II

La pequeña nave era muy buena, fiable y veloz, como todas las naves de los Piratas Negros de Barsoom, y nos condujo más allá de las hogueras antes de que finalmente nos posáramos en tierra al amanecer.

Quedamos próximos a un bosquecillo de sarapes, y pensé que sería mejor refugiarnos allí hasta que pudiéramos inspeccionar un poco los alrededores.

—¡Vaya suerte! —exclamó Llana, indignada—, y justo cuando estaba segura de que estábamos prácticamente sanos y a salvo en Gathol.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Pan Dan Chee.

—Nuestro destino está en las manos de nuestros antepasados —dijo Jad-Han.

—Pero no debemos dejarlo allí —les aseguré—. Presiento que soy mucho más adecuado para dirigir mi propio destino que mis antepasados, que murieron hace muchos años. Además, a mí me interesa mucho más que a ellos.

—Creo que quizás estés en lo cierto —dijo Llana, riendo—, aunque no me importa dejar mi destino en manos de mis antepasados vivos; y ahora, ¿qué es lo que piensan hacer ellos?

—Primero, voy a buscar algo de comer —repliqué—, y luego voy a intentar descubrir quién se calentaba en aquellos fuegos que vimos anoche; podrían ser amigos, ya sabes.

—Lo dudo —dijo Llana—. Pero, si son amigos, Gathol está en manos de enemigos.

—Lo sabremos dentro de muy poco; y ahora, quedaos aquí los tres mientras voy a ver si crece algo comestible en este bosque. Estad alerta.

Me adentré en el bosque en busca de raíces o hierbas y de la mantalia, esa planta dadora de vida, cuya raíz lechosa me ha salvado en muchas ocasiones de morir de hambre y sed. Pero aquel bosque parecía estar particularmente desprovisto de cualquier forma de alimento, y lo atravesé de parte a parte sin encontrar nada que ni tan siquiera un muerto de hambre se llevaría a la boca.

Mas allá del bosque vi unas lomas; ello me dio nuevas esperanzas, puesto que, en algún pequeño barranco donde se mantuviese la humedad, sin duda encontraría algo digno de llevar a mis compañeros.

Había recorrido la mitad de la distancia entre el bosque y las colinas cuando escuché detrás de mí el inconfundible ruido del metal y el crujir del cuero; y, volviéndome, divisé unos veinte hombres rojos que se me aproximaban al galope montados en thoats, sin que los acolchados cascos de sus animales hicieran ruido alguno en la suave vegetación que cubría el suelo.

Enfrentándome a ellos, desenvainé mi espada; ellos tiraron de las riendas a pocos metros de mí.

—¿Sois hombres de Gathol? —pregunté.

—Sí —replicó uno de ellos.

—Entonces, yo soy amigo —le dije. El tipo se rió.

—Ningún pirata negro de Barsoom es amigo de ninguno de nosotros —contestó.

Hasta entonces, me había olvidado el pigmento negro con el cual había cubierto cada centímetro de mi cara y cuerpo como disfraz para ayudarme a escapar de los piratas negros del Valle de los Primeros Nacidos.

—No soy un pirata negro —le dije.

—¡Oh, no! —gritó él—. Entonces, supongo que eres un mono blanco. – Todos rompieron a reír. —Vamos, ahora envaina tu espada y ven con nosotros. Dejaremos que Gan Hor decida qué hacer contigo, y puedo anticiparte que a Gan Hor no le gustan los piratas negros.

—No seas tonto —le dije—. Te digo que no soy un pirata negro; esto es sólo un disfraz.

—Bien —dijo el tipo, que se creía muy gracioso—. ¿No es extraordinario que nos encontremos? Yo soy en realidad un pirata negro disfrazado de hombre rojo.

Esto hizo dislocarse de risa a sus compañeros. Cuando pudo dejar de reír su propia broma, dijo:

—¡Vamos, no más tonterías! ¿O quieres que vayamos a cogerte?

—Venid a cogerme —le repliqué.

Aquí cometí una equivocación; pero estaba algo resentido de que aquellos estúpidos se rieran de mí.

Comenzaron a rodearme al galope y, mientras lo hacían, desenrollaron las cuerdas que utilizaban para atrapar los thoats. Lo hicieron girar sobre sus cabezas, gritando. Repentinamente, una docena de lazos se enroscaron simultáneamente sobre mí. Fue una bonita demostración de laceo, pero en aquel momento no supe apreciarlo de verdad. Aquellos dogales me atenazaron desde el cuello a los talones, dejándome absolutamente imposibilitado de moverme cuando se pusieron tensos; entonces la docena de ellos que me habían atrapado con sus lazos, cabalgaron en la misma dirección, derribándome; y no se detuvieron allí: continuaron su marcha, arrastrándome por el suelo.

Mi cuerpo rebotó una y otra vez sobre la blanda vegetación color ocre, y mis captores cabalgaron más y más rápido, hasta que sus monturas estuvieron a plena carrera. Era la más indigna situación para un guerrero; me parece que pensé antes en la injuria hecha a mi orgullo que en la injuria que se estaba haciendo a mi cuerpo… o en el hecho de que mucho más de este tratamiento me reduciría al estado de un cadáver sangriento pendiente de los cabos de una docena de cuerdas de cuero sin curtir.

Debieron haberme arrastrado una media milla antes de parar finalmente, y sólo el hecho de que la musgosa vegetación que cubre la mayor parte de Marte fuera blanda fue lo que me permitió sobrevivir a la experiencia.

El jefe cabalgó hacia mí, seguido por los otros. Me miró, y sus ojos se abrieron más de lo normal.

—¡Por mi primer antepasado! —exclamó—. No es un pirata negro… ¡Su color ha desaparecido!

Me contemplé; seguramente, la mayoría del pigmento había desaparecido al frotarse mi cuerpo contra la vegetación a través de la cual me habían arrastrado, y mi piel era ahora una mezcla de líneas blancas y negras manchadas de sangre.

El hombre desmontó y, después de desarmarme, me quitó los lazos.

—No es un pirata negro; ni siquiera es un hombre rojo —dijo a sus compañeros—. Es blanco y tiene los ojos grises. Por mi primer antepasado, no creo que sea humano. ¿Puedes levantarte?

Me puse de pie. Estaba un poco aturdido, pero podía mantener el equilibrio.

—Puedo levantarme —le dije—, y si quieres saber si soy un hombre o no, devuélveme mi espada y saca la tuya —y lo abofeteé con tanta fuerza que lo tiré al suelo. Yo estaba tan enloquecido que no me preocupaba el que me matara o no. Se puso de pie maldiciéndome como un auténtico pirata del Caribe.

—¡Dadle su espada! —gritó—. Iba a llevárselo vivo a Gan-Hor, pero ahora lo dejaré aquí muerto.

—Sería mejor que nos lo llevásemos vivo, Kor-An —aconsejó uno de sus amigos—. Podemos haber capturado un espía; y, si lo matas antes de que Gan-Hor pueda interrogarlo, no te hará ningún bien.

—Nadie puede golpearme y seguir vivo —gritó Kor-An—. ¿Dónde está su espada?

Uno de ellos me alcanzó mi espada larga, y me enfrenté a Kor-An.

—¿A muerte? —le pregunté.

—¡A muerte! —replicó Kor-An.

—No voy a matarte, Kor-An —le dije—. Y tú no puedes matarme a mí, pero te voy a enseñar una lección que no vas a olvidar.

Hablé en voz lo bastante alta como para que los otros pudieran oírme. Uno de ellos rió, y dijo:

—No sabes a quien estás hablando, amigo. Kor-An es uno de los mejores espadachines de Gathol. En cinco minutos estarás muerto.

—En uno —dijo Kor-An, yendo a por mí.

Me dispuse a «trabajar» a Kor-An después de calcular aproximadamente cuántos cortes y arañazos había en mi cuerpo. Era un luchador furioso, pero sin técnica. En el primer segundo le hice sangre en la parte derecha del pecho; luego le abrí un largo corte en el muslo derecho. Le toqué una y otra vez, haciéndole sangrar por cortes y arañazos. Pude haberlo matado en cualquier momento, y él no pudo tocarme nunca.

—Ha pasado más de un minuto, Kor-An —le dije.

No respondió; estaba respirando agitadamente, y sus ojos me revelaron que tenía miedo. Sus compañeros estaban sentados en silencio, observando cada movimiento. Finalmente, después de haberlo llenado de cortes desde la frente hasta la punta de los pies, salté atrás y bajé mi espada.

—¿Has tenido bastante, Kor-An? —le pregunté—. ¿O quieres que te mate?

—Elegí luchar hasta la muerte —dijo él valientemente—, tienes derecho a matarme… y sé que puedes hacerlo. Has podido matarme desde el momento que cruzamos las espadas.

—No quiero matar a un valiente —dije.

—Olvídalo todo, Kor-An —dijo uno de los otros—, te enfrentas al mejor espadachín que se ha visto jamás.

—No —dijo Kor-An—. Quedaría deshonrado si parase antes de matarlo o de que él me mate. ¡Vamos!

Dejé caer mi arma y me encaré con él.

—Ahora tienes la posibilidad de matarme.

—Pero eso sería asesinato. No soy un asesino.

—Ni yo, Kor-An; y si te atravieso, aunque empuñes tu espada, seré tan asesino como tú si me matas ahora; porque, incluso con una espada en la mano, estas frente a mí tan desarmado como yo ahora ante ti.

—Tienes razón —intervino uno de los gatholianos—. Envaina la espada, Kor-An; nadie te lo reprochará.

Kor-An miró a los otros, y todos le aconsejaron que cediera. Metió la espada en la vaina y montó el thoat.

—Monta detrás de mí —me dijo.

Monté, y partimos al galope.