Rojas y yo permanecimos cogidos de la mano en el borde del tejado, contemplando un patio aparentemente desierto.
—¿Le diste la esfera de invisibilidad a Llana de Gathol? —pregunté.
—Sí —contestó Rojas— y a esta hora debe ser invisible ya. – Apretó mi mano. —Luchaste magníficamente —susurró—. Todos se dieron cuenta de que podías haber matado a Motus en el momento en que quisieras; pero sólo yo adiviné por qué no lo hiciste antes. Ptantus está furioso; ha ordenado que seas destruido inmediatamente.
—Rojas, ¿no crees que deberías reconsiderar tu decisión de venir conmigo? Todos tus amigos y parientes están aquí, en Invak, y puede que te sientas desgraciada y sola entre mi pueblo.
—Donde quiera que estés, yo seré feliz. Si no me llevaras contigo, me mataría.
Conque así estaban las cosas. Había un triángulo que podía llegar a ser muy embarazoso, y quizás trágico. Lo sentía por Rojas, y me encontraba molesto y humillado por el papel que me veía obligado a representar. Sin embargo, no había otra forma; tenía que elegir entre la felicidad de Rojas y las vidas de Llana de Gathol, de Ptor Fak y de mí mismo. Sabía que había elegido bien, más aún así me sentía incómodo.
Obligado por los hábitos de toda mi vida, escudriñé el patio en busca de Llana de Gathol, que podía estar allá abajo en alguna parte, hasta que me dolieron los ojos; y luego, dándome cuenta de la futilidad de buscarla, silbé. Una respuesta inmediata llegó de abajo, y descendí de un salto. No nos llevó demasiado tiempo dar el uno con el otro y, dado que nadie nos dio el alto, supuse que teníamos la fortuna de estar solos. Llana tocó mi mano.
—Creí que no vendrías nunca —dijo—. Rojas me contó lo del duelo y, aunque no dudaba de tu habilidad con la espada, temía. Siempre existe el peligro de un accidente o de una trampa. Pero al fin estás aquí; ¡qué extraño es ser incapaz de verte! En realidad, me asusté bastante cuando salí al patio y descubrí que no podía verme ni siquiera a mí misma.
—Es este milagro de la invisibilidad el que nos va a salvar; sólo un milagro puede hacerlo. Ahora tengo que subirte al tejado.
No había ningún árbol apropiado en este patio, y el tejado estaba a ocho metros de altura.
—Vas a pasar por una nueva experiencia, Llana.
—¿Qué quieres decir?
—Voy a lanzarte sobre el techo —le comuniqué—. Confío en que caigas de pie.
—Estoy dispuesta —dijo ella.
Yo podía ver muy bien el tejado, pero no podía ver a Llana; todo lo que podía hacer era rezar por que mi puntería fuese buena.
—Manten perfectamente rígido el cuerpo —dije—, hasta que te suelte; entonces encoge las piernas y relájate. Quizás sufras una mala caída, pero no creo que puedas hacerte mucho daño, ya que el techo está espesamente acolchado con ramas.
—Vamos a ello —dijo Llana.
Agarré una de sus piernas por la rodilla con mi mano derecha y acuné su cuerpo sobre mi antebrazo izquierdo; luego la balanceé un par de veces atrás y adelante, y la lancé al aire.
Llana de Gathol podía ser invisible, pero también era definidamente corpórea. La oí aterrizar sobre el tejado con un golpe invisible, y respiré de alivio. Saltar en pos de ella no fue nada para mis músculos terrestres, y pronto un leve silbido nos unió a los tres. Avisé a las chicas de que mantuviéramos silencio y avanzamos dándonos la mano en dirección a la nave.
Era éste el momento que despertaba mis mayores preocupaciones, ya que me daba cuenta de que la nave podía estar rodeada por guerreros invisibles; y, por lo que yo sabía, la única espada de la que disponíamos era la que le había quitado al guerrero que maté en el patio; pero tal vez Rojas tuviese una.
—Rojas, ¿tienes una espada? —susurré.
—Sí, traje una conmigo.
—¿Sabes usarla?
—Nunca he usado ninguna —contestó ella.
—Entonces dásela a Llana de Gathol; puede usarla con mucha eficacia si es preciso.
Nos detuvimos al llegar a veinte metros de la nave. Éste era el momento crucial; casi temía silbar, pero lo hice. Hubo una respuesta inmediata desde las proximidades de la nave. Atendí un momento, esperando escuchar alguna voz que traicionara la presencia del enemigo, pero no hubo ninguna.
Avanzamos entonces con rapidez, y ayudé a las chicas a encaramarse sobre la barandilla.
—¿Dónde estás, Ptor Fak? —pregunté—. ¿Estás solo?
—En la cubierta, y no creo que haya nadie por los alrededores.
—Todos los guerreros de Invak pueden aparecer aquí ahora, si les place —le dije yo cuando alcancé los mandos y encendí el motor.
Un momento después, la pequeña nave ascendió gallardamente en el aire, y casi inmediatamente percibimos gritos e imprecaciones debajo de nosotros. Los invakenses habían visto la nave, mas demasiado tarde para evitar nuestra fuga. Estábamos a salvo. Habíamos logrado lo que, unas horas atrás, parecía imposible, ya que entonces Ptor Fak y yo estábamos encadenados a sendos árboles y Llana de Gathol cautiva en otra parte de la ciudad.
—Tenemos una gran deuda de gratitud con Rojas —dije.
—Una deuda —replicó ella— que te será muy fácil, y espero que muy agradable, pagar.
Puse mala cara; preveía malos tiempos para mí. Prefiero enfrentarme a una docena de hombres, espadas en mano, que a una mujer despechada o con el corazón destrozado. Tendría que contárselo todo antes de que alcanzáramos Helium, pero decidí esperar a que volviéramos a ser visibles.
Quizás fuera más fácil confesárselo mientras ambos éramos invisibles, pero me parecía una cobardía.
—¿Vamos a Helium, John Carter? —preguntó Llana.
—Sí.
—¿Qué crees que van a pensar de una nave que llegue volando por sí sola sin nadie a bordo?
—Tendremos que esperar a ser visibles antes de aproximarnos a la ciudad —contesté—. No debemos tomar más esferas de invisibilidad.
—¿Quién es John Carter? —preguntó Rojas—. ¿Hay alguien aquí que lo conozca?
—Yo soy John Carter. Dotar Sojat no es nada más que un nombre que asumí temporalmente.
—¿Entonces no eres el Sultán de Swat? —preguntó imperativamente Rojas.
—No, no lo soy.
—Me has engañado.
—Lo siento, Rojas —dije—, no me proponía engañarte… acerca de mi nombre; en realidad, nunca te dije a ti que fuera el Sultán de Swat; se lo dije a un guerrero que me interrogó.
¡Si estaba enfadada porque la había engañado con relación a mi nombre y título, cómo se pondría cuando supiera que no la quería y que ya tenía mujer! Me sentía infeliz como una anguila friéndose viva en una sartén; entonces decidí de repente coger al toro por los cuernos y soltárselo todo de golpe.
—Rojas —comencé—, aunque no te engañé con relación a mi nombre, te engañé en algo mucho más importante.
—¿En qué? —preguntó ella.
—Utilicé tu… esto… amistad para lograr la libertad de Llana de Gathol. Pretendí amarte aunque no te quería; ya tengo pareja.
Aguardé la explosión, más no sobrevino ninguna; en vez de ella, llegó una risilla leve, tintineante. Continué esperando; nadie pronunció una palabra; el silencio llegó a ser opresivo. Durante un momento pensé que Rojas iba a deslizar una daga entre mis costillas o a saltar por la borda, pero ninguna de estas cosas ocurrió, y me mantuve sentado ante los mandos tratando de desentrañar el significado de aquella risa. Quizás la impresión de mis palabras habían desequilibrado la mente de Rojas. Deseé poder contemplarla, y al mismo tiempo me alegré de no poder hacerlo… y en verdad que me alegraba de que nadie pudiera verme a mí, porque me sentía como un tonto.
No se me ocurrió nada que decir, y creí que el silencio iba a ser eterno, mas al fin Llana de Gathol lo rompió.
—¿Cuánto tiempo de invisibilidad nos queda? —preguntó.
—Un poco más de diez zodes desde que te tomaste la esfera —dijo Rojas—. Yo me haré visible la primera, luego John Carter o Ptor Fak, ya que me imagino que se la tomaron más o menos al mismo tiempo: tu serás la última en recuperar la visibilidad.