IX

No tenía intenciones de revelarle todos mis secretos sobre la esgrima a Doxus; aunque podía hacerlo teniendo en cuenta mi integridad física, ya que él nunca podría igualarme. Nunca tendría mi fuerza física y mi agilidad.

Había estado enseñándole a desarmar a un contrario cuando se abrió una puerta por la que habíamos entrado y apareció un hombre. Durante los pocos segundos que se quedó abierta la puerta, vi al otro lado de ella una habitación amplia y brillantemente iluminada, en donde había una máquina muy complicada. La parte frontal de la misma estaba cubierta de botones, mandos y otros aparatos; todo ello me recordaba a la máquina que me aplicaron en aquel extraño examen, que recibí cuando entré a la Ciudad.

Al verme, el hombre que acababa de entrar, pareció sorprendido. Aquí estaba yo, un extraño, y evidentemente un esclavo, enfrentándome al jeddak de los Primeros Nacidos, con una espada desenvainada en mi mano. Al instante, el hombre sacó una pistola de radium; pero Doxus evitó una tragedia.

—No pasa nada, Myr-Lo —dijo—. Solamente estoy aprendiendo unos de los detalles más finos de la esgrima de este esclavo. Se llama Dotar Sojat; lo veras aquí abajo conmigo, diariamente. ¿Qué estas haciendo aquí abajo, en este momento? ¿Ha sucedido algo?

—Un esclavo se escapó anoche —dijo Myr-Lo.

—¿Lo atrapaste?

—Ahora mismo. Se encontraba en la mitad de la pendiente de la salida del Valle.

—¡Muy bien! —dijo Doxus—. Continuamos, Dotar Sojat.

Estaba tan interesado en lo que acababa de oír y de ver; que pensando en lo que quería decir todo ello, me costaba en concentrarme en mi trabajo; así que sin querer, deje que Doxus me hiriera. Se puso muy contento.

—¡Magnífico! —exclamó—. ¡Con una sola lección, me he superado tanto, que he sido capaz de herirte! Ni siquiera Nolat pudo hacer eso. Ya está bien por hoy. Te dejaré que te muevas libremente por la Ciudad.

Fue a la mesa y se puso a escribir durante unos minutos; luego me dio lo que había escrito.

—Toma esto —dijo—. Te permitirá ir donde quieras, a todos los lugares públicos y regresar al Palacio.

En el documento leí:

A Dotar Sojat, el esclavo, se le otorga la libertad de estar por la ciudad y el palacio.

Doxus Jeddak.

Mientras regresaba a mis habitaciones, me propuse que Doxus me hiriera todos los días. Encontré a Man-Lat, el suboficial al que habían asignado mi vigilancia, solo en su cuarto, que se comunicaba con el mío.

—Tus obligaciones van a ser menores —le dije.

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

Le enseñé el pase.

—Doxus debe de haber comenzado a apreciarte —dijo—. Nunca he conocido a un esclavo al cual le den tanta libertad, pero no trates de escapar.

—Soy lo suficientemente inteligente como para no tratar de hacer eso. Vi los esqueletos en el risco de la entrada al Valle.

—Nosotros les llamamos los bebés de Myr-Lo —dijo Man-Lat—. Está muy orgulloso de todos ellos.

—¿Quién es Myr-Lo? —le pregunté.

—Alguien al que seguramente nunca verás —contestó Man-Lat—. Siempre está con sus calderos, botellas, sierras, taladros y sus instrumentos de dibujo.

—¿Vive en el palacio?

—Nadie sabe dónde vive, a no ser el jeddak. Dicen que tiene un apartamento en el palacio, pero de eso no sé nada. Lo que si sé, es que es el hombre más poderoso de Kamtol, después de Doxus, y que tiene el poder de la vida y la muerte sobre todos los que vivimos en el Valle de los Primeros Nacidos. Nos puede matar a cualquiera de los dos, mientras estamos aquí hablando y nunca veríamos lo que nos mató.

Ahora estaba más convencido que antes de que había encontrado lo que esperaba, en el cuarto secreto debajo del palacio. ¡Pero cómo utilizar ese conocimiento!

Enseguida hice uso de mi libertad para visitar la ciudad; solamente había visto una parte, cuando había estado con Ptang. Los guardias de la puerta del palacio se quedaron tan sorprendidos como se había quedado Man-Lat, cuando enseñé mi pase. Era cierto que, con pase o sin él, era un enemigo y un esclavo, una persona observada con sospecha y desprecio; pero en mi caso, el desprecio estaba atenuado porque sabían que era mejor que todos ellos con una espada en la mano. Creo que se pueda entender, por la gran estima que se tiene a un gran espadachín en cualquier parte de Marte. En su propio país, era idolatrado, como lo puede ser Juan Belmonte, en España, o Jack Dempsey, en América.

No me había alejado mucho del palacio, cuando miré al cielo, y, para mi sorpresa, vi un gran número de naves cayendo hacia la ciudad. Todos los Primeros Nacidos que había visto en el Valle del Dor, habían sido pilotos de aeronaves; pero no había visto ninguna nave en este valle, y había comenzado a preguntarme al respecto.

Las aeronaves marcianas tienen menos peso que el aire, o al menos dan esa impresión, por la utilización de ese descubrimiento maravilloso que es el rayo de retropropulsión, que tiende a empujarlas fuera del planeta, pudiendo aterrizar verticalmente, en un espacio un poco mayor que la superficie que una de ellos ocupan. Vi que las naves que llegaban descendían hacia la ciudad, a poca distancia del palacio.

¡Aeronaves! Creo que mi corazón latía un poco más de prisa al verlas. ¡Aeronaves! Una nueva manera de poder escapar del Valle de los Primeros Nacidos. Probablemente me llevaría mucho tiempo planearlo, y ciertamente entrañaría un gran peligro; pero si todo salía bien, y con esto unido a la otra parte de mi plan, encontraría la forma de llevarlo a cabo y de conseguir una aeronave.

Me acerqué al lugar donde había visto desaparecer a las naves, detrás de los tejados de los edificios cercanos a donde yo estaba; y por fin mi búsqueda fue recompensada. Llegué a un enorme edificio de tres plantas, en cuyo tejado podía ver parte de una nave. Prácticamente todos los hangares de Barsoom están en tejados de los edificios, y de esta forma conservan más espacio en las ciudades superpobladas y amuralladas; así que no me extrañó encontrar un hangar así situado.

Me acerqué a la entrada del edificio, con la intención de inspeccionar alguna de las naves, si es que podía entrar. Mientras me acercaba a la entrada, un guerrero me paró con su espada.

—¿A dónde crees que vas, esclavo? —preguntó.

Le enseñé mi pase. Se quedó tan sorprendido como los demás que lo habían leído.

—Esto dice: «libertad en el palacio y en la ciudad» —me dijo—. No dice nada de libertad para entrar en los hangares.

—Los hangares están en la ciudad, ¿no es verdad? —le pregunté.

No dijo nada, pero hizo con la cabeza un gesto negativo.

—Puede que estén en la ciudad, pero no se te permite la entrada. Llamaré al oficial.

Así lo hizo, y al momento llegó el oficial. Cuando me vio dijo.

—Tú eres el esclavo que pudo matar a Nolat, pero que le perdonó la vida. ¿Qué haces aquí?

Le enseñé mi pase. Lo leyó con mucha atención, un par de veces.

—Me parece imposible —dijo—. Pero tu habilidad con la espada también me parecía imposible. Todavía me es difícil creerlo. Nolat estaba considerado como la mejor espada de Kamtol; y tú le hiciste parecer como una anciana tullida. ¿Por qué quieres entrar aquí?

—Quiero pilotar una nave —le respondí ingenuamente.

Se golpeó las piernas con las manos mientras reía.

—O eres tonto, o tomas a los Primeros Nacidos como a tales, si crees que vamos a enseñar a un esclavo a pilotar una nave.

—Bueno, me gustaría, al menos poder ver las naves —le dije—. Eso no haría daño a nadie. Siempre me han gustado.

Lo pensó durante un momento, y dijo:

—Nolat es mi mejor amigo, podías haberlo matado, pero no lo hiciste; por eso te voy a permitir que entres.

—Gracias.

El primer piso del edificio estaba completamente ocupado por los talleres, donde las naves estaban siendo reparadas. El segundo y tercer piso, estaban llenos de naves, casi todas eran las pequeñas y veloces aeronaves por las que eran famosos los Piratas Negros de Barsoom. Sobre el tejado había cuatro grandes naves de guerra, y había unas cuantas de las pequeñas aparcadas debajo de ellas, por la carencia de sitio en los pisos inferiores.

El edificio cubría varias hectáreas; así que había un gran número de naves aparcadas. Podía verlas ahora, como las había visto años atrás, en grupos, como mosquitos rabiosos volando sobre las dorados acantilados de los Sagrados Therns. ¿Pero qué estaban haciendo aquí? Había supuesto que los Primeros Nacidos solamente vivían en el Valle del Dor, aunque la mayoría de los Barsoomianos todavía creen que vienen de Thuria, la luna más próxima a Marte. Esta teoría había quedado refutada, cuando Xodar, el pirata negro, casi había sucumbido por falta de oxígeno cuando yo había volado muy alto, tratando de escapar de ellos, en aquella ocasión cuando Thuvia y yo habíamos escapado de los Therns, durante la batalla contra los piratas negros. Si un hombre no puede vivir sin oxígeno, menos puede volar entre Thuria y Barsoom, en una nave abierta.

El oficial había ordenado a un guardia que me acompañara, como prevención a un posible sabotaje, y le pregunté a éste el motivo por el que no había visto naves en el aire desde que había llegado.

—Volamos casi siempre por la noche —me contestó—, para que nuestros enemigos no puedan ver de dónde salimos, ni dónde aterrizamos. Las que has visto hace un momento pertenecen a visitantes de Dor. Lo que parece indicar que vamos a tener una guerra. Así espero que sea; no hemos atacado ninguna ciudad desde hace mucho tiempo. Y si vamos a hacer un ataque en gran escala, los de Dor y Kamtol formarán una alianza.

¡Piratas negros del Valle del Dor! Posiblemente ahora sería reconocido.