—Sabiendo que los hombres verdes regresarían a por sus thoats y que debía, por tanto, esconderme, descendí por la rampa —continuó Llana— que me condujo a los fosos que había bajo la ciudad. Pretendía introducirme sólo lo suficiente para evitar ser descubierta desde arriba y para poder estar al tanto si los hombres verdes bajaban por la rampa en mi busca… no iban a desperdiciar la oportunidad de capturar a una mujer roja para torturarla o esclavizarla.
»Había abandonado la rampa y me había adentrado un poco por un corredor, cuando de repente vi una débil luz en la lejanía. Pensé que aquello era digno de ser investigado, ya que no deseaba ser cogida de sorpresa por la espalda o, tal vez, encontrarme entre dos fuegos; así que avancé por el pasillo en dirección a la luz, y en aquel instante descubrí cómo retrocedía. Sin embargo, continué siguiéndola, hasta que al fin se detuvo en un recinto lleno de cajas.
»Al mirar al interior de la habitación, vi una criatura de horrible apariencia…
—Lum Tar O —dije— la criatura que maté.
—Sí —dijo Llana—. Lo observé durante un momento, sin saber qué hacer. Una antorcha iluminaba la cámara y él tenía otra en su mano izquierda. De repente, se puso alerta. Parecía escuchar con suma atención, después, salió arrastrándose de la habitación.
—Debió ser entonces cuando por primera vez nos oyó a Pan Dan Chee y a mí —sugerí.
—Supongo —dijo Llana de Gathol—. De cualquier manera, me quedé sola en la cámara. Si volvía por donde había venido era muy posible que cayera en manos de algún hombre verde. Si seguía a la horrenda criatura que acababa de ver, sin duda me esperaría algo muy desagradable. ¡Si pudiera encontrar un lugar que resultara lo bastante seguro para esconderme, hasta que llegara el momento de salir de los fosos!
»Las cajas eran el lugar perfecto. Una de ellas me proporcionaría un escondite excelente. Fue pura coincidencia el que la primera que abriera estuviera vacía. Me introduje en ella y puse la tapa sobre mí. Ya conoces el resto.
—Ahora vas a salir por fin de los fosos —dije mientras subíamos por una rampa en cuyo extremo podía verse la luz del día.
—Dentro de unos momentos —observó Kam Han Tor— contemplaremos las ricas aguas de Throxeus.
Bajé la cabeza.
—No te sientas muy defraudado —le dije.
—¿Es que os habéis puesto de acuerdo, tu amigo y tú para tomarme el pelo? —preguntó Kam Han Tor—. Ayer mismo pude contemplar las naves de la flota ancladas a lo largo del puerto. ¿Crees que me voy a creer que ya no existe un océano cuando ayer mismo sí existía, y donde lleva desde que se creó Barsoom? Los océanos no desaparecen de un día para otro, amigo mío.
Se escuchó un murmullo de aprobación por parte de aquella espléndida compañía de nobles y sus esposas que habían oído a Kam Han Tor. Se resistían a creer lo que no deseaban crecer y, noté, lo que debió haber parecido un insulto hacia su inteligencia.
Ponte en su lugar. Imagina que vives en San Francisco. Te vas a la cama una noche y cuando despiertas, un completo extraño te dice que el océano Pacífico se ha secado y que puedes ir andando hasta Honolulú, Guam o Las Filipinas. Estoy seguro de que no le creerías.
Cuando llegamos a la ancha avenida que desemboca en la parte de Horz que da al mar, la comitiva de los ricamente ataviados hombres y mujeres miraron a su alrededor con desolador asombro las decaídas ruinas de la que una vez fue su orgullosa ciudad.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó uno—. ¿Por qué está desierta la Avenida de los Jeddaks?
—¿Y el palacio del jeddak? —exclamó otro—. ¡No hay guardias!
—¡No hay nadie! —susurró una mujer.
Nadie volvió a hablar, mientras se dirigían ansiosamente hacia el muelle. Antes de que llegaran ya podían posar sus ojos sobre una estéril extensión desértica de fondo marino, una vez bañada por las aguas del Throxeus.
En silencio continuaron hasta la avenida del puerto. Simplemente, no podían creer lo que veían con sus propios ojos. No recuerdo que en mi vida hubiera sentido un pesar mayor por uno de mis amigos que el que en aquel momento sentía por aquellas pobres gentes.
—Ya no está —dijo Kam Han Tor, en un murmullo casi imperceptible.
Una mujer rompió en llanto. Un guerrero sacó su daga y se la hundió en su propio corazón.
—Todos los muelles han desaparecido —dijo Kam Han Tor—. Nuestro propio mundo ha desaparecido.
Allí permanecieron, contemplando la vasta extensión desértica, tras ellos una ciudad muerta, que en un lejano ayer, había rebosado de vida, juventud y energía. De repente, algo extraño sucedió ante mis ojos. Kam Han Tor comenzó a encogerse y desmenuzarse. Puede decirse que se desintegraron, él y el cuero de su correaje. Sus armas cayeron sonoramente sobre el pavimento y allí quedaron, entre un pequeño montoncito de polvo, los restos de quien había sido poco antes Kam Han Tor, hermano del jeddak.
Llana de Gathol se me acercó y me cogió del brazo.
—Es horrible —susurró—. ¡Mira, mira a los otros!
Miré a mi alrededor. Poco a poco, en grupos de dos o tres, los hombres y mujeres de la milenaria Horz se estaban convirtiendo en el polvo que eran…
«La tierra a la tierra, las cenizas a cenizas, el polvo al polvo».
—Durante todos los siglos que han yacido en los fosos de Horz —dijo Pan Dan Chee—. Esta desintegración ha ocurrido poco a poco, sólo los obscenos poderes de Lum Tar O fueron los que les dotaron de una apariencia de vida. Una vez que su efecto les abandonó, la desintegración sucedió instantáneamente.
—Esa debe ser la explicación —dije— y mejor que haya sucedido de esta forma, porque esta gente jamás podría haber encontrado en el Barsoom de hoy la felicidad… un mundo moribundo, tan diferente al Barsoom esplendoroso de antaño, con sus cinco océanos, sus grandes ciudades, sus prósperos y felices pueblos, quienes si la historia no miente, habían acabado con todos los guerreros y amantes de la guerra y habían establecido la paz de un pueblo a otro.
—No —dijo Llana de Gathol—, nunca podrían haber sido felices de nuevo. ¿Notaste lo bellos que eran?, y el color de su piel era igual que el de la tuya, John Carter. A no ser por sus rubios cabellos podían haber sido de la propia Tierra.
—Hay mucha gente que tiene el pelo rubio en mi mundo —repuse—. Tal vez, después de tantos cruces entre las diferentes razas de la tierra, desarrollemos una raza de hombres rojos, como en Barsoom. ¿Quién sabe?
Pan Dan Chee miraba de forma adorable a Llana de Gathol. La miraba de manera tal que pude ver que Llana se molestaba a pesar de que le gustara.
—Venga —dije—, no vamos a adelantar nada quedándonos aquí. Mi nave se encuentra en una plaza cercana. Podrá llevar a los tres. ¿Vendrás conmigo, Pan Dan Chee? Puedo asegurarte que serás bienvenido en Helium y se te ofrecerá un puesto en el ejército del jeddak.
Pan Dan Chee movió la cabeza con pesar.
—Debo volver a la fortaleza —replicó.
—A Ho Ran Kim y a la muerte —le recordé.
—Sí, a Ho Ran Kim y a la muerte —dijo.
—No seas tonto Pan Dan Chee —repuse—, te has liberado a ti mismo honorablemente. No puedes matarme y sé que no matarías a Llana de Gathol. Nos iremos de aquí, y llevaremos con nosotros el secreto del pueblo olvidado de Horz, no importa lo que hagas, pero has de saber que ninguno de nosotros utilizará nunca ese secreto para causar daño a tu gente. ¿Por qué entonces tienes que afrontar tu muerte sin necesidad? Ven con nosotros.
Sus ojos se clavaron en los de Llana de Gathol.
—¿Deseas que os acompañe? —preguntó.
—Si tu negativa te va a conducir a la muerte —contestó ella— entonces sí, es mi deseo el que vengas con nosotros.
Una sonrisa onduló los labios de Pan Dan Chee, evidentemente había visto un rayo de esperanza en su ambigua respuesta, porque me dijo:
—Te lo agradezco John Carter. Iré contigo. Mi espada será siempre tuya.