VIII

Doxus no tenía otro remedio que otorgarme vencedor del duelo; ordenó que todas las apuestas fueran pagadas, igual que si hubiera matado a Nolat. Eso no dejó muy contento a Nastor; ni tampoco que Doxus le hiciera pagar a Xaxak, 100.000 tanpi, en su presencia; entonces ordenó llamar a Ban-Tor.

Doxus estaba muy molesto; porque los Primeros Nacidos tienen el honor de sus guerreros en gran estima, y lo que se había hecho era una mancha sobre ellos.

—¿Es éste el hombre que entró en tu cuarto, anoche? —me preguntó.

—Estaba oscuro; y solamente le vi de espaldas, pero había algo que me era familiar, aunque no lo pude identificar.

—¿Apostaste en este duelo? —preguntó a Ban-Tor.

—Un poco de dinero, jeddak —contestó el hombre.

—¿Por quién?

—Por Nolat.

Doxus se dirigió a uno de sus oficiales.

—Traed a todos los que hayan apostado con Ban-Tor.

Un esclavo fue mandado alrededor de la arena para que fuera gritando el mensaje; y, muy pronto, había unos cincuenta guerreros reunidos delante de la Tribuna de Doxus. Ban-Tor estaba muy asustado; mientras que cada uno de los cincuenta guerreros le fue indicando lo que había apostado, Doxus fue obteniendo la información de que Ban-Tor había apostado una gran suma de dinero con cada uno de ellos, y, en algunos casos, ofreciendo mucho por poco.

—¿Pensaste que estabas apostando sobre seguro, verdad? —le preguntó Doxus.

—Creía que Nolat ganaría —contestó Ban-Tor—. No hay mejor espada en todo Kamtol.

—También estabas seguro de que vencería a alguien que tuviera una espada más corta. Eres un desgraciado. Has deshonrado a los Primeros Nacidos. Como castigo, lucharás contra Dotar Sojat —entonces se dirigió a mí—. Puedes matarle; pero antes de empezar, yo mismo comprobaré que tu espada sea de igual tamaño que la de él. Aunque sería más justo que él fuera obligado a luchar con la espada corta que te dio.

—No lo mataré —le contesté—. Pero le haré una marca que tendrá toda su vida, que le recordará a todos los hombres su deshonor.

Mientras tomábamos posiciones delante de la Tribuna del jeddak, oí que se cruzaban apuestas, con unas diferencias muy altas, como de diez a uno, de que yo ganaría, y más tarde supe que incluso de mil a uno, sin que alguien la aceptara; entonces mientras nos enfrentábamos, oí a Nastor gritar.

—¡No apostaré, pero daré a Ban-Tor cincuenta mil tanpi si mata al esclavo! – Parecía que el noble dator estaba enfadado conmigo.

Ban-Tor no era un contrario fácil, porque no sólo era una buena espada, sino que también luchaba por su vida y por los cincuenta mil tanpi. No empleó ninguna táctica ofensiva en esta ocasión; luchaba con mucho cuidado, casi siempre a la defensiva, esperando la ocasión de que tuviera un fallo que le diera una oportunidad; pero no efectué ningún falso movimiento. Fue él el que cometió el primer fallo; atacó, después de haber fingido que no se encontraba con estabilidad, esperando que estuviera confiado.

Yo nunca me confiaba. Mi espada se movió dos veces, con la rapidez de la luz, dejando una equis muy profunda en la frente de Ban-Tor, y a continuación lo desarmé.

Sin tan siquiera mirarle, caminé a la Tribuna de Doxus.

—Estoy satisfecho —le dije—. Llevará la cicatriz de por vida. Es suficiente castigo. Para mí sería peor que la muerte.

Doxus hizo un ademán, indicando que estaba de acuerdo; entonces ordenó que las trompetas anunciaran que los Juegos habían terminado, y luego se dirigió a mí.

—¿De qué país eres? —me preguntó.

—No tengo país, soy un panthan —le contesté—. Mi espada está a disposición de la mejor oferta.

—Te compraré, y de ese modo adquiriré tu espada —me dijo el Jeddak—. ¿Qué pagaste por este esclavo, Xaxak?

—Cien tanpi —contestó mi dueño.

—Lo compraste muy barato —le dijo Doxus—. Te daré cincuenta tanpi por él.

¡No hay nada mejor que ser el jeddak!

—Es un placer para mí el regalártelo —dijo Xaxak, lleno de orgullo; le había hecho ganar cien mil tanpi y se daba cuenta de que le sería imposible el tener otro duelo en el que apostar.

Este cambio de dueño me resultaba especialmente adecuado, pues me llevaría al palacio del jeddak. Había estado elaborando un temerario plan que me permitiera fugarme, y tendría éxito sólo si pudiera tener acceso al palacio, si mis cálculos eran correctos.

Así que John Carter, príncipe de Helium, guerrero de Barsoom, acudió como un esclavo al palacio de Doxus, jeddak de los Primeros Nacidos; pero un esclavo con gran reputación. Los guerreros de la guardia del jeddak me trataron con respeto; me dieron una habitación decente, y uno de los suboficiales más leales de Doxus me tenía a su cargo, como Ptang lo había sido en el Palacio de Xaxak.

Estaba un poco desconcertado al no saber la razón por la que Doxus me había comprado. Sabía que ya no se podría realizar un duelo, con apuestas, en el que yo luchara contra alguien. ¿Pues quién sería tan tonto de poner a un hombre contra mí, o de realizar una apuesta contra uno que había hecho que varios guerreros de Kamtol parecieran unos novatos?

Al día siguiente lo supe. Doxus me mandó llamar. Estaba a solas, en un pequeño cuarto, e inmediatamente despidió al guerrero que me había guiado.

—Cuando entraste en el Valle —me dijo— viste muchos esqueletos, ¿verdad?

—Sí —contesté.

—Esos hombres murieron cuando trataban de escapar —dijo—. Sería imposible que tuvieras más éxito que ellos. Te estoy diciendo esto para que no lo intentes. Quizás pienses que al matarme puedas escapar en la confusión que se ocasionaría; pero no te sería posible; no podrás salir nunca del Valle de los Primeros Nacidos. Ahora bien, podrás vivir cómodamente, si lo deseas. Todo lo que tienes que hacer es enseñarme la técnica de la esgrima con la que has ganado al mejor espadachín de los Primeros Nacidos. Deseo que me enseñes, pero que me adiestres en secreto y que ninguna palabra salga de tus labios, pues si lo haces, tendrás una muerte segura y muy desagradable, te lo puedo asegurar. ¿Qué dices a esto?

—Puedo prometerte la mayor discreción —le dije—. Pero no puedo prometerte el convertirte en el mejor espadachín entre los Primeros Nacidos ya que todo depende de tus cualidades. De todas formas, te enseñaré.

—No hablas como un panthan —me dijo—. Me hablas como un hombre acostumbrado a tratar con jeddaks, y como a un igual.

—Tienes mucho que aprender en el arte de la espada —dije—. Pero yo tengo aún más que aprender de ser un esclavo.

Hizo una mueca, y entonces se levantó y me dijo que le siguiera. Pasamos por una pequeña puerta, que estaba detrás del escritorio, donde él había estado sentado, y bajamos por una rampa que conducía a las celdas del palacio. Al pie de la rampa, entramos en una habitación grande y bien iluminada donde había vitrinas, un cofre, varios bancos alargados, una mesa con materiales para escribir e instrumentos para dibujar.

—Ésta es una habitación secreta —dijo Doxus—. Solamente otra persona sabe lo de este lugar. Aquí no nos molestarán. Esta otra persona de que te hablé es mi más fiel servidor. Puede entrar en ocasiones, pero no dirá nada de nuestro secreto. Vamos a comenzar a trabajar. A duras penas puedo esperar el día en que cruce la espada con alguno de esos nobles egoístas que se creen unos grandes espadachines. ¡Qué sorpresa se van a llevar!