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Al norte de nosotros se alzaba una cadena de colinas rocosas. El viento barría sus cima de granito, moteadas de manchas de nieve y de hielo, haciéndolas parecer, por encima de las laderas nevadas, como la columna vertebral de algún monstruo muerto. Hacia el sur se extendía un terreno escarpado y nevado… Una desolación helada y la muerte hacia el norte; la muerte y una desolación helada hacia el sur. Parecía no haber alternativa.

—Supongo que estaremos igual de bien si nos movemos —dije a Gor-Don, y emprendí el camino del sur.

—¿Dónde vas? —preguntó él—. A un hombre a pie sólo la muerte lo aguarda en esa dirección.

—Por lo que yo sé, la muerte nos aguarda en cualquier dirección que podamos tomar.

El panario sonrió.

—Pankor se encuentra justo detrás de estas colinas —me dijo—. He cazado aquí muchas veces; podemos estar en Pankor dentro de un par de horas.

Yo me encogí de hombros.

—No hay mucha diferencia para mí, puesto que probablemente me matarán en Pankor. – Y emprendí el camino, aunque ahora el del norte.

—Puedes entrar en Pankor con seguridad —dijo Gor-Don—. Pero tendrás que hacerlo como esclavo mío. No es que me guste, mi señor, pero es la única forma de que estés seguro.

—Comprendo —dije—. Gracias.

—Tendremos que decir que te hice prisionero; que la tripulación de mi nave se amotinó y que nos desembarcó a ambos —me explicó.

—Es una buena historia, y al menos se basa en hechos reales —le dije—. Pero dime, ¿podré alguna vez escapar de Pankor?

—Si consigo otra nave, lo harás —prometió él—. Tengo derecho a un esclavo a bordo, y te llevaré conmigo; el resto tendremos que dejárselo al destino; aunque puedo asegurarte que no es cosa fácil escapar de la armada de Hin Abtol.

—Estás siendo muy generoso.

—Te debo mi vida, mi señor.

La vida es extraña. ¿Cómo podía haber imaginado yo unas horas antes que mi vida iba a estar en manos de uno de los oficiales de Hin Abtol, y a salvo? Si alguna vez un hombre fue rápidamente recompensado por una buena obra, ese fui yo por haber rescatado a aquellos diablos de la nave en llamas.

Gor-Don abrió la marcha con seguridad en aquel desierto sin caminos, hacia una estrecha garganta que dividía las colinas. Alguien no familiarizado con la situación, hubiera pasado a lo largo del pie de las colinas, a cien yardas de distancia, sin verla nunca, puesto que sus paredes cubiertas de hielo y nieve se confundían con las nieves de alrededores, ocultándola efectivamente.

Fue muy duro atravesar la garganta. La nieve cubría rocas y pedazos de hielo, y formaba incesantemente un laberinto de corredores en los cuales un hombre podía perderse con facilidad. Gor-Don me dijo que era el único paso a través de las colinas, y que si algún enemigo lo encontraba, moriría congelado antes de atravesarlo.

Habíamos avanzado trabajosamente durante una media hora, cuando, en una curva, nuestro camino fue bloqueado por una de las mas terribles criaturas que habitan Marte. Era un apt, una enorme bestia de piel blanca con seis piernas, cuatro de las cuales, cortas y macizas, lo conducen rápidamente sobre la nieve y el hielo; mientras las otras dos, creciendo hacia adelante desde sus hombros, a cada lado de su largo y poderoso cuello, terminan en unas manos blancas y sin pelo, con las cuales atrapa y sostiene su presa.

Su cabeza y boca son de apariencia más similar a la del hipopótamo que a la de ningún otro animal terrestre, excepto en que desde los lados del maxilar superior, dos poderosos colmillos se curvan hacia adelante y ligeramente hacia abajo.

Sus dos enormes ojos inspiran la mayor curiosidad. Se extienden en dos vastas manchas que bajan por ambos lados de la cabeza, desde la coronilla hasta debajo de las raíces de los colmillos, de forma que estas armas en realidad nacen de la parte baja de sus ojos, cada uno de los cuales se compone de varios millares de ocelos.

Esta estructura ocular siempre me ha parecido notable en una bestia cuyo habitat son los deslumbrantes campos de nieve y hielo y, como descubrí mediante un concienzudo examen de los ojos de varios de los que matamos Thuvan Dihu y yo, una vez que atravesamos las Cuevas de la Carroña, cada ocelo dispone de su propio párpado, y el animal puede, cuando le interesa, cerrar tantas facetas de sus enormes ojos como desee, aunque estoy seguro de que la naturaleza los ha equipado así porque la mayor parte de su vida la pasan en oscuros agujeros subterráneos.

La criatura cargó contra nosotros en cuanto nos vio; y Gor-Don y yo desenfundamos nuestras pistolas de radium simultáneamente, y comenzamos a disparar. Pudimos oír las balas explotar en su cuerpo y ver grandes pedazos de carne y hueso saliendo disparados, pero todavía siguió adelante. Una de mis balas se tropezó con un ojo de mil facetas y explotó allí, arrancándoselo. Durante un momento, la criatura vaciló y se agitó; luego siguió adelante otra vez. Estaba encima de nosotros, y nuestras balas destrozaban sus órganos vitales. Cómo podía continuar con vida, no lo comprendía, pero lo hizo; nos alcanzó, y agarró a Gor-Don con sus dos horribles manos blancas sin pelo, y lo acercó a sus gigantescas mandíbulas.

Yo estaba en su lado ciego y, dándome cuenta de que mis balas no lo matarían a tiempo de salvar a Gor-Don, desenvainé mi espada larga y, agarrando la empuñadura con ambas manos, la alcé hasta detrás de mi hombro derecho, y hundí la afilada hoja en el largo cuello de la bestia. Justo cuando las mandíbulas iban a cerrarse sobre Gor-Don, la cabeza del apt rodó por el helado suelo de la garganta; pero sus poderosos dedos aún aferraban al panario, y tuve que cortarlos con mi espada para liberarlo.

—Faltó poco —le dije.

—Una vez más, me ha salvado la vida —dijo Gor-Don—. ¿Cómo podré compensártelo?

—Ayudándome a encontrar a Llana de Gathol, si está en Pankor.

—Si está en Pankor, no sólo te ayudaré a encontrarla, sino que te ayudaré a escapar con ella, si es humanamente posible hacerlo —replicó él—. Soy un oficial de la armada de Hin Abtol —continuó—, pero no siento ninguna lealtad hacia él. Es un tirano odiado por todos; es un milagro que haya sido capaz de gobernarnos durante más de cien años sin encontrarse con la daga o el veneno de un asesino.

Continuamos atravesando la garganta mientras hablábamos; y al fin salimos a una llanura nevada, sobre la cual se alzaba una de aquellas ciudadesinvernadero cubiertas de cristal de la región polar de Barsoom.

—Pankor —dijo Gor-Don; entonces se volvió hacia mí, me miró y comenzó a reír.

—¿Qué sucede? —le pregunté.

—Tu metal; llevas la insignia de un dwar al servicio de Hin Abtol; puede resultar extraño que tú, un dwar, sea prisionero y esclavo de un padwar.

—Efectivamente, puede ser difícil de explicar —dije, quitándome la insignia y tirándola a un lado.

En la puerta de la ciudad, tuvimos la buena fortuna de encontrar a un conocido de Gor-Don al mando de la guardia. Escuchó la historia de éste con interés y nos permitió entrar, sin prestarme la más mínima atención.

Pankor era muy parecida a Kadabra, la capital de Okar, sólo que mucho más pequeña. Aunque el país que la rodeaba hasta sus murallas estaba cubierto de nieve, no había ninguna sobre el gran domo de cristal que recubría toda la ciudad; y bajo el domo prevalecía una atmósfera agradable y primaveral. Sus avenidas están cubiertas de césped de la ocre vegetación musgosa que cubre el fondo de los mares del planeta rojo, y bordeadas por parterres bien cuidados de la carmesí hierba barsoomiana. A lo largo de estas avenidas circulaba el tráfico silencioso de las ligeras y estilizadas naves de tierra con las que yo me había familiarizado muchos años atrás en Marentina y Kadabra.

Los anchos neumáticos de estas naves únicas son en realidad depósitos de gas de apariencia gomosa, llenos del octavo rayo barsoomiano, o rayo de propulsión, ese notable descubrimiento marciano que ha hecho posible las grandes flotas de poderosas naves que dan la supremacía al hombre rojo del mundo exterior. Este rayo es el que propulsa la luz inherente y reflejada de los soles y los planetas por el espacio, y, cuando es almacenado, da sustentación aérea a las naves marcianas.

Gor-Don y yo fuimos conducidos a su casa llamando una nave pública; yo, como esclavo, me senté con el conductor. Allí fuimos cálidamente recibidos por su madre, padre y hermanos; y fui llevado a los alojamientos de los esclavos por un criado. No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que Gor-Don me mandara llamar; y, cuando el sirviente que me había traído salió, Gor-Don me explicó que había contado a sus padres y a su hermano que yo le había salvado la vida, y que ellos deseaban expresarme su gratitud. Estuvieron muy atentos.

—Serás el guardia personal de mi hijo —me dijo el padre—, y en esta casa no se te tratará como a un esclavo. Dice que en tu país eres un noble.

Gor-Don lo había supuesto, o lo había inventado para la ocasión, pues yo ciertamente no le había revelado nada de mi posición. Traté de imaginarme qué más les habría dicho; no deseaba que mucha gente conociera mi búsqueda de Llana. Cuando estuvimos solos la siguiente vez, se lo pregunté, y me aseguró que no les había dicho nada.

—Confío absolutamente en ellos —me dijo—, pero no hablo de asuntos ajenos.

Al menos había un panario decente; presumí que los había juzgado a todos por Hin Abtol.

Gor-Don me proveyó de un correaje y una insignia que me marcaban definitivamente como un esclavo de su casa, y me daba seguridad para recorrer la ciudad, lo que estaba ansioso de hacer con la esperanza de encontrar alguna pista de Llana; porque Gor-Don me había dicho que en la plaza del mercado, donde se reunía a los esclavos para comprarlos y venderlos, se discutían diariamente todos los cotilleos de la ciudad.

—«Si algo ha sucedido o va a suceder, el mercado lo sabe», dice un refrán nuestro —me dijo. Más adelante encontré que era verdad.

Como guardia de corps de Gor-Don, se me permitía llevar armas, y así lo denotaba la insignia de mi arnés. Me alegraba de ello, pues me sentía perdido sin armas, casi como se sentiría un terrícola andando por la calle sin pantalones. Al día siguiente de nuestra llegada, acudí solo a la plaza del mercado.