III

¡Invak! La ciudad del Bosque de los Hombres Perdidos. Al principio sólo una puerta era visible, tan apretados estaban los árboles que ocultaban las murallas de la ciudad… los árboles y las enredaderas que cubrían los muros.

Escuché a una voz dar el «Quién vive» mientras nos aproximábamos a la puerta, y oí replicar la voz de Pnoxus:

—Soy el Príncipe Pnoxus, con veinte guerreros y un prisionero.

—Que se adelante uno a dar la contraseña.

Yo estaba asombrado de que la guardia de la puerta no reconociera al hijo del jeddak, ni a ninguno de los veinte guerreros que los acompañaban. Supongo que una voz avanzó y susurró la contraseña, pues acto seguido dijo una voz:

—Entra, Pnoxus, con tus veinte guerreros y tu prisionero.

Las puertas se abrieron inmediatamente, y vi más allá de ellas un pasillo iluminado, y a gentes moviéndose por él; entonces mi cuerda se tensó y avancé hacia la puerta; y delante de mí, uno tras otro, comenzaron a aparecer de improviso hombres armados, exactamente en el umbral de la puerta. Aparecían uno a uno como si se materializaran del aire, y continuaban avanzando por el pasillo iluminado. Me aproximé a la puerta aparentemente sola, pero cuando atravesé el umbral había a mi lado un guerrero donde había caminado anteriormente la voz de Kandus.

Contemplé al guerrero, y mi evidente asombró debió de retratarse completamente en mi rostro, puesto que el guerrero sonrió con una mueca. Eché un vistazo tras de mí y vi a un guerrero tras otro materializarse en carne y hueso según iban franqueando el umbral. Yo había caminado a través del bosque acompañado solamente por voces, pero ahora diez guerreros caminaban delante de mí, nueve detrás y uno a mi lado.

—¿Eres tú Kandus? —pregunté a este último.

—Claro.

—¿Cómo lo hiciste? —exclamé.

—Es muy simple, pero es el secreto de los invakenses —me respondió—. Puedo decirte, sin embargo, que somos invisibles a la luz del día, o más bien cuando no estamos iluminados por estas lámparas especiales que alumbran nuestra ciudad. Si te fijas en la construcción de la ciudad mientras la atravesamos, verás que tomamos plena ventaja de nuestra única oportunidad de ser visibles.

—¿Por qué preocuparse de si otras gentes pueden veros o no? ¿No es suficiente con que os veáis vosotros mismos?

—Desgraciadamente, ésa es la pega. Podemos verte a ti, pero no podemos vernos los unos a los otros, más de lo que tú puedes hacerlo.

Así que esto explicaba los refunfuños y maldiciones que había escuchado durante la marcha a lo largo del bosque: los guerreros habían estado tropezando entre ellos porque no podían verse más de lo que yo podía verlos.

—¿Habéis descubierto la invisibilidad? —dije yo—. ¿O nacéis de huevos invisibles?

—No —contestó—, somos gente bastante normal; pero hemos aprendido a hacernos invisibles.

Precisamente entonces, divisé un patio abierto ante nosotros y, según los guerreros salían a él desde el corredor iluminado, iban desapareciendo. Cuando Kandus y yo pisamos el exterior, me encontré de nuevo caminando solo. Era insólito.

La ciudad estaba salpicada de estos patios que le daban ventilación y, por lo demás, estaba totalmente techada e iluminada artificialmente por las asombrosas luces que daban total visibilidad a sus habitantes. En cada patio crecían varios árboles, y se las habían arreglado para que las enredaderas cubriesen los techos de la ciudad; así que, estando construida como lo estaba en el centro del Bosque de los Hombres Perdidos, era casi tan invisible desde el cielo y desde la tierra como lo eran sus habitantes.

Nos detuvimos finalmente en un patio grande con muchos árboles en los cuales se hallaban dispuestas anillas de hierros de las que pendían cadenas, y allí manos invisibles apresaron uno de mis tobillos con un grillete conectado al extremo de una de estas cadenas. En este instante, una voz susurró a mi oído:

—Intentaré ayudarte, ya que me has caído bien. Admiro a un hombre capaz de saltar cincuenta metros de alto; y no puedo dejar de interesarme por alguien que dice provenir de otro mundo a ochenta millones de kilómetros de Barsoom.

Era Kandus. Sentí que era afortunado por tener al menos un simpatizante allí, aunque no pude imaginarme qué ventajas podría proporcionarme. Después de todo, Kandus no era el jeddak; y mi suerte probablemente descansaba en las manos de Ptantus.

Pude escuchar voces cruzando de un lado a otro el patio. Pude ver gente acercándose por los pasillos o las calles, y luego desvaneciéndose en cuanto pisaban el patio. Pude ver las espaldas de hombres y mujeres aparecer de improviso en las entradas de las calles al abandonarlo.

En varias ocasiones, algunas voces se detuvieron junto a mi árbol y discutieron acerca de mí. Comentaban sobre mi piel clara y ojos grises. Una voz mencionó mi gran salto en el aire, que uno de mis captores había relatado a su poseedor.

En una ocasión, un delicado perfume se detuvo cerca de mí, y una dulce voz dijo:

—Pobre hombre, ¡y es tan guapo!

—No seas tonta, Rojas —gruñó una voz masculina—. Es un enemigo y, de cualquier forma, no es muy agradable de ver.

—Creo que es muy agradable de ver —insistió la voz dulce—. ¿Y cómo sabes que es un enemigo?

—No era un enemigo cuando aterricé con mi nave junto al bosque —dije yo—, pero el tratamiento que he recibido desde entonces me está convirtiendo rápidamente en uno.

—¿Ves? —dijo la voz dulce—. No es un enemigo. ¿Cómo te llamas, desgraciado?

—Mi nombre es Dotar Sojat, y no soy un desgraciado —repliqué yo con una carcajada.

—Eso es lo que te crees tú —dijo la voz masculina—. Vamos, Rojas, antes de que hagas más el ridículo.

—Si me das una espada y abandonas tu cobarde invisibilidad, te pondré yo en ridículo a ti, calot —dije yo.

Un invisible pero muy material pie me golpeó en la ingle.

—¡Mantente en tu lugar, esclavo! —gruñó la voz.

Yo me abalancé hacia adelante y, por suerte, le eché las manos encima al tipo; entonces lo agarré por su correaje hasta que localicé su cara al tacto y, cuando la hube encontrado, le lancé un gancho de derecha que debió haberlo proyectado sin sentido a lo largo de medio patio.

—Eso te enseñará a dar de puntapiés a un hombre que no puede verte.

—¿Motus te dio una patada? —gritó la dulce voz, ahora ya no tan dulce; era una voz enfadada, sorprendida—. Me pareció que le pegaste… Espero que lo hayas hecho.

—Lo hice, y será mejor que vieras si hay algún doctor en la casa.

—¿Dónde estás, Motus? —gritó la muchacha.

No hubo respuesta; Motus se había apagado como una luz. Al poco, escuché una maldición y a la voz de un hombre diciendo:

—¿Quién eres tú, tumbado en medio del patio?

Evidentemente, alguna voz había tropezado con Motus.

—Ése debe ser Motus —dije en la dirección de donde había provenido la voz de la chica por última vez—. Sería mejor que lo llevases adentro.

—En lo que a mí respecta, puede quedar ahí hasta que eche raíces —replicó la voz mientras se alejaba.

Casi inmediatamente, contemplé la esbelta figura de una joven materializándose en la entrada de una de las calles. Puedo decir por su espalda que era una joven enfadada, y, si su espalda servía de criterio, que era una joven hermosa… de cualquier forma, tenía una hermosa voz y un buen corazón. Quizás estos invakenses no fueran tan malas gentes, después de todo.