V

Después de que me quitaran todos los terminales de la máquina, fui entregado a un guardia y llevado a una celda que se encontraba en la parte subterránea de la ciudad, y que se pueden encontrar en todas las ciudades marcianas, antiguas o modernas. Los corredores laberínticos y sus celdas son utilizados como almacenes y como cárceles para prisioneros, estando habitados estos subterráneos por los ulsios, unos seres muy repulsivos.

Fui encadenado a la pared de una celda muy grande, donde había otro prisionero: un marciano rojo. No pasó mucho tiempo, cuando trajeron a Llana de Gathol y a Pan Dan Chee, quienes fueron encadenados cerca de mí.

—Veo que habéis aprobado el examen —dije.

—¿Qué diablos esperan obtener de todo ello? —preguntó Llana—. Es estúpido y absurdo.

—A lo mejor querían saber si nos podían matar de miedo —indicó Pan Dan Chee.

—Me pregunto cuánto tiempo nos tendrán en este lugar —dijo Llana.

—Llevo en este lugar un año —dijo el hombre rojo—. Ocasionalmente, me sacan para trabajar con otros esclavos, pertenecientes al jeddak; pero hasta que alguien me compre, me tendré que quedar aquí.

—¡Que te compren! ¿Qué quieres decir? —preguntó Pan Dan Chee.

—Todos los prisioneros pertenecen al jeddak —contestó el hombre rojo—. Pero sus nobles y oficiales nos pueden comprar, si desean otro esclavo más. Creo que me están reteniendo aquí para obtener un buen precio por mí, porque varios nobles me han visto y les gustaría comprarme.

Se quedó callado durante unos instantes y luego dijo:

—Perdonad mi curiosidad, pero dos de vosotros no parecéis barsoomianos en absoluto, y me pregunto de qué parte venís. Solamente la mujer es de Barsoom; los dos hombres tenéis la piel blanca, y uno de cabello negro y el otro rubio.

—¿Has oído hablar de los orovars? —pregunté.

—Claro —contestó—. Pero hace siglos que han desaparecido.

—De todas maneras, Pan Dan Chee, este guerrero, es uno de ellos. Hay una pequeña colonia de ellos que han sobrevivido en una ciudad muy apartada.

—¿Y tú? —preguntó—. Tú no eres un orovar, tu cabello es negro.

—No —dije—. Yo soy de otro mundo: de Jasoom.

—¡Oh! —exclamó—. ¿Puede ser que seas John Carter?

—Sí. ¿Y tú?

—Mi nombre es Jad-Han. Soy de Amhor.

—¿Amhor? —dije—. Conozco a una joven de Amhor. Su nombre es Janai.

—¿De qué conoces a Janai? —preguntó él.

—¿La conoces tú? —pregunté.

—Era mi hermana; murió hace años. Mientras yo estaba fuera del país, en un largo viaje, Jad-Han, príncipe de Amhor, empleó a Gantun Gur, un asesino, para que matara a mi padre, ya que no le quería como pretendiente de Janai. Cuando regresé a Amhor, Janai había escapado; y más tarde me enteré de su muerte. Tuve que abandonar la ciudad para evitar que me asesinaran, y después de vagar un cierto tiempo, los Primeros Nacidos me capturaron. Pero dime, ¿qué sabes de Janai?

—Sé que ella no ha muerto —le contesté—. Vive con uno de mis mejores y más leales oficiales, y se encuentra sana y salva en Helium.

Jad-Han estaba embriagado de alegría al saber que su hermana aún vivía.

—Ahora —dijo— si pudiera escapar de aquí, regresaría a Amhor y vengaría la muerte de mi padre, y entonces podría morir feliz.

—Tu padre ha sido vengado —le dije.

—Siento que no fuera yo el que lo matara —dijo Jad-Han.

—Llevas en este lugar un año —le dije—. Debes de saber las costumbres de estas gentes. ¿Nos puedes decir el destino que nos espera?

—Hay varias posibilidades —contestó—. Puede que os pongan a trabajar como esclavos, que son maltratados a menudo. Puede que os permitan vivir durante algunos años; o podéis ser utilizados sólo para los Juegos, que tienen lugar en el gran estadio, donde lucharéis contra otros hombres o bestias, para mayor exaltación de los Primeros Nacidos. Por otra parte, podéis ser ejecutados en cualquier momento. Todo depende de los caprichos de Doxus, jeddak de los Primeros Nacidos; al que tengo por un poco loco.

—Por el examen a que nos han sometido, yo afirmaría que están todos locos —dijo Llana.

—No estés tan segura —observó Jad-Han—. Si entendieras el por qué de ese examen, comprenderías que no fue ideado por una mente desequilibrada. ¿Viste algunos hombres muertos en la entrada del valle?

—Sí ¿pero qué tienen que ver con el examen?

—Ellos fueron sometidos a examen. Por ello es por lo que están muertos allá, tirados en el Valle.

—No entiendo las razones de ello —dije—. ¿Puedes explicarme el motivo?

—La máquina que les fue conectada grabó cientos de sus reflejos, y automáticamente grabó el índice nervioso de cada uno, que es distinto para cada persona. La máquina central, que no visteis y que tampoco veréis, emite unas ondas vibratorias a las que se añade el índice nervioso; cuando ambas cosas coinciden, tendréis un ataque nervioso tan fuerte que os matará al instante.

—¿Pero para qué tanto despliegue? ¿Para matar a unos cuantos esclavos? —preguntó Pan Dan Chee.

—No es tan sólo para eso —le explicó Jad-Han—. Quizás fue uno de los propósitos iniciales: evitar que lo prisioneros se escaparan y pudieran hablar de este maravilloso valle en un planeta moribundo. Puedes imaginar que cualquier país desearía poseerlo. Mas hay otros propósitos que mantienen a Doxus en el trono como rey. Cada persona de este valle tiene su índice nervioso grabado y está a merced de su jeddak. No tiene que abandonar el valle para que sean aniquilados. Un enemigo del jeddak, puede estar sentado en su casa, cualquier día, y cuando la onda de la máquina central le llegue, lo mataría. Doxus es el único hombre de Kamtol cuyo índice no ha sido grabado; él y otro hombre, Myr-Lo, son las únicas personas que saben dónde está la máquina central, y la forma en que funciona. Se dice que es muy delicada y que se puede estropear fácilmente si se desconoce su mecanismo, y que su arreglo es muy difícil y no puede ser reemplazada por otra.

—¿Y por qué no puede ser reemplazada? —le preguntó Llana.

—Él inventor de la máquina ha muerto —contestó Jad-Han—. Se dice que odiaba a Doxus, por la intención que tenia el jeddak de utilizar su máquina; y que Doxus lo mandó matar, por el gran miedo que le tenía. Myr-Lo, que fue el que le sucedió, no tiene el genio suficiente para crear una nueva máquina.

Aquella noche, después de que Llana se hubo dormido, Jad-Han, Pan Dan Chee y yo, conversamos en voz baja para no despertarla.

—Es muy cruel —dijo Jad-Han, que había estado mirando a la joven Llana, mientras dormía—. Es muy cruel, que ella sea tan bella.

—¿Qué quieres decir con eso? —le preguntó Pan Dan Chee.

—Cuando me preguntasteis qué iba a ser de vuestros destinos, yo os dije cuáles eran las posibilidades; pero solamente las de vosotros dos. En cuanto a la joven…

Miró con pena a Llana e hizo un gesto negativo con la cabeza. No necesitaba decir más.

Al día siguiente, nuevos Primeros Nacidos, bajaron a nuestras celdas para examinarnos, tal como se examina ganado que se piensa comprar. Entre ellos había un oficial del jeddak, cuyo trabajo era el de vendedor de esclavos y cuyo objetivo era obtener el mejor precio por nosotros.

Uno de los nobles que vinieron para la compra se encaprichó con Llana, e hizo una oferta para comprarla. Discutieron su valor, durante un tiempo, pero finalmente se pusieron de acuerdo y la compró.

Pan Dan Chee y yo estábamos muy apenados, mientras se llevaban a Llana de Gathol, porque sabíamos que no la volveríamos a ver. Aunque su padre es jeddak de Gathol, en sus venas corre sangre de Helium, y las mujeres de Helium saben cómo actuar cuando las espera un destino peligroso, como el que sabíamos que Llana iba a tener.

—¡Tener que estar encadenado a una pared y sin una espada en la mano, cuando algo de esto está ocurriendo! —exclamó Pan Dan Chee.

—Sé como te sientes —le dije—. Pero de momento no estamos muertos, Pan Dan Chee, y todavía puede que llegue nuestra oportunidad.

—Si llega, se lo haremos pagar —dijo él.

Dos nobles ofertaron por mí, y al final fui comprado por un dator, llamado Xaxak. Mis cadenas fueron quitadas, y la gente del jeddak, me advirtieron que fuera un esclavo bueno y obediente.

Xaxak iba escoltado por unos guerreros que caminaron a cada lado mío, mientras salía de la celda. Fui objeto de curiosidad mientras íbamos al palacio de Xaxak, que se encontraba cerca de el del jeddak. Mi piel blanca y ojos grises, siempre han sido objeto de mucha curiosidad en las ciudades donde no soy conocido. Estoy bronceado por el sol, pero de todas formas mi piel no es el rojo cobre de los hombres rojos de Barsoom.

Antes de que me llevaran a las habitaciones de los esclavos, en el palacio, Xaxak me preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Dotar Sojat —contesté. Éste es el nombre que me dieron los marcianos verdes que me capturaron por primera vez cuando llegué a Marte, siendo el nombre del primer marciano verde que yo maté en duelo. Tal cosa está considerada como un honor. Un hombre con un solo nombre, un omar, es un paria. Siempre me ha alegrado que me dieran dos nombres, pero si tuviera que dar los nombres de todos los marcianos verdes que he matado en combate, tardaría más de una hora en pronunciarlos todos.

—¿Dijiste dator? —pregunto Xaxak—. ¡No me digas que eres un príncipe!

—Dije Dotar —le contesté.

No había dado mi verdadero nombre, porque tenía razones para pensar que era bien conocido para los Primeros Nacidos, quienes tienen buenos motivos para odiarme, por lo que les había hecho en el Valle del Dor.

—¿De dónde eres? —me preguntó él.

—No pertenezco a ningún país —le contesté—. Soy un panthan.

Como los soldados de fortuna no tienen un lugar fijo donde vivir, vagando de ciudad en ciudad, ofreciendo sus servicios y su espada, a cualquiera que los emplee; ellos son los únicos hombres que pueden ir libremente a todas las ciudades de Marte.

—¡Un panthan! —exclamó—. Supongo que serás muy hábil con la espada.

—Me he encontrado con gente menos hábil que yo.

—Si fueras bueno con ella, te metería en uno de los Juegos Menores —dijo—. Pero he pagado mucho dinero por ti, y no me gustaría arriesgarme a que te mataran.

—No creo que debas preocuparte por ello —le dije.

—Estás muy seguro de ti mismo. Bien, vamos a ver lo que puedes hacer con la espada. ¡Llevadlo al jardín! —ordenó, dirigiéndose a dos guerreros. Xaxak nos siguió a una parte del jardín que tenía arena.

»Dale tu espada —dijo a uno de los guerreros; mientras que al otro le dijo—. Lucha con él, Ptang; pero no lo mates. – Entonces se dirigió a mí. —Esta lucha no es a muerte, esclavo, ¿lo entiendes? Solamente quiero saber cuáles son tus habilidades con la espada. Cualquiera de los dos puede herir, pero nunca matar.

Ptang, como todos los demás piratas negros de Barsoom que he conocido, era un espadachín muy bueno, frío, rápido y mortal. Vino hacia mí con una sonrisa superficial en los labios.

—No es muy justo, mi príncipe —dijo el otro guerrero de Xaxak—, el enfrentar al esclavo a una de las mejores espadas de Kamtol.

—Es de la única forma en que puedo saber si tiene condiciones o no —contestó Xaxak—. Si te supera, tendré la seguridad de que es lo bastante bueno como para entrar en los Juegos Menores. Quizás me pueda ganar el dinero que he pagado por él.

—Vamos a ver —dijo Ptang, cruzando la espada conmigo. Antes de que supiera lo que estaba pasando, yo le había herido en un hombro. Quedó muy sorprendido y la sonrisa abandonó sus labios.

—Ha sido un accidente —dijo—. No volverá a ocurrir otra vez —y entonces le herí nuevamente en el otro hombro.

A continuación, cometió un error fatal: se enfadó. Mientras que el coraje puede fortalecer el ataque, por contrario, debilita la defensa. Lo he visto miles de veces, y cuando tengo prisa por terminar con mi adversario, siempre intento hacerle enfadar.

—¡Venga! ¡Venga!, ¡ptang! —dijo Xaxak—. ¿No puedes lucirte mejor contra un esclavo?

Picado en su orgullo, Ptang vino a mí, con los ojos inyectados en sangre, y no vi nada en su mirada que pareciera que solamente venía a herirme. Había avanzado dispuesto a matarme.

—¡Ptang, no le mates! —le gritó Xaxak.

Al escucharlo, me reí y herí a Ptang en el pecho.

—¿No tienen verdaderos espadachines en Kamtol? —pregunté cínicamente.

Xaxak y el otro guerrero habían enmudecido, y en sus rostros leí que estaban muy desencantados. Ptang estaba muy furioso, y vino hacia mí como un toro, lanzándome un tajo con su espada, que casi me cuesta la cabeza. De todas formas, no dio en el blanco; y yo le herí en la articulación de su brazo izquierdo.

—¿No es mejor dejarlo? —le pregunté a Xaxak—. No quiero que tu guerrero se desangre.

Xaxak no contestó; pero yo me estaba cansando con todo lo acontecido y quería terminar; dándole con mi espada un fuerte golpe a la suya, se la arrebaté de la mano, haciéndola volar por el jardín.

—¿Es suficiente por ahora? —pregunté.

Xaxak contestó:

—Sí, es suficiente.

Ptang era uno de los hombres más sorprendidos y humillados que he visto. Se quedó quieto mirándome, sin hacer ningún movimiento por recoger su espada. Me compadecía de él.

—No tienes nada de que avergonzarte, Ptang —le dije—. Eres un espadachín espléndido, pero lo que te he hecho, se lo puedo hacer a cualquier hombre de Kamtol.

—Lo creo —dijo—. Puede que seas un esclavo, pero estoy muy orgulloso de haber cruzado mi espada contigo. El mundo nunca ha visto espada mejor.

—De eso estoy convencido —dijo Xaxak—. Preveo que voy a ganar mucho dinero contigo, Dotar Sojat.