Todo me salía mal. Primero tener que ir al salón del banquete, después la lucha con Zithad y ahora Myr-Lo. No quería hacerlo, pero no había otra salida.
—¡En guardia! —le dije.
No soy un asesino; así que no podía matarle, sin que tuviera una espada en su mano; pero Myr-Lo no tenía tanta ética. Desenfundó la pistola de radium que colgaba de su cadera. ¡Fatal error! Crucé el espacio que nos separaba de un salto y de una estocada en el corazón maté a Myr-Lo, el inventor de Kamtol.
Sin limpiar la sangre de mi espada, corrí a la sala más pequeña, donde estaba el mecanismo maestro que controlaba a doscientas mil almas, la horrible invención que había llenado el borde de los riscos de grandes cantidades de esqueletos.
Miré a mi alrededor y encontré un trozo de un metal muy pesado; me acerqué a aquella máquina demencial y, con toda la fuerza que pude, la lancé contra ella. En poco minutos era un montón de chatarra.
Rápidamente regresé a la otra sala, le quité el correaje y las armas al cadáver de Myr-Lo, mientras me quitaba las mías, y saqué de mi bolsillo el artículo que había comprado en la pequeña tienda. Era un tarro de crema de color negro ébano, con la cual las mujeres de los Primeros Nacidos trababan de esconder los fallos de su piel.
En diez minutos, era tan negro como el más negro de los piratas negros de Barsoom. Me puse el correaje y las armas de Myr-Lo; y con la excepción de mis ojos grises, era exactamente igual que un noble de los Primeros Nacidos. Me alegré de que Myr-Lo no estuviera en el banquete, pues su correaje me ayudaría a atravesar el palacio y salir de él, una tarea que no emprendería con mucho agrado.
Pasé por el palacio sin encontrarme con nadie, y cuando llegué a la verja comencé a tambalearme. Quería que pensaran los guardias que un invitado ebrio se marchaba temprano. Contuve la respiración, mientras me acercaba a los guerreros que estaban de guardia; pero se limitaron a saludarme con respeto y salí a las avenidas de Kamtol. Mi plan había sido el de subir por la fachada de los hangares, cosa que hubiera hecho, ya que su ornamentación lo permitía; pero eso habría significado tener una lucha con el guardián del tejado cuando hubiera llegado arriba. Ahora mi intención era sacar adelante otro plan, no menos peligroso.
Caminé directamente a la entrada. Solamente había un guerrero de guardia. No le hice caso y entré. Pareció confuso, después me saludó y continué mi camino, subiendo por una rampa. Se había impresionado por la maravillosa vestimenta de Myr-Lo, el noble.
Mi mayor obstáculo era el guardia del tejado, donde era seguro que encontraría a varios de ellos. Seria difícil convencerlos de que un noble quisiera volar a estas horas de la noche, pero cuando llegué al tejado, no había ningún guerrero a la vista.
Tardé sólo un momento en encontrar la nave que había elegido previamente para escapar, y rápidamente subí a bordo, me situé frente a los paneles de control y puse la nave en marcha.
La noche era oscura; ni siquiera las lunas estaban en el cielo. Subí en vuelo vertical hasta que estuve por encima de la ciudad, y entonces me dirigí a la torre del palacio de Nastor, donde Llana de Gathol se encontraba prisionera.
El negro casco de la nave me hacía invisible, y estaba a salvo de que me observaran desde las avenidas en una noche tan oscura como ésta. Llegué a la torre convencido de que todo mi plan iba a salir con increíble éxito, a pesar de los incidentes que parecían que lo iban a hacer fracasar, en su etapa inicial.
Mientras me acercaba a la ventana de la habitación de Llana, oí un grito de mujer y una voz de hombre que gritaba con ira. Un poco más tarde, el morro de mi vehículo tocaba la pared, por la parte baja de su ventana y, cogiendo un cabo, salté al interior con la espada de Myr-Lo en mi mano.
Al otro lado de la habitación, un hombre estaba forcejeando con Llana de Gathol sobre un sofá. Ella le estaba golpeando, y él le gritaba.
—¡Basta! —grité, y el hombre soltó a Llana y se dirigió a mí. Era Nastor, el dator.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Qué haces aquí?
—Soy John Carter, príncipe de Helium —le contesté—. Y estoy aquí para matarte.
Él había sacado su espada, y las cruzamos, mientras yo hablaba.
—Quizás me recordarás mejor como Dotar Sojat, el esclavo que te hizo perder cien mil tanpi —le dije.
Comenzó a gritar, llamando a la guardia, y oí el sonido de pisadas, como si corrieran por una rampa, al otro lado de la puerta. Supe que tenía que terminar con Nastor rápidamente; pero resultó mejor espadachín de lo que esperaba. Sin embargo, la lucha derivó rápidamente en una carrera alrededor de la habitación.
La guardia se estaba acercando, cuando Llana corrió a la puerta y la cerró con una barra que la atravesaba; llegando muy a tiempo, ya que al instante oí golpear la puerta y los gritos de los guerreros afuera; y entonces tropecé con una piel que se había caído del sofá durante la lucha entre Llana y Nastor, y caí de espaldas. Al instante, Nastor saltó para atravesarme el corazón. Mi espada le apuntaba, pero él tenía toda la ventaja. Estaba a punto de morir.
Solamente el rápido ingenio de Llana me salvó. Se fue hacia Nastor por la espalda, le cogió por los tobillos y lo tiró. Cayó sobre mí, y mi espada atravesó su corazón, saliéndole la punta por detrás de su espalda. Necesité todas mis fuerzas para arrancarla.
—¡Deprisa, Llana! —dije.
—¿Adónde? —preguntó—. La salida está llena de guerreros.
—Por la ventana —dije—. ¡Vamos!
Mientras me acercaba, vi la punta del cabo, que se había soltado durante la lucha, desaparecer por el borde de la ventana. Mi nave se había alejado y nos encontramos atrapados.
Corrí a la ventana. A unos diez metros de distancia y a unos dos por debajo de la ventana, se alejaba nuestro medio de fuga y nuestra libertad. Allí flotaba la posibilidad de seguir con vida para Llana de Gathol, Pan Dan Chee, Jad-Han y para mí.
Había una sola esperanza. Subí al borde de la ventana, calculé la distancia y salté, aterrizando sobre la cubierta de la nave. Un momento más tarde estaba al lado nuevamente y Llana subió a bordo.
—¡Pan Dan Chee! —dijo.
—¿Qué hay de él?
—Es cruel abandonarle a su destino.
Pan Dan Chee hubiera sido el hombre más feliz del mundo, si hubiera sabido que su primer pensamiento había sido para él, pero yo sabía que, con toda seguridad, ella lo despreciaría o lo insultaría a la primera oportunidad que se le presentara. Las mujeres son muy particulares en este sentido.
Bajé rápidamente a la Plaza.
—¿Adónde vas? —me preguntó Llana—. ¿No temes que te apresen de nuevo en este lugar?
—Voy a recoger a Pan Dan Chee y Jad-Han —le respondí, y un momento más tarde aterrizaba en la plaza que estaba cerca del palacio de Nastor, y dos hombres salieron de las sombras y se acercaron a la nave. Eran Pan Dan Chee y Jad-Han.
Tan pronto como estuvieron a bordo, subí rápidamente y me dirigí a Gathol. Sentí la mirada de Pan Dan Chee y finalmente no se pudo contener más.
—¿Quién eres? —preguntó—. ¿Dónde está John Carter?
—Ahora soy Myr-Lo, el inventor —le dije—. Hace poco era Dotar Sojat, el esclavo, pero siempre soy John Carter.
—Estamos juntos todos, otra vez —dijo—. Y vivos, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Te has olvidado de los esqueletos del borde del risco?
A continuación, se dirigió a Llana.
—Llana de Gathol, hemos pasado muchas cosas juntos, y no se puede saber lo que el futuro nos deparará. Otra vez más pongo mi corazón a tus pies.
—Lo puedes recoger —le dijo Llana de Gathol—. Estoy cansada y deseo dormir.