VI

Pan Dan Chee me miró.

—¿Qué puede haber sido eso?

—A mí me pareció una carcajada —repliqué.

Pan Dan Chee meneó la cabeza.

—Sí —asintió—. ¿Pero cómo puede haber risa donde no hay nadie para reír?

Pan Dan Chee estaba perplejo.

—Quizás los ulsios de Horz hayan aprendido a reír —sugerí con una sonrisa.

Pan Dan Chee hizo caso omiso de mi locuacidad.

—Vimos una luz y oímos una carcajada —dijo pensativamente—. ¿Qué significado tiene eso para ti?

—El mismo que para ti —dije—. Hay alguien aquí abajo, en los fosos de Horz, además de nosotros.

—No veo cómo pueda ser eso posible —argüyó.

—Investiguémoslo —le sugerí.

Avanzamos con las espadas desenfundadas, porque no conocíamos la naturaleza o el temperamento del propietario de aquella risotada, y por otro lado siempre existía la posibilidad de que un ulsio pudiera saltar desde uno de los calabozos y nos atacara.

El corredor era recto durante un tramo, y después comenzaba a curvarse. Había ramificaciones e intersecciones pero continuamos por lo que creíamos que era el pasillo principal. No volvimos a ver más luces ni a oír más carcajadas. No había otro sonido en todo aquel vasto laberinto de pasajes que el débil tintineo producido por nuestros metales, el ruido ocasional de nuestros pies y los ligeros murmullos del roce de nuestros correajes.

—Es inútil buscar más allá —dijo al fin Pan Dan Chee—, será mejor que empecemos de nuevo.

En ese momento no tenía intención alguna de volver hacia mi muerte; deduje que la luz y la risa indicaban la presencia del hombre en estos fosos. Si los habitantes de Horz no sabían nada sobre ellos es que entonces debían entrar a los fosos desde el exterior de la fortaleza, lo cual significaba una vía de escape para mí. Por consiguiente, no deseaba volver sobre nuestros pasos; así que sugerí que descansáramos un rato y discutiéramos nuestros futuros planes.

—Podemos descansar —dijo Pan Dan Chee—, pero no tenemos nada que discutir. Ho Ran Kim ya ha trazado nuestro futuro.

Penetramos en una celda que no contenía ningún recuerdo de alguna pasada tragedia, y, después de colocar una de nuestras antorchas en una abertura de la pared, nos sentamos en el duro suelo de piedra.

—Puede que tus planes hayan sido hechos en tu lugar por Ho Ran Kim —le dije—, pero yo hago mis propios planes.

—¿Y son…? —preguntó.

—No me seduce volver para ser asesinado. Voy a buscar la manera de salir de estos fosos.

Pan Dan Chee movió su cabeza apenado:

—Lo siento —me dijo— pero vas a regresar para afrontar tu destino conmigo.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Porque yo tendré que llevarte. Sabes bien que no puedo permitir que un extranjero escape de Horz.

—Eso significa que tendremos que luchar hasta que uno de los dos muera, Pan Dan Chee —afirmé—, y no deseo matar a alguien a cuyo lado he combatido y a quien he aprendido a admirar.

—Yo también siento lo mismo, John Carter —dijo Pan Dan Chee—. Tampoco yo deseo matarte; pero debes comprender mi situación: si no vienes conmigo voluntariamente, tendré que acabar con tu vida.

Intenté disuadirle de su terca postura, pero continuaba firme en sus ideas. Desde luego Pan Dan Chee me caía bien, y la idea de matarle me estremecía, ya que sabía que debería hacerlo. Era un espadachín excelente, pero ¿qué oportunidad tendría contra un maestro en esgrima de dos mundos? Perdonadme si eso parece vanidoso de mi parte, porque aborrezco la presunción. Sólo expongo lo que es un hecho. Soy indiscutiblemente, el mejor espadachín que ha existido.

—Bien —le dije—, no tenemos por qué matarnos ahora mismo, así que disfrutemos de nuestra mutua compañía un poco más.

Pan Dan Chee esbozó una sonrisa.

—Será un gran placer —dijo.

—¿Qué te parece si jugamos al jetan? —le pregunté—. Nos ayudará a pasar el tiempo entretenidos.

—¿Pero como vamos a jugar si no tenemos tablero ni piezas?

Abrí la bolsa de cuero que todos los marcianos suelen llevar, y saqué un pequeño tablero plegable de Jetan con todas sus piezas, un regalo de Dejah Thoris, mi incomparable compañera. Pan Dan Chee se sentía intrigado por ello, ya que es una maravillosa y bella obra hecha a mano. El más grande artista de Helium había diseñado las piezas, talladas bajo sus directrices, por dos de nuestros mejores escultores. Todas las piezas de guerreros, padwars, dwars, panthans y jefes, estaban modeladas con un gusto exquisito y mostraban con detalle las características de los combatientes marcianos. Una de las princesas era una bella miniatura magníficamente conseguida de Tara de Helium, y la otra princesa era Llana de Gathol.

Estoy sumamente orgulloso de poseer este juego de jetan, y, como las figuras son tan diminutas, siempre llevo conmigo una pequeña pero poderosa lupa, no sólo para mi personal disfrute, sino también para el de otros. Se la ofrecí entonces a Pan Dan Chee, quien examinó las figuras minuciosamente.

—Extraordinario —dijo—. Nunca he visto nada tan bonito.

Había examinado una figura mucho más tiempo que el resto y la sostenía en su mano como si se resistiera a devolverla.

—Qué exquisita imaginación debió tener el artista que creó esta figura, porque no debió haber tenido modelo de una belleza tan fantástica; tal belleza es imposible que exista en Barsoom.

—Todas esas figuras representan personas reales —le dije.

—Quizás las otras —repuso— pero no ésta. No es posible que una mujer tan bella puede ser real.

—¿Cuál es? —le pregunté, y me la pasó.

»Ésta —le respondí— es Llana de Gathol, la hija de Tara de Helium, mi hija. Vive de veras y ésta es una excelente imagen suya. Por supuesto nunca podrá hacerla justicia ya que no es capaz de reflejar ni el ánimo ni y el encanto de su personalidad.

Volvió a coger la figura y la observó durante un buen rato con la lupa, después la colocó de nuevo en la caja.

—¿Jugamos? —le pregunté.

Movió la cabeza y dijo:

—Sería un sacrilegio jugar con la figura de una diosa.

Metí las piezas en la pequeña caja, que al mismo tiempo hacía las veces de tablero, y la introduje en mi bolsa. Pan Dan Chee guardaba silencio. La luz de la única antorcha proyectaba nuestras largas y oscuras sombras sobre el suelo.

Las antorchas de Horz eran algo nuevo para mí. Son muy ingeniosas. Tienen forma cilindrica y poseen un núcleo central que reluce brillantemente con una luz fría cuando es expuesto al aire, lo cual se consigue volviendo una tapa sujeta por medio de bisagras y empujando hacia arriba; cuanta mayor es la porción expuesta, más intensa es la luz.

Pan Dan Chee me contó que habían sido inventadas hacía siglos y que la luz así producida llevaba consigo tan poca pérdida de materia que eran prácticamente eternas. El arte de obtener el núcleo central se perdió en la lejana antigüedad y ningún científico desde entonces ha sido capaz de analizar su composición.

Pasó un buen rato antes de que Pan Dan Chee hablara de nuevo, entonces se levantó. Parecía cansado y triste.

—Venga —dijo— cuanto antes acabemos mejor. – Y desenfundó su espada.

—¿Por qué tenemos que pelear? —le pregunté—. Somos amigos. Si logro salir de aquí, te doy mi palabra de honor de que no traeré a nadie a Horz; por lo tanto, te ruego que me dejes en paz. No quiero matarte. O mejor aún, vente conmigo. Hay mucho que ver más allá de Horz, tienes todo un mundo exterior que conocer.

—No me tientes —suplicó—. Quiero ir. Por primera vez en mi vida deseo abandonar Horz. Pero no debo hacerlo. ¡Vamos, John Carter, en guardia!, uno de los dos debe morir, a menos que regreses voluntariamente conmigo.

—En cuyo caso ambos moriremos —le recordé—. Es una estupidez, Pan Dan Chee.

—¡En guardia! – Fue su única respuesta.

No me quedaba otra cosa que hacer que desenfundar mi espada y defenderme, y, la verdad, nunca me había costado tanto trabajo desenfundar.