III

Hay dos especies de thoats en Marte: el pequeño; una raza comparativamente dócil, empleada por los marcianos rojos que bordean los grandes canales de irrigación; y las grandes e indomables bestias que los guerreros verdes usan exclusivamente como cabalgaduras de guerra.

Estas criaturas miden cinco metros de altura hasta el hombro, tienen cuatro patas a cada lado y una cola ancha y aplanada, más grande en su extremo que en su nacimiento, que llevan erecta horizontalmente mientras corren. Sus bostezantes bocas dividen sus cabezas desde el hocico hasta el largo y macizo cuello. Sus cuerpos, cuya parte superior es de un color pizarra oscuro y extremadamente lisa y brillante, están completamente desprovistos de pelo. Sus vientres son blancos y sus patas pasan gradualmente del color pizarra de sus cuerpos a un amarillo vivo en los pies, que están abundantemente acolchados y sin uñas.

El thoat del hombre verde tiene la más abominable tendencia de todas las criaturas que he visto, sin exceptuar a los propios hombres verdes. Pelean continuamente entre ellos y pobre del jinete que pierda el control de su terrible montura; sin embargo, y aunque pueda parecer paradójico, se les monta sin riendas o brindas y sólo se les controla por medios telepáticos, lo cual, para mi fortuna, aprendí hace años cuando era prisionero de Lorquas Ptomel, jed de los tharcanos, una horda de marcianos verdes.

La bestia a cuya espalda iba montado era un demonio salvaje, creo que sentía aversión por mí, probablemente a causa mi olor. Intentó desmontarme, y al no conseguirlo echó hacia atrás sus enormes y abiertas fauces en un esfuerzo por agarrarme.

Hay, debo mencionar, un método auxiliar de control para cuando estas horribles bestias se ponen insoportables; que adopté en alguna ocasión, ganándome, con muy mala gana por su parte, la aprobación de los fieros tharks verdes, por controlar los thoats utilizando la paciencia y el cariño. Pero en aquellos momentos tenía poco tiempo para practicar esos sistemas ya que mi enemigo corría presuroso a través de la ancha avenida que conducía a las antiguas puertas de Horz y a los vastos fondos del mar muerto que quedaban más allá. De modo que me puse a golpear con fuerza la cabeza y el morro de la bestia con la empuñadura de mi espada hasta que la hice entrar en razón; entonces obedeció mis órdenes telepáticas, y salimos en su persecución a gran velocidad.

Era un thoat muy rápido, de los más rápidos que había conducido, y además llevaba menos peso que la bestia a la que queríamos alcanzar, así que pronto redujimos la distancia que me separaba del huidizo hombre verde.

Le alcanzamos en el mismo borde de la llanura sobre la que se construyó la ciudad; allí paró, giró su montura y se aprestó para la batalla. Fue entonces cuando empecé a darme cuenta de la maravillosa inteligencia de mi cabalgadura: casi sin que yo le dirigiera, se situó en la posición correcta para darme ventaja en el salvaje duelo, y cuando al cabo yo había conseguido una clara superioridad en la lucha, casi desmontando a mi rival, mi thoat se lanzó como un diablo enloquecido hacia la cabalgadura del guerrero verde, mordiéndole el cuello con sus poderosas mandíbulas mientras intentaba hacerla caer de rodillas con el peso de su salvaje asalto.

En ese momento fue cuando di el golpe de gracia a mi abatido y sangriento adversario, y, dejándole donde había caído, regresé para recibir los aplausos y los parabienes de mis nuevos amigos.

Rondarían la centena, y estaban esperándome en lo que en apariencia había sido una vez un mercado de la milenaria ciudad de Horz. No sonreían; parecían tristes y, mientras desmontaba, se congregaron a mi alrededor.

—¿Ha escapado el hombre verde? —preguntó uno de ellos, cuyos adornos y metales lo acreditaban como jefe.

—No —respondí—, está muerto.

Una gran exclamación de alivio salió de un centenar de gargantas. No comprendía porqué sentían tanto consuelo porque un simple hombre verde hubiera muerto.

Me dieron las gracias, formando un corro a mi alrededor mientras lo hacían, y sin embargo estaban serios y tristes. De repente, me di cuenta de que aquellas personas no eran amistosas, lo supe instintivamente, pero demasiado tarde. Se apretaban contra mí desde todos los lados de manera que no pudiera levantar ni siquiera un brazo y después, a una voz de su jefe, fui desarmado.

—¿Qué significa esto? —pregunté—. Por mi propia voluntad ayudé a uno de los vuestros que de otra manera habría sido asesinado. ¿Así me lo agradecéis? Devolvedme mis armas y dejadme marchar.

—Lo siento —dijo el que había hablado al principio—, pero no podemos hacer otra cosa. Pan Dan Chee, a quien ayudaste, ha implorado para que te permitiéramos seguir tu camino, pero esa no es la ley de Horz. Debo llevarte ante Ho Ran Kim, el gran jeddak de Horz. Allí todos suplicaremos por ti, pero nuestras súplicas no tendrán valor. Al final serás destruido. La seguridad de Horz es más importante que la vida de cualquier hombre.

—¡No estoy amenazando la seguridad de Horz! —repliqué—. ¿Porqué iba yo a ser un peligro para una ciudad muerta, que por otro lado carece absolutamente de importancia para el imperio de Helium, al servicio de cuyo jeddak, Tardors Mors ostento los correajes de un guerrero?

—Lo siento —se lamentó Pan Dan Chee, que se había abierto paso a empujones entre los opresivos guerreros para llegar junto a mí—; te llamé cuando montaste el thoat y saliste en persecución del guerrero verde y te dije que no volvieras, pero evidentemente no me oíste. Por ello tal vez muera, pero moriré orgulloso. Intenté persuadir a Lon Sohn Wen, quien capitanea este utan, de que te dejara escapar, pero fue en vano. Intercederé por ti ante Ho Ran Kim, el jeddak, pero me temo que no hay esperanza.

—¡Ven! —dijo Lon Sohn Weng—. Ya hemos perdido bastante tiempo aquí. Llevaremos al prisionero a presencia del jeddak. A propósito ¿cuál es tu nombre?

—Soy John Carter, príncipe de Helium y guerrero de Barsoom —respondí.

—Un orgulloso título, ese último —dijo—, pero nunca he oído hablar de Helium.

—Si aquí se me infringe daño alguno —contesté—, oirás hablar de Helium, si Helium lo averigua.

Fui escoltado a través de magníficas avenidas flanqueadas por bellos edificios a pesar de su deterioro. Creo que nunca he visto una arquitectura tan hermosa, ni construcciones tan perdurables. No sabía la antigüedad de aquellos edificios, pero había oído a los sabios marcianos decir que la raza dominante, los hombres de piel blanca y pelo amarillo, floreció plenamente hará cosa de un millón de años. Parecía increíble que sus obras existieran todavía, pero en Marte hay muchas cosas increíbles para el escéptico hombre de nuestra querida bola de polvo.

Por fin nos detuvimos frente a una pequeña puerta abierta en un colosal edificio con apariencia de fortaleza. No había más entrada que esa, por debajo de los setenta metros de altura a partir del suelo, donde había un balcón desde el que nos observaba un centinela.

—¿Quién viene? —preguntó de modo autoritario, aunque sin duda podía ver quiénes éramos y debía haber reconocido a Lon Shon Weng.

—Soy Lon Shon Weng, dwar al mando del primer utan de la guardia del jeddak, traigo un prisionero —respondió Lon Shon Weng.

El centinela pareció enfurecerse.

—Tengo órdenes de no admitir extranjeros —dijo—, y de matarlos inmediatamente.

—Llama al comandante de la guardia —ordenó Lon Shon Weng.

Al instante un oficial apareció en el balcón del centinela.

—¿Qué es esto? —dijo—. ¡Nunca se ha traído ningún prisionero!

—Esto es una emergencia —contestó Lon Son Weng—. Debo llevar a este hombre a presencia del propio Ho Ran Kim. ¡Abrid la puerta!

—Solamente si Ho Ran Kim lo ordena —repuso el comandante de la guardia.

—Entonces ve y obten la orden —dijo Lon Sohn Weng—. Di al jeddak que tenga la bondad de recibirnos cuanto antes a mí y a mi prisionero. Éste no es como los otros prisioneros que han caído en nuestras manos anteriormente.

El oficial penetró en la fortaleza, estuvo ausente durante unos quince minutos y, finalmente, la pequeña puerta se abrió y el propio comandante de la guardia les hizo pasar.

—El jeddak os recibirá —le dijo al uwar Lon Shon Weng.

La fortaleza era un enorme recinto amurallado en el interior de la ciudad de Horz. Evidentemente era prácticamente inexpugnable a cualquier ataque, a excepción de uno aéreo. En su interior había agradables avenidas, casas, jardines y tiendas. Gente alegre y ociosa se detenía para observarme con asombro mientras era conducido a través de un ancho bulevar que desembocaba ante un bello edificio. Era el palacio del jeddak Ho Ran Kim. A cada lado del portalón había sendos centinelas, sin un cuerpo de guardia aparente, y estos dos parecían más bien producto de una formalidad o mensajeros que una medida de protección, porque una vez en el interior de las murallas de la fortaleza ningún hombre necesitaba la protección de otro; como yo ya empezaba a averiguar.

Nos detuvimos en una antesala durante unos minutos mientras éramos anunciados. Después fuimos guiados a través de un largo pasillo hasta una sala de tamaño medio donde un hombre, solo, se hallaba sentado tras una mesa. Era Ho Ran Kim, jeddak de Horz. Su piel no estaba tan bronceada como la de sus guerreros, pero sus cabellos eran tan amarillos y sus ojos tan azules como los de estos.

—Esto es muy poco usual —dijo con voz pausada y bien modulada—. Sabes que otros horzanos han muerto por menos que esto, ¿verdad?

—Lo sé, mi jeddak —respondió el dwar—, pero ésta es una emergencia poco corriente.

—Explícate —dijo el Jeddak.

—Déjame explicarme a mí —interrumpió Pan Dan Chee—, pues después de todo la responsabilidad es mía. Yo le supliqué a Lon Shon Weng que se hiciera esto.

El Jeddak movió la cabeza.

—Habla —dijo.