V

Fue una suerte para mí el que Pan Dan Chee fuera rápido con las palabras. Antes de que Ho Ran Kim pudiera formular cualquier objeción ya habíamos abandonado la sala de audiencias y emprendíamos el camino hacia los fosos de Horz y debo confesar que me alegraba el dejar de ver la cara de aquel amable y considerado tirano. Nadie podría decir cuándo algún estímulo nuevo y humanitario le haría ordenar que nos cortaran la cabeza al instante.

La entrada a los fosos de Horz se halla en un pequeño edificio sin ventanas cercano a la muralla posterior de la fortaleza. Estaba cerrada por grandes portalones que rechinaban sobre corroídos goznes mientras las abrían dos de los guerreros que nos acompañaban.

—Está oscuro ahí dentro —dijo Pan Dan Chee—. Nos romperemos la cabeza si entramos sin luces.

Lon Shon Weng, mostrándose amistoso, envió a uno de sus hombres a por algunas antorchas y cuando volvió, Pan Dan Chee y yo entramos en la lóbrega caverna.

Habíamos dado unos cuantos pasos por la superficie de una rampa rocosa que descendía hacia las estigias tinieblas, cuando Lon Shon Weng gritó:

—¡Esperad! ¿Dónde está la llave de estas puertas?

—El carcelero de algún gran jeddak que vivió hace miles de años puede que lo sepa —replicó Pan Dan Chee—, pero yo no.

—¿Entonces cómo voy a encerraros? —preguntó Lon Shon Weng.

—El jeddak no te dijo que nos encerraras —objetó Pan Dan Chee—. Dijo que nos llevaras a los fosos y nos dejaras ahí, durante la noche. Recuerdo perfectamente sus palabras.

Lon Shon Weng estaba hecho un lío, pero al fin encontró un modo de salir del paso.

—¡Venid! —dijo—. Volveremos ante el jeddak y le explicaremos que no hay llaves, entonces él decidirá.

—¡Ya sabes que es lo que hará! —dijo Pan Dan Chee.

—¿Qué? —preguntó Lon Shon Weng.

—Ordenará nuestra destrucción en el acto. Vamos Lon Shon Weng, no nos condenes a una muerte inmediata. Sitúa una guardia aquí, en las puertas con órdenes de matarnos si intentamos escapar.

Lon Shon Weng, consideró esto durante un momento, y finalmente movió la cabeza en consentimiento.

—Es un plan excelente —dijo, después señaló a dos guerreros y les advirtió que permanecieran de guardia y tras situarlos nos deseó buenas noches y se marchó con sus soldados.

Nunca he visto una gente tan cortés y considerada como los orovars, hasta es posible que resulte agradable el que uno de ellos te corte el pescuezo, creo que lo haría muy educadamente. Son el polo opuesto de sus enemigos hereditarios, los hombres verdes, porque éstos carecen de toda cortesía, consideración o amabilidad. Son fríos, crueles y despiadados brutos que no conocen el amor y cuyo único credo es el odio.

A pesar de todo, los fosos de Horz, no eran un lugar placentero. El polvo de los siglos yacía sobre una rampa por la que caminábamos. Desde su final, un corredor se extendía más allá de donde llegaba la luz de nuestras antorchas. Era un pasillo ancho, con puertas abiertas a ambos lados. Estos, me supuse, eran los calabozos donde los antiguos jeddaks habían confinado a sus enemigos, y así se lo pregunté a Pan Dan Chee.

—Probablemente —dijo—, aunque nuestros jeddaks nunca los han usado.

—¿Nunca han tenido enemigos? —pregunté.

—Por supuesto, pero consideraban una crueldad el encerrar hombres en agujeros tan oscuros como éste, así que los mataban inmediatamente si sospechaban que eran enemigos.

—¿Entonces por qué hay fosos aquí? —le interrogué.

—Oh, fueron practicados cuando la ciudad se edificó, tal vez hace un millón de años, quizá más. Dio la casualidad de que la fortaleza se construyó alrededor de la entrada.

Eché una ojeada a uno de los calabozos. Un desmoronado esqueleto yacía sobre el suelo, las enmohecidas cadenas que lo habían sujetado a la pared se hallaban esparcidas entre los huesos. En el siguiente calabozo había tres esqueletos y dos cajas de metal magníficamente entalladas. Cuando Pan Dan Chee levantó una de las tapas de las cajas, apenas pude reprimir un gesto de asombro y admiración. La caja estaba llena de magníficas gemas engarzadas con elaborada belleza; muestras de artes olvidados, la obra de un maestro en su oficio que había vivido hace miles de años. Creo que nada de lo que había visto antes me había impresionado tanto. Y era deprimente, porque estas joyas habían sido lucidas por bellas mujeres y valientes hombres que habían desaparecido en un olvido tan completo que ni siquiera quedaba memoria de ellos.

Mi abstracción se vio interrumpida por el ruido de evasivos pies a mi espalda. Me di la vuelta e instintivamente mi mano se dirigió hacia donde la empuñadura de una espada debería haber estado pero que, de hecho, no estaba. Frente a mí y listo para saltar, se encontraba el ulsio más grande que había visto en mi vida.

Estas ratas marcianas son unas criaturas fieras y asquerosas. Tienen numerosas patas, y carecen de pelo, su piel se parece repulsivamente a la de un ratón recién nacido, sus ojos son pequeños, están juntos, y se encuentran casi escondidos en carnosas y profundas aberturas. Pero lo más temible y repulsivo en ellos son sus fauces; cuando se abren dejan ver cinco afilados y puntiagudos dientes en cada mandíbula, cuya estructura ósea sobresale varias pulgadas de la carne semejando una putrefacta cara de la que ha desaparecido la mayor parte del rostro. Normalmente tienen el tamaño de terrier de Airdale, pero el bicho que saltaba hacia mí en los fosos de Horz aquel día, era tan grande como un puma joven y diez veces más feroz.

Cuando la criatura brincó hacia mi cuello, le di un fuerte golpe en un lado de la cabeza y la hice caer de lado, pero pronto se enderezó y se lanzó hacia mí de nuevo. Entonces Pan Dan Chee entró en escena. No le habían desarmado y con su espada corta cayó sobre el ulsio.

Fue una buena batalla. El ulsio era la bestia más feroz y tozuda que jamás había visto, y ofreció a Pan Dan Chee la lucha de su vida. Le había cortado dos de sus seis patas, una oreja, y la mayor parte de sus dientes antes de que la ferocidad de sus repetidos ataques se desvaneciera. El animal estaba casi hecho pedazos y, sin embargo, todavía ofrecía pelea. Yo sólo podía callar y observar, lo cual no me gusta hacer ante una lucha. Al fin sin embargo, acabó: el ulsio estaba muerto y Pan Dan Chee me miró y sonrió.

Buscaba a su alrededor algo con lo que poder limpiar su ensangrentada espada.

—Quizás haya algo en la otra caja —sugerí, y llegando hasta donde estaba, levanté la tapa.

La caja tenía unos dos metros y medio de largo, un metro y medio de ancho y medio de profundidad. En su interior yacía el cuerpo de un hombre, su elaborado correaje estaba incrustado de joyas. Llevaba puesto un casco totalmente cubierto de diamantes, uno de los pocos cascos que había visto en Marte. Las fundas de su espada larga, cota y de su daga aparecían decoradas de forma similar.

Había sido un hombre muy guapo y aún su cadáver lo era. Se conservaba de tal modo que, aparentemente, podría seguir estando vivo de no ser por la fina capa de polvo que cubría sus facciones. Cuando soplé y desapareció parecía estar tan vivo como tú o como yo.

—¿Enterráis a vuestros muertos aquí? —pregunté a Pan Dan Chee, pero negó con la cabeza.

—¡No! —replicó—. Puede llevar aquí un millón de años.

—Tonterías —exclamé—. Se habría secado y convertido en cenizas hace milenios.

—Eso lo ignoro —me respondió Pan Dan Chee—. Había montones de cosas que los antiguos sabían y que hoy día son artes perdidas. Sé que el del embalsamamiento era una de ellas. Existe la leyenda de Lee Um Lo, el más famoso embalsamador de todos los tiempos, que cuenta cómo su trabajo era tan perfecto que ni siquiera el mismo cadáver sabía que estaba muerto; y en varias ocasiones se levantaban y caminaban durante los servicios funerarios. El fin de Lee Um Lo llegó cuando la esposa de un gran jeddak se dio cuenta de que no estaba muerta y se reintegró a la vida junto al jeddak y su nueva esposa. Al día siguiente Lee Um Lo perdió la cabeza.

—Es una buena historia —dije riéndome— pero espero que este tipo esté muerto porque voy a desarmarle; me pregunto si hace un millón de años, soñó alguna vez que algún día iba a ceder sus armas a un guerrero de Barsoom.

Pan Dan Chee me ayudó a enderezar el cadáver y desprenderle de sus cintos. Mientras lo hacíamos ambos estábamos sorprendidos por lo lisa y flexible que era la textura de la carne y de su temperatura normal.

—¿Supones que podemos habernos equivocado? —le pregunté—. ¿Pudiera ser que no estuviera muerto?

Pan Dan Chee se encogió de hombros.

—El conocimiento de las artes de los antiguos quedan fuera del alcance del hombre moderno —dijo.

—Eso no nos ayuda mucho —observé—. ¿Crees que este hombre pueda estar vivo?

—Su cara estaba cubierta de polvo —repuso Pan Dan Chee— y nadie ha estado en estos fosos durante miles y miles de años. Si no está muerto, debería estarlo.

Le hice un gesto de asentimiento y me coloqué los fantásticos cintos a mi alrededor con no poco trabajo. Desenfundé las espadas y la daga y las examiné. Estaban tan brillantes y relucientes como el día que las pulieron por vez primera, y sus bordes estaban afilados. Una vez más, me sentía un hombre entero, ya que la espada es parte de mí.

Mientras nos adentrábamos en el corredor, observé una luz lejana. Desapareció, casi al instante.

—¿Viste eso? —pregunté a Pan Dan Chee.

—Lo vi —dijo, y su voz era indecisa—. No debería haber luces aquí, ya que no hay gente.

Permanecimos con la mirada fija en el pasillo esperando que la luz se repitiera. No lo hizo, pero en la lejanía se escuchó una risotada cuyo eco recorrió el corredor.