II

Aterricé en un terreno nivelado cercano al bosque, instruí a Llana para que permaneciera a bordo, lista para despegar al momento, y fui en busca de comida. El bosque consistía principalmente de skeeles, sorapus y sompus. Los dos primeros son árboles de madera dura con nueces grandes, deliciosas, mientras el árbol de sompus produce una fruta de apariencia cítrica, con una delgada piel roja. La pulpa de esta fruta, llamada somp, es similar a la del pomelo, aunque mucho más dulce. Está considerada un gran manjar por los barsoomianos, y se cultiva a lo largo de muchos canales. Sin embargo, no había visto nunca ninguna tan grande como estas silvestres; ni había visto nunca en Marte árboles del tamaño de algunos de los que crecían en aquel bosque oculto.

Había recogido tantas frutas y nueces como podía llevar, cuando escuché que Llana me llamaba. Había una nota de excitación y urgencia en su voz, de modo que dejé caer lo que había recogido y corrí en dirección a la nave. Poco antes de salir del bosque, la oí gritar; y cuando aparecí en el exterior, la nave se separó del suelo. Corrí hacia ella tan rápidamente como pude, y esto, bajo las condiciones de gravedad reducida de Marte, era muchísimo. Salté cuarenta o cincuenta pies de un brinco, y luego me elevé treinta pies en el aire, en un esfuerzo por asir la barandilla de la nave. Una mano tocó la borda, pero mis dedos no lograron cerrarse en torno a la barandilla, y me resbalé y caí al suelo. Sin embargo, logré echar un vistazo a la cubierta de la nave, y lo que vi allí me llenó de asombro y, por alguna razón, produjo en mi cuero cabelludo la extraña sensación de que tenía los pelos de punta: Llana estaba tendida sobre la cubierta absolutamente sola, ¡y no había nadie a los mandos!

—Un noble esfuerzo —dijo una voz detrás de mí—. Con toda certeza que eres capaz de dar grandes saltos.

Me di la vuelta, y mi mano voló hacia la empuñadura de mi espada. ¡No había nadie allí! Miré hacia el bosque; no había signo de ser viviente alguno en los alrededores. Una risa llegó detrás de mí, una risa burlona, provocativa. De nuevo me volví. Sólo pude ver el pacífico paisaje marciano hasta donde me alcanzaba la vista. Por encima de mí, la nave viró y desapareció más allá del bosque… manejada por una mano no humana, por alguna fuerza siniestra que yo no podía penetrar.

—Bueno —me dijo la voz, otra vez detrás de mí—, también podemos colocarnos en tu camino. Presumo que te darás cuenta de que eres nuestro prisionero.

—No me doy cuenta de nada de eso —repliqué—. Si quieres atraparme, ven y cógeme… Sal a la luz como un hombre; si es que lo eres.

—La resistencia es fútil —dijo la voz—. Somos veinte, y tú sólo uno.

—¿Quiénes sois? —quise saber.

—Oh, perdóname —dijo la voz—. Debería haberme presentado. Soy Pnoxus, hijo de Ptantus, jeddak de Invak. ¿A quién hemos tenido el honor de capturar?

—Todavía no has tenido el honor de capturarme —dije.

No me gustaba aquella voz. Era demasiado melosa y educada.

—Eres muy poco cooperativo —dijo la voz llamada Pnoxus—. Odiaría tener que emplear métodos poco agradables.

La voz no era ahora tan dulce; había un ligero tono acerado en ella.

—No sé dónde te ocultas —dije— pero si salís los veinte, os enseñaré el sabor de mi acero. Estoy harto de esta majadería.

—¡Y nosotros también! —exclamó la voz.

Sonaba algo así como una trampa de osos para mí… toda la aceitosa dulzura había desaparecido de ella.

—¡Atrapadlo, hombres!

Miré rápidamente alrededor de mí, pero no vi nada; sólo la voz y yo estábamos allí. O al menos eso fue lo que creí hasta que unas manos agarraron mis tobillo y tiraron de mis pies hacia atrás. Caí boca abajo, y sentí como si media docena de hombres corpulentos saltaran sobre mi espalda, y media docena de manos me arrebataron la espada, y más manos aún me despojaron de mis otras armas. Después, manos invisibles ataron las mías a la espalda, y otras amarraron un cuerda alrededor de mi cuello, y la voz dijo:

—¡Levántate!

Me levanté.

—Si vienes sin ofrecer resistencia —me dijo la voz llamada Pnoxus— será mucho mejor para ti y para mis hombres. Algunos de ellos tienen muy mal genio, y si les pones la cosa difícil, puede que no llegues vivo a Invak.

—Iré —dije—. Pero ¿dónde?

—Te guiarán —dijo Pnoxus—. Y nos cuidaremos de que vayas donde te conducimos. Ya me has causado bastantes problemas.

—No apreciarás bien el problema que soy hasta que pueda verte —repliqué.

—No me amenaces; ya te has buscado bastantes líos.

—¿Qué ha sido de la muchacha que estaba conmigo? —quise saber.

—Me gustó —dijo Pnoxus—, e hice que uno de mis hombres, que sabe pilotar naves, la llevara a Invak.

No puedo expresar lo horripilante que fue la experiencia de ser conducido a través de aquel bosque por hombres que no podía ver, escuchando una voz que no tenía cuerpo; pero cuando me di cuenta de que, probablemente, me llevaban al lugar adonde habían llevado a Llana, me sentí contento, más aún, ansioso de seguirlos dócilmente adonde me conducían.

Podía ver delante de mí la cuerda que colgaba de mi cuello; generalmente descendía en una suave curva, para luego desvanecerse lentamente, como en los bordes borrosos de un retrato; a veces se tensaba repentinamente, y entonces yo sentía un tiró en la nuca; pero, siguiendo aquella cuerda fantasmal mientras serpenteaba entre los árboles del bosque, y observando cuidadosamente su curvatura, pude anticipar el próximo tirón por la tensión de la cuerda, y así aprendí a evitar la molestia.

Delante y detrás de mí, escuchaba continuamente unas voces regañando a otras voces: «Mira donde te metes, idiota» o «Deja de pisarme los talones, tonto» o «¿Con qué te crees que estás topando, hijo de calot?». Las voces parecían estarse metiendo constantemente unas en el camino de otras. Tan seria como podía parecer mi posición, no pude dejar de divertirme.

En un momento dado, noté el roce de un brazo contra el mío, o al menos así lo sentí, la carne templada de un brazo desnudo; me tocó un solo instante, desapareciendo inmediatamente, y luego me tocó de nuevo, con una cadencia medida, como podía rozarse los brazos de dos hombres caminando hombro con hombro; poco después una voz habló a mi lado, y supe que esa voz caminaba conmigo.

—Estamos llegando a un mal sitio —me dijo la voz—. Será mejor que cojas mi brazo.

Tanteé con mi mano derecha y encontré un brazo que no podía ver. Agarré lo que podía ser su parte superior, y cuando lo hice ¡mi mano derecha desapareció! Ahora mi brazo terminaba en la muñeca, o al menos así lo parecía; pero podía sentir mis dedos asidos al brazo que no podía ver. Era una sensación espeluznante. No me gustan las situaciones que no puedo comprender.

Casi inmediatamente, llegamos a un claro del bosque donde no crecía ningún árbol. El terreno estaba cubierto de diminutos montículos de tierra, y cuando pisé uno me hundí algunos centímetros. Era como caminar sobre muelles recubiertos de turba.

—Yo te guiaré —dijo la voz a mi lado—. Si te apartas del camino, la tierra te tragará. Lo peor que puede sucederte ahora es que se te trague una pierna, pues yo te sacaría antes de que te tenga bien atrapado.

—Gracias —dije—, es muy amable de tu parte.

—No pienses en ello. Lo lamento por ti; siempre lo siento por los extranjeros a los cuales el Destino conduce al bosque de Invak. Nosotros le damos otro nombre que creo que lo describe mejor; el Bosque de los Hombres Perdidos.

—¿Es en verdad tan malo caer en manos de tu gente?

—Me temo que sí —respondió la voz—. No hay escapatoria posible.

Yo había oído eso otras veces, así que no me impresionó demasiado. Todos los pueblos menores de Barsoom son grandes fanfarrones; siempre tienen los mejores espadachines, las más bellas ciudades, la cultura más sobresaliente y, una vez que uno cae en sus manos, está condenado a la muerte o a la esclavitud sin remisión posible… nunca puedes escapar de ellos.

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro —dijo la voz.

—¿Siempre sois sólo voces?

Una mano, supongo que su diestra, cogió mi brazo y lo apretó con dedos poderosos, aunque invisibles; y, cualquiera que fuera el ser que caminaba a mi lado, rió entre dientes.

—¿Aparento eso, ser sólo una voz?

—Una voz estentórea —dije yo—. Pareces tener los atributos físicos de un hombre de carne y hueso. ¿Tienes nombre?

—Por supuesto: Kandus ¿y el tuyo? —me preguntó cortésmente.

—Dotar Sojat —le respondí, recurriendo a mi muy usado seudónimo.

Habíamos ya cruzado con éxito el pantano, o lo que quiera que fuese; y retiré mi mano del brazo de Kandus. De inmediato, fui de nuevo completamente visible, mientras que Kandus permaneció siendo sólo una voz. De nuevo caminaba solo, con una cuerda colgada delante de mí que, aparentemente, desafiaba la ley de la gravedad. Incluso aunque yo sospechaba que el otro cabo estaba atado a otra voz, ello no servía para hacerlo parecer correcto, era una forma indecente de comportarse para una cuerda.

—Dotar Sojat… —repitió Kandus—. Suena más como el nombre de un hombre verde.

—¿Estás familiarizado con los hombres verdes? —le pregunté.

—Oh, sí; hay una horda que ocasionalmente frecuenta los fondos del mar muerto de más allá del bosque; pero han aprendido a evitarnos. Pese a su gran fuerza y tamaño, tenemos una ventaja decisiva sobre ellos. De hecho, creo que nos tienen mucho miedo.

—Puedo imaginármelo; no es fácil luchar contra voces; no hay nada donde uno pueda hundir la espada.

Kandus se rió.

—Supongo que te gustaría hundir tu espada en mí.

—De ninguna manera —le dije—; has sido muy amable conmigo, pero no me gusta la voz que se llama a sí misma Pnoxus. No me importaría cruzar mi espada con la suya.

—No tan alto —me avisó Kandus—. Debes recordar que es el hijo del jeddak. Todos tenemos que ser muy simpáticos con Pnoxus, sin que importe lo que podamos pensar de él en privado.

Juzgué de esto que Pnoxus no era muy popular. Es realmente fantástico lo rápido que uno puede juzgar a una persona por su voz; nunca me había impresionado tanto hasta entonces. Ahora, me había desagradado la voz de Pnoxus desde el principio, incluso cuando fue tan suave y aceitosa; pero me había gustado la voz llamada Kandus: era la voz de todo un hombre, abierto y sin doblez; una buena voz.

—¿De dónde eres, Dotar Sojat? —preguntó Kandus.

—De Virginia.

—Nunca he oído hablar de esa ciudad. ¿En qué país está?

—En los Estados Unidos de América —le respondí—, pero tampoco habrás oído hablar de ellos.

—No —admitió—, debe ser un país muy lejano.

—Es un país muy lejano —le aseguré—, está a unos ochenta millones de kilómetros de aquí.

—Exageras tanto como saltas —dijo él—. No me importa que bromees conmigo —añadió—, pero si yo estuviera en tu piel no me pondría gracioso con Pnoxus ni con Ptantus, el jeddak; ninguno de los dos tiene sentido del humor.

—Pero si no bromeo —insistí—. ¿Has visto Jasoom en el cielo por la noche?

—Por supuesto.

—Bien, de ese mundo procedo yo; allí se le llama «La Tierra», y Barsoom es conocido como «Marte».

—Te comportas y hablas como un hombre de honor —dijo Kandus— y me inclino a creerte, aunque no te comprendo; sin embargo, será mejor que elijas algún lugar de Barsoom como tu patria cuando algún otro te lo pregunte en Invak; y puede que pronto te lo pregunten: aquí están ya las puertas de la ciudad.