I

En mi anterior vida en la Tierra pasé más tiempo sobre la silla de montar que a pie, y desde que estoy aquí, en el planeta Barsoom, paso igualmente mucho tiempo en la silla de montar o en las veloces naves del ejército de Helium; tanto es así, que no me entusiasma tener que caminar mil quinientas millas. De todos modos, se tiene que hacer; y cuando hay que realizar algo, lo mejor es empezarlo y terminarlo lo antes posible.

Gathol está situado al sudoeste de Horz; no existen marcas ni señales en la tierra, por lo que me fui demasiado al Oeste, como descubrí mas tarde. De no habernos desviado tanto, nos hubiéramos librado de una experiencia muy desagradable. Si hubiéramos tenido en cuenta mi vida anterior, nos encontraríamos con muchas más aventuras.

Habíamos caminado unas dos mil quinientos haads, de las cuatro mil que teníamos que hacer, siendo lo más exacto que se podía calcular, con el mínimo de incidentes previstos. En dos ocasiones fuimos atacados por los banths, pero logramos matarlos antes de que nos hicieran algún daño; tuvimos una lucha con una banda de calots salvajes, pero afortunadamente no tropezamos con ningún ser humano, de todas las criaturas de Barsoom, las más salvajes. Y es que aquí, fuera de la tierra de los Aliados, todos los hombres son tus enemigos y tienen el propósito de destruirte; tampoco es extraño, pues en un mundo donde las riquezas naturales son casi inexistentes, el agua y el aire son apenas suficiente para las necesidades de la actual población.

Las enormes áreas del que fue el lecho del mar, cubierto por una vegetación ocre, que atravesábamos eran interrumpidas ocasionalmente por algunas colinas bajas. A la sombra de éstas, a veces encontrábamos raíces y plantas comestibles. Pero la mayoría del tiempo, subsistíamos con la resina, una forma de leche de la mantalia, planta que crece en estas tierras, aunque son muy escasas.

Habíamos tratado de seguir la cuenta de los días, y fue en el trigésimo séptimo día, cuando nos encontramos con un problema muy serio. Era en el cuarto zode, que sería la una de la tarde en la Tierra, cuando vimos a lo lejos y a nuestra izquierda, lo que reconocí como una caravana de marcianos verdes. Como no hay destino peor, que caer en manos de estos crueles monstruos, caminamos a prisa, con la esperanza de cruzar el camino antes de que nos descubrieran; aprovechando la poca protección que nos ofrecía el terreno y viéndonos muchas veces obligados arrastrarnos sobre nuestros estómagos, un arte que aprendí de los apaches de Arizona. Yo estaba a la cabeza del grupo cuando me encontré con unos esqueletos humanos. Se estaban convirtiendo en polvo, señal de que estaban allí hacía muchos años, puesto que la humedad de Marte es tan baja, que la descomposición ósea es muy lenta. A unos cincuenta metros había otros esqueletos, y más tarde encontramos muchos más. Era una horrible visión; en un principio pensé que había sido el escenario de una batalla, pero me di cuenta de que estos hombres habían muerto con muchos años de diferencia cuando vi que algunos esqueletos eran recientes y que otros ya habían comenzado a desintegrarse.

Ya habíamos cruzado la línea de marcha de la caravana, y tan pronto como encontráramos un lugar donde escondernos, estaríamos relativamente seguros. Justo entonces, llegué al borde de un abismo anchísimo.

Con excepción del Gran Cañón de Colorado, nunca había visto algo igual. Era un enorme valle que tenía unos quince kilómetros de ancho por cuatro de profundidad, extendiéndose varios kilómetros más en cada dirección.

Había muchas rocas en el borde del risco, y nos escondimos detrás de una de éstas; a nuestro alrededor había esparcidos más esqueletos humanos, como los que habíamos encontrado anteriormente. Quizás fuera un aviso; pero al menos no nos podrían hacer daño alguno, así que pusimos nuestra atención en la caravana que se nos acercaba, la cual había cambiado de dirección y venía hacia nosotros. Con poca esperanza, esperábamos que retomara su antigua ruta y no pararan, y por tal motivo vigilamos su camino.

Cuando, por primera vez, fui transportado milagrosamente a Marte, me vi apresado por una horda de hombres verdes y conviví con ellos una larga temporada, aprendiendo sus costumbres. Por ello, estoy seguro, que esta caravana estaba realizando la peregrinación quinquenal, a los lugares de incubación que estarían bien escondidos.

Cada marciana adulta produce unos trece huevos al año, y los huevos que alcanzan el tamaño y peso necesarios, son escondidos en unas cavidades subterráneas, donde la temperatura es adecuada para su incubación. Cada año, los huevos depositados en estas incubadoras son examinados por un grupo de veinte jefes. De la producción anual de huevos, son conservados los cien mejores que hayan obtenido mejor tamaño, y el resto son destruidos. Al término de cinco años, cerca de quinientos huevos perfectos son los elegidos, de los miles que se han producido. Estos son depositados en unos habitáculos casi herméticamente cerrados, hasta su eclosión, causada por los rayos solares, durante un período de otros cinco años.

Todos los huevos dan su fruto, a excepción de unos pocos que son abandonados a su suerte cuando la horda deja los lugares de incubación. Si de estos huevos abandonados nace alguna criatura, el destino de estos pequeños marcianos es desconocido. Son rechazados, ya que creen que sus descendientes pueden transmitir la tendencia de una incubación retardada y así romper el sistema creado durante mucho tiempo y que le permite a los marcianos el calcular, con exactitud, el regreso a los lugares de incubación.

Estos lugares fueron construidos en sitios lejanos donde hubiera pocas, por no decir ninguna, posibilidad de ser descubiertos por alguna otra tribu. Ya que de ocurrir algo de esto, el desastre sería de tal magnitud, que no habría niños durante cinco años.

Las caravanas de los marcianos verdes son bárbaras y de una belleza extraordinaria. Esta caravana tenía unos doscientos cincuenta carros de tres ruedas, tirados por unos mastodónticos animales conocidos por zitidars, cuya fuerza les permitiría fácilmente tirar de toda la caravana completamente cargada.

Sus carros son enormes, cómodos y fastuosamente decorados; en cada uno de ellos iba sentada una marciana adornada con ornamentos de metal, joyas, sedas y pieles. En el lomo de los zitidars, que tiraban de los carros, iban unos jóvenes marcianos sentados sobre una alfombra.

A la cabeza de la caravana, cabalgaban unos doscientos cincuenta guerreros formando una columna de cinco en fondo, y en la retaguardia formaban otros tantos soldados. De veinticinco a treinta guerreros protegían los flancos de la caravana.

Los animales montados por estos guerreros no tienen semejanza alguna con otros animales de la Tierra. Son de gran altura, con cuatro patas a cada lado, un rabo largo, ancho y plano en su extremo, que queda en forma horizontal cuando están al galope, y con una gran boca, que dividía la cabeza en dos mitades, desde el morro al cuello.

Como sus enormes amos, son seres sin vello, su piel es de un color gris oscuro, suave y brillante; su barriga es blanca, sus patas son del mismo color gris oscuro, pero las pezuñas son de un amarillo vivo. Las pezuñas son acolchadas y sin herradura. Los zitidars no llevan bridas ni riendas, ya que son conducidos por medios telepáticos.

Mientras mirábamos, la magnífica e impresionante caravana cambió nuevamente de dirección, por lo que suspiré de alivio al ver que iban a pasar de largo. Evidentemente, desde lo alto del lomo de los zitidars había visto el risco y se estaban moviendo en paralelo a él.

Mí tranquilidad duró poco, ya que uno de los guerreros de la retaguardia nos vio cuando ésta iba a pasar de largo.

Inmediatamente, el guerrero marciano dio la vuelta a su animal y, gritando a sus compañeros, vino al galope hacia nosotros. Nos pusimos de pie, con las espadas en las manos, esperando morir, pero preparados para vender caro nuestras vidas.

Después de habernos puesto de pie, Llana exclamó:

—¡Mirad, aquí hay un atajo que baja al valle!

Yo miré a mi alrededor, y pude ver el comienzo de un estrecho y tortuoso camino que se dirigía al profundo valle. Si pudiéramos llegar a tiempo al principio del camino estaríamos a salvo, porque los enormes zitidars de los hombres verdes no podrían pasar de manera alguna por el estrecho camino. Es muy posible que los marcianos ni siquiera se dieran cuenta del risco sobre el que nos encontrábamos hasta que nos vieron. Ello se debe a que construyen sus incubadoras en sitios deshabitados y despoblados, en muchas ocasiones a más de mil kilómetros de sus ciudades.

Mientras que los tres, Llana, Pan Dan Chee y yo, corríamos hacia el camino, miré por encima de mi hombro y observé que el guerrero que nos había visto se encontraba a muy pocos pasos de nosotros y no teníamos posibilidad alguna de llegar a tiempo al camino. Grité a Pan Dan Chee para que se diera prisa y bajara con Llana. Los dos se pararon y me miraron.

—¡Esto es una orden! —les dije. Con renuencia se dieron la vuelta y se fueron por el camino, mientras que yo me enfrentaba con el guerrero marciano.

El guerrero paró su animal y se bajó, evidentemente con la intención de hacerme prisionero, en lugar de matarme; pero yo no tenía intención de dejarme capturar, para que me torturasen y me matasen. Era mucho mejor morir allí.