que el agua había hervido hasta casi consumirse. Tendría que rellenarla y volver a empezar.
—William —dijo con amabilidad—, me temo que el té se hará esperar un poco. Si quieres te lo llevaré en cuanto esté listo.
Si Monk deseaba pensar que ella admitía así su derrota o demostraba obediencia, no iba a sacarlo de su completo error.
—Gracias —aceptó Monk—. Me parece una muy buena idea.
Y dicho esto regresó a la sala de estar.
—¡Pero bueno! —dijo Hester entre dientes, aunque contenta de que la discusión hubiese acabado, al menos de momento, y de poder quedarse a solas un rato para recobrar el control de sus sentimientos.