XI

—Temprano, a la mañana siguiente, un guerrero entró en mi camarote. «Hin Abtol ordena que vayas ahora mismo a la sala de control», dijo. «¿Qué quiere de mí?», exigí saber. «Su navegante no comprende esta nave, ni sus instrumentos», explicó. «Quiere hacerte algunas preguntas».

»Pensé deprisa. Tal vez consiguiera frustrar los planes de Hin Abtol si pudiera manipular durante unos minutos los controles y los instrumentos de navegación, que yo conocía tan bien como cualquiera conoce la casa de un ser querido; así que seguí al guerrero hasta cubierta.

»Hin Abtol se hallaba en la sala de controles con tres de sus oficiales. Su faz era una máscara negra cuando entré. “Estamos fuera de rumbo”, dijo secamente, «y durante la noche hemos perdido el contacto con nuestra propia nave. Instruirás a mis oficiales en el manejo de estos estúpidos instrumentos que les han confundido». Tras esas palabras abandonó la cabina de control.

»Miré a mi alrededor al horizonte en todas direcciones. La otra nave no estaba a la vista. Mi plan quedó formado instantáneamente. Si la otra nave pudiera avistarnos, no triunfaría. Sabía que si la nave en la que iba prisionera llegaba a Panar, tendría que exponer mi propia vida para escapar a un destino peor que la muerte. En tierra también podía encontrar la muerte, pero tendría mayor oportunidad de huir.

»“¿Qué es lo que no comprendéis?” pregunté a uno de los oficiales. «Todo», replicó. «¿Qué es esto?».

»“Un compás direccional”, expliqué. «Pero… ¿Qué habéis hecho? ¡Está destrozado!».

»Hin Abtol no podía comprender para qué servía lo que le hizo encolerizarse, así que empezó a romperlo para ver que había dentro.

»“Ha hecho un buen trabajo”, le dije, «ahora él o uno de vosotros debería armarlo de nuevo».

»“No sabemos cómo”, dijo el individuo. «¿Y tú?».

»“Por supuesto que no”.

»“¿Entonces qué vamos a hacer?”.

»“Aquí hay un compás normal”, le dije. «Haz que apunte hacia el norte, pero primero vamos a ver que más deterioros habéis causado».

»Mi intención era examinar los demás instrumentos y controles, y mientras lo hacía, abrí las válvulas de los tanques de flotación y las atranqué para que no pudieran cerrarse.

»“Ahora todo va bien”, le dije. «Solamente cuida de que este compás señale hacia el norte. No necesitaréis el compás direccional».

»Debería haber añadido que dentro de poco tiempo no iban a necesitar ningún compás en lo que a la navegación de la nave se refería. Después bajé a mi camarote.

»Sabía que algo sucedería muy pronto, y mi conjetura fue certera. Pude ver por el ojo de buey cómo perdíamos altura… caíamos lentamente poco a poco; justo en aquel momento otro guerrero entró en mi camarote y me comunicó que se me necesitaba en la sala de controles de nuevo.

»Una vez más Hin Abtol se encontraba allí. “Estamos descendiendo”, me dijo… hecho que era demasiado obvio para ser mencionado.

»“Hace mucho que lo he notado”, repuse.

»“¡Bien, haz algo al respecto!”, dijo con énfasis. «Conoces todo lo referente a esta nave».

»“Creía que un hombre que piensa conquistar todo Barsoom sería capaz de dirigir una nave sin la ayuda de una mujer”, comenté. Hin Abtol enrojeció al oír aquello y desenfundó su espada. «Vas a decirnos qué es lo que no marcha bien», gruñó, «o te abriré el cuerpo desde la coronilla hasta el vientre».

»“Tan caballeroso y gentil como siempre”, observé con desprecio; pero, aunque no me hubiera amenazado le hubiera dicho qué era lo que funcionaba mal.

»“Bueno, ¿qué es?”. Me exigió.

»“Al inspeccionar estos controles, tú o uno de tus igualmente estúpidos brutos ha abierto las válvulas del tanque de flotación. Todo lo que tenéis que hacer es cerrarlas. Cuando lo hagáis no descenderemos más, pero tampoco podremos ganar altura otra vez. Espero que no haya montañas o colinas un poco altas de aquí a Panar”.

»“¿Dónde están las válvulas?”, preguntó.

»Se las mostré e intentaron cerrarlas, pero las había atrancado tan bien que no pudieron hacerlo. Mientras, seguíamos cayendo cada vez más hacia la ocre vegetación del fondo de un mar muerto.

»Hin Abtol estaba furioso. Y lo mismo sus oficiales. Allí estaban, a miles de haads de su hogar, veinticinco hombres que habían pasado la mayor parte de sus vidas en las vidriosas y cálidas ciudades de las tierras del Polo Norte, sin conocimientos, o muy pocos del mundo exterior y sobre qué clase de bestias, hombres u otros peligros podían resultar un obstáculo en el camino hacia su país. Apenas podía aguantar la risa.

»Mientras perdíamos altitud, divisé las torres de una ciudad en la lejanía, al norte de nuestra posición; también lo observó Hin Abtol. “Una ciudad”, dijo, «estamos de suerte. Allí podremos encontrar mecánicos que reparen nuestra nave».

»“¡Sí!”, pensé, «si hubierais llegado hace un millón de años, puede que hubierais encontrado mecánicos, pero no tendrían ni idea de cómo reparar un aparato volador porque tales aparatos no habían sido inventados entonces, pero sí que os podrían haber construido una sólida embarcación con la que podrían haber navegado por los cinco océanos del milenario Barsoom», pero no dije nada. Quería dejar que Hin Abtol lo averiguara por sí mismo.

»Nunca había estado en Horz, pero sabía que aquellas torres que se destacaban en la lejanía sólo podían pertenecer a esa ciudad muerta hacía mucho tiempo, y, además, deseaba saborear el placer de contemplar el disgusto de Hin Abtol después de que hubiera recorrido el largo e inútil camino hacia allí.

—Eres una pequeña bribona vengativa —dije.

—Me temo que lo soy —admitió Llana de Gathol—. Pero en tales circunstancias, ¿puedes reprochármelo?

Tuve que admitir que no podía.

—Continúa —me apresuré a decir—, cuéntame que pasó después.

—¡Parece que no vamos a llegar nunca al final de estos abominables fosos! —exclamó Kam Han Tor.

—Eso deberías saberlo tú —le dijo Pan Dan Chee—. Acabas de decir que fueron construidos según tus planos.

—Eres un insolente —repuso Kan Han Tor—, y serás castigado por ello.

—Has estado muerto durante un millón de años —observó Pan Dan Chee— y así deberías continuar.

Kam Han Tor se llevó la mano a la empuñadura de su espada larga. Estaba muy furioso, y no podía culparle, pero aquel no era el momento adecuado para permitirse el lujo de empezar un duelo.

—¡Esperad! —grité—. Tenemos cosas más importantes en qué pensar que en rencillas personales. Pan Dan Chee habló sin pensar. Se disculpará ahora mismo.

Pan Dan Chee me lanzó una mirada de sorpresa y desaprobación, pero enfundó su arma.

—Lo que John Carter, Príncipe de Helium, Señor de la Guerra de Barsoom, me ordena hacer, lo hago —dijo—. Te ofrezco mis disculpas Kam Han Tor.

—Bien. – Kam Han Tor las aceptó de buena gana y una vez que se hubo arreglado el incidente, apremié a Llana de Gathol para que continuara con su historia.

—La nave se posó suavemente sobre el suelo sin que se produjeran más daños —prosiguió—. Hin Abtol estaba indeciso al principio sobre si llevar con él a todos sus hombres a la ciudad o dejar algunos para que vigilaran el transporte. Finalmente, decidió que sería mejor para todos permanecer juntos por si se encontraban con un recibimiento hostil en las puertas de la ciudad. Se diría, de la manera que habló, que veinticinco soldados de Panar podrían tomar cualquier ciudad de Barsoom.

»“Yo esperaré aquí”, le dije, «no hay razón para que os acompañe a la ciudad».

»“Y para cuando yo vuelva ya te habrás ido”, repuso él, «eres una muchacha astuta, pero yo soy más astuto que tú. Vendrás con nosotros».

»Así que tuve que recorrer con ellos todo el camino hacia Horz, y la verdad es que había un largo y cansado camino. Cuando nos aproximábamos a la ciudad Hin Abtol hizo notar que era sorprendente que no viéramos señales de vida. No había humo, ni movimiento alguno a lo largo de la avenida que corría paralela a la planicie que la limitaba; la llanura que una vez había sido un poderoso océano. No fue hasta que penetramos en la ciudad cuando se dio cuenta de que estaba muerta y desierta… aunque no totalmente, como pronto íbamos a descubrir.

»Habíamos avanzado una corta distancia a través de la avenida principal cuando, de pronto, una docena de guerreros verdes salió de un edificio y cayó sobre los panars. Habría sido una buena batalla, John Carter, si tú y dos de los guerreros de tu guardia os hubierais enfrentado a los hombres verdes; pero aquellos panars no se mostraban fieros y valientes a menos que la ventaja les favoreciese.

»Por supuesto, sobrepasaban en número a los hombres verdes, pero el gran tamaño, fuerza y salvaje ferocidad de los últimos les hacía llevar ventaja sobre tan débiles adversarios.

»Vi bastante poco de la lucha. Los contrincantes no me prestaban ninguna atención. Estaban demasiado enfrascados unos contra otros. En aquel momento, vi el comienzo de una rampa cercana y me dirigí hacia ella. Lo último que vi del combate fue como Hin Abtol corría con todas sus fuerzas hacia la llanura y a sus hombres siguiéndolo. Tras ellos, los hombres verdes les pisaban los talones. En cuestión de velocidad, el sobresaliente se lo llevaban los panars. Tal vez no fueran capaces de pelear, pero correr sí que corrían.