II

Afortunadamente tomé tierra sin ser visto, oculto por una gran torre que se elevaba junto a la plaza que había elegido. Había observado que luchaban con espadas largas, así que desenfundé la mía mientras corría hacia donde tenía lugar la desigualdad pelea. El que el hombre rojo resistiera tan sólo unos instantes ante tal desventaja era una muestra de su habilidad con la espada, y esperaba que aguantase hasta que yo llegara; porque entonces tendría al mejor espadachín de todo Barsoom para ayudarle y la espada que había dado cuenta de miles de enemigos a lo largo y ancho de un mundo.

Encontré el camino desde la plaza en la que había aterrizado, pero sólo para verme frenado por una pared de quince metros en la que no se apreciaba abertura alguna. Indudablemente había una, lo sabía, pero mientras perdía tiempo en encontrarla mi hombre sería asesinado fácilmente.

El entrechocar de espadas, las imprecaciones, y los gruñidos de los combatientes me llegaban nítidamente desde el otro lado del muro que cortaba el paso.

Podía oír incluso la pesada respiración de los luchadores. Oí cómo los hombres verdes exigían la rendición de su adversario, y la desafiante respuesta de éste. Me gustó lo que dijo y la manera en que lo expresó, justo en la cara de la muerte. Mi conocimiento del comportamiento de los hombres verdes me aseguró que intentarían su captura con propósitos de torturarle mejor que matarle al instante, pero si iba a salvarle de tal destino tenía que actuar con rapidez.

Sólo había una manera de llegar hasta él, sin perder tiempo, y esa manera era practicable para mí gracias a la menor fuerza de gravedad de Marte y a mi gran fuerza y agilidad adquiridas en la Tierra. Simplemente saltaría espada larga en mano para colocarme junto al hombre rojo.

Cuando me lo propongo, soy capaz de saltar alturas increíbles. Quince metros no son nada para mí, pero esta vez calculé mal. Me encontraba a varios metros de la pared cuando tomé una corta carrerilla y salté. En lugar de caer en la parte superior del muro, como había planeado, la rebasé por completo pasando a unos cinco metros de altura sobre mi supuesto lugar de caída.

Debajo mío se hallaban los combatientes y aparentemente iba a aterrizar justo entre ellos. Estaban tan ocupados manejando sus espadas que no notaron mi presencia, por suerte para mí, ya que uno de los hombres verdes podría fácilmente haberme atravesado con su espada cuando caía.

El hombre a quien deseaba socorrer se veía duramente presionado. Resultaba evidente que los hombres verdes habían desechado la idea de capturarle e intentaban acabar con él, atravesándole con las espadas, cuando de pronto aparecí yo. Por una casualidad caí justamente sobre la espalda del hombre que iba a acabar con el guerrero rojo, y además caí con la punta de mi acero precediendo a mi cuerpo. Se le clavó en el hombro izquierdo y le atravesó hasta el corazón. Incluso antes de que cayera ya había plantado yo mis pies sobre sus hombros y tirando hacia arriba, desclavando mi espada de su espalda.

Durante un momento, mi súbita llegada les hizo descuidar su guardia, y en ese momento salté al lado del hombre rojo y afronté a sus restantes enemigos con mi espada manchada de la roja sangre del verde guerrero.

El hombre rojo me lanzó una rápida mirada, y al instante los hombres verdes que quedaban cayeron sobre nosotros. No hubo tiempo para pronunciar una sola palabra.

Uno de ellos lanzó una estocada hacia mí y falló. ¡Buen espadazo! Si hubiera acertado, tendría menos cabeza que un rykor. Fue una desgracia para él haber fallado, pues yo no lo hice. Corté horizontalmente con toda mi fuerza terrestre, que es grande en la Tierra e infinitamente mayor en Marte, su enorme cabeza. Mi espada larga, con un filo tan agudo como una cuchilla y de un acero que sólo Barsoom puede producir, pasó de lado a lado a través del cuerpo de mi antagonista, cortándole en dos partes.

—¡Bien hecho! —exclamó el hombre rojo, y de nuevo me inspeccionó con una rápida ojeada.

Con el rabillo del ojo atrapé una imagen momentánea de mi desconocido camarada, y en él vi a un experto espadachín. Me sentía orgulloso de pelear al lado de tal hombre. Para entonces habíamos reducido el número de nuestros antagonistas a tres. Retrocedieron unos pasos bajando sus espadas para tomarse un respiro. Yo ni necesitaba ni deseaba tomarme un descanso, pero observando a mi compañero vi que estaba exhausto; así que bajé mi espada yo también y esperé.

Fue entonces cuando pude fijarme bien en el hombre a quien había ayudado; y me llevé también una sorpresa: no era un hombre rojo, sino blanco, si es que alguna vez he visto alguno. Su piel estaba bronceada debido a su exposición al sol, como la mía, y eso al principio me confundió. Pero ahora veía que no tenía nada de marciano rojo. Sus correajes, sus armas, todo en él era diferente a lo que yo había visto en Marte.

Llevaba la cabeza cubierta, y eso es bastante raro en Barsoom. Su casco consistía en una banda de cuero que le recorría la cabeza de derecha a izquierda y una segunda que iba de la cara hasta la nuca. Estas bandas estaban detalladamente ornamentadas con bordados y joyas con metales preciosos. En el centro de la pieza que cruzaba su frente había añadido un macizo pedazo de oro con forma de cabeza de lanza con la punta hacia arriba, bellamente tallado y llevaba un extraño dispositivo rojo y negro.

Entre los atavíos de su cabeza se distinguía una melena de pelo rubio, cosa aún más sorprendente de ver en Marte. Al principio llegué a la conclusión de que debía ser un thern de las lejanas tierras polares; pero descarté ese pensamiento una vez que pude darme cuenta de que el pelo era suyo. Los thern son completamente calvos y llevan grandes pelucas amarillas.

También observé que mi compañero era extremadamente apuesto, por no decir bello de no ser por la feminidad que dicha palabra conlleva, y no había nada femenino en la forma de luchar de aquel hombre o en los fuertes juramentos que profería cuando le dirigía la palabra a un adversario. Nosotros, los guerreros, no somos muy dados a charlar, pero cuando sientes que tu sable parte un cráneo en dos pedazos o se hunde en el corazón de un enemigo entonces, algunas veces, no puedes evitar un juramento en tus labios.

Pero tenía poco tiempo para alabar a mi acompañante porque nuestros tres enemigos nos encimaban de nuevo. Supongo que luché ese día como siempre he luchado, tan bien como lo hice en esa ocasión. No presumo de mi habilidad en el combate, porque me parece que mi espada es inspirada por otra mente ajena a mí; ningún hombre podría pensar tan deprisa como se mueve mi acero, siempre al punto exacto y al tiempo exacto, como anticipándose al próximo movimiento de un adversario. Forma una red de metal a mi alrededor que pocos hombres han atravesado. Llena los ojos del enemigo de desconcierto, de dudas su mente y de miedo su corazón. Me imaginé que gran parte de mi triunfo se debe al efecto psicológico que mi esgrima ejerce sobre mis antagonistas.

Al mismo tiempo mi compañero y yo acabamos con sendos adversarios, y el guerrero que quedaba optó por huir.

—¡No le dejes escapar! —gritó mi camarada de armas mientras saltaba en su persecución al mismo que pedía ayuda en voz alta, algo que no había hecho cuando había estado tan cerca de la muerte ante las seis puntas de seis espadas.

Pero… ¿quién esperaba que respondiese a su llamada en esa ciudad muerta y desierta?, ¿por qué pedía ayuda cuando el último de sus enemigos huía desesperadamente? Yo estaba hecho un lío, pero una vez inmerso en aquella extraña aventura creí que lo menos que podía hacer era llegar a su final, así que yo también salí en persecución del fugitivo hombre verde.

Cruzó el solar donde habíamos luchado y se metió por un camino que describía un gran arco y que le condujo a una ancha avenida. Le seguía de cerca, sin perderle de vista a él ni al guerrero verde. Entré en la avenida donde vi por lo menos un centenar de guerreros que salían de un edificio cercano. Eran hombres blancos y de rubios cabellos y vestían como mi combativo compañero, a quien se unían en persecución del hombre verde. Iban armados con arcos y flechas; enviaron una andanada de proyectiles tras el fugitivo enemigo a quien no podían dar caza quedando pronto fuera del alcance de sus armas.

El espíritu de aventura es tan fuerte en mí que a menudo me dejo llevar por él, a pesar de los dictados de mi sentido común. Aquella situación no era asunto mío; había hecho ya todo, e incluso más de lo que podría esperarse de mí, y sin embargo salté a espaldas de uno de los thoats que quedaban y salí en persecución del guerrero verde.