De vez en cuando, las viejas heridas del combate con Thouk, la lanzada entre las costillas y el pulgar amputado, se le despiertan. Sus piernas ya no le sostienen. Está sentado en su mecedora. En lo hondo de su viejo cerebro resuena la frase de Pasteur, como una exhortación: «Si pasara un día sin trabajar, me sentiría como si hubiera cometido un robo». Yersin tiene una última idea. La observación de las mareas.
Él terminará su feliz vida de solitario en medio de la simplicidad de los días, con una insaciable curiosidad. Es como Kant en Königsberg, pero sin los problemas con los álamos y los pichones del vecino. Él es dueño del terreno y del paisaje. Desde la terraza de la gran casa cuadrada se ven, a mano izquierda, la desembocadura del río y la montaña que desciende hasta las olas, y a mano derecha, kilómetros de playa. Es la posición ideal para estudiar las mareas, en el ángulo recto que forman el estuario y el mar. Yersin consigna las referencias lunares y mide el estiaje y los coeficientes, las subidas del agua; hace fabricar escalas graduadas, que son colocadas en medio de la corriente y en cuyas puntas hace suspender lámparas. Sentado en su mecedora, con el cuaderno sobre las rodillas y unos prismáticos de marino, observa las luces en la noche.
El almirante Decoux, gobernador general de la Indochina invadida, retirado en Dalat, le hace llegar las efemérides de la marina. Decoux se aburre. Ha abandonado el palacio Puginier de Hanói para no seguir viendo a los samuráis pavoneándose por la ciudad. Ha instalado su despacho en el Lang Bian Palace, delante de las aguas del lago. Es pequeño para un almirante, un lago, es humillante. Mientras las bombas explotan por todo el planeta y los tanques aliados que han tomado Kufra enfilan hacia el norte, mientras los pilotos kamikazes se arrojan en picado contra los destructores americanos y el Ejército Rojo rompe el frente alemán y avanza hacia Polonia, Pétain es confinado en el Hotel du Parc de Vichy y Decoux en el Lang Bian Palace de Dalat, delante de las aguas del lago. La grandeza de Francia parapetada en sus ciudades balnearias como una ociosa agüista en albornoz blanco y sandalias bajo el artesonado. Hay que ocuparse en algo.
Decoux manda destruir las molduras y la decoración estilo Belle Époque que adornaban el Palace. Exige que se haga lo mismo en el teatro de Saigón, en la plaza Francis-Garnier, que más tarde se convertirá en la Asamblea Nacional. Que se acabe con toda esa blandenguería rococó, de indudable inspiración judía o francmasónica, que habría arrastrado a Francia al precipicio si no hubiera sido por el Mariscal. Él quiere el ángulo estricto, la sobriedad, la austeridad al gusto alemán. Son esos caprichos de la Historia y esa ceguera los que llevarán a Francia, diez años más tarde, a embellecer el golf de Dalat mientras tiene lugar la batalla de Dien Bien Phu. Con la idea de que el Estado Mayor se sentiría feliz de disfrutar de un pequeño recorrido después de la victoria. Dalat, la ciudad utópica, levantada sobre la página verde y virgen del Lang Bian, que un día se soñó con convertir en capital de toda Indochina, es ahora un islote despreciado incluso por los japoneses. El almirante recorre los pasillos del palacio vestido de estricto uniforme blanco de gala, pero bien podría hacerlo en pijama. Se preocupa por las reservas de coñac y de champán que habrá que arrojar al fondo del lago a la vista del primer samurái. Al igual que se sabotea un navío para no entregarlo al enemigo. Él sabe lo ocurrido en Toulon y en la batalla de Mers el-Kebir durante la guerra. Pero los japoneses siguen sin llegar.
No será sino dos años más tarde, seis meses antes de Hiroshima y seis después de la liberación de París, cuando las tropas de Hirohito, derrotadas en todos los frentes, se lancen con furia al asalto de los cuarteles franceses, que hacía cinco años que les esperaban y que desde hacía mucho habían bajado la guardia. Los japoneses masacrarán a los militares e internarán a los civiles en campos de concentración. De momento, el personal indígena, obsequioso durante el día, pasa información durante la noche al Vietminh. Rebusca en la papelera y en la mesa del despacho del almirante, encuentra el último correo de Yersin, previene a la guerrilla de que los imperialistas estudian las mareas en Nha Trang y quizá preparan el desembarco.
Unos días antes de su muerte, Yersin agradece al almirante de agua dulce el envío de las efemérides. Es su última carta. «Me permitiré comunicarle los resultados de estas observaciones, en forma de diagrama, cuando haya reunido un número suficiente». Pronto cumplirá ochenta años. Sospecha que le están preparando a sus espaldas alguna ceremonia. Entre las observaciones con prismáticos, que realiza junto con su asistente Tran Quang Xe, traduce a los griegos. Su única publicación póstuma no será autobiográfica: es Jacotot quien escogerá uno de esos títulos posrimbaudianos que tanto les gustan a los pasteurianos: Diagramas de los niveles de las mareas anotados en Nha Trang, trazados a partir de los niveles observados por el Dr. Yersin delante de su casa en Nha Trang. Jacotot lo enviará al Bulletin de la Société des études indochinoises.
A medianoche, a las seis de la mañana y luego a las seis de la tarde, Yersin anota las observaciones y llena las columnas de su cuaderno, que está hoy en el pequeño museo de Nha Trang. Quizá se adormece. Se siente un poco entre brumas. Con frecuencia morir es muy doloroso. Lo ha visto en los hospitales. Siente que flota en el ruido de las olas. A bordo de una barca de pesca normanda o en un camarote de primera clase, todo cobre y madera barnizada, del Oxus, del Volga o del Saigon. Es la lenta subida de las aguas oscuras, como un murmullo. El agua salada chapotea en la desembocadura del río y se mezcla con el agua dulce. Siente somnolencia y una extraña tristeza que le inunda dulcemente, que sube como el mar. Quizá una frase de Pasteur: «Es principalmente mediante procesos de fermentación y de combustión lenta como se cumple esta ley natural de la disolución y del retorno al estado gaseoso de todo lo que ha estado vivo».
He ahí la explicación de tanta emanación de sueños. Los pescadores encienden sus lámparas y salen a mar abierto. Si alguno se hiere, le pondrán la vacuna contra el tétanos, la tienen en el frigorífico. Mañana habrá pescados relucientes sobre el hielo y camarones moviéndose en el fondo de las nasas. Las luces bailan sobre el mar o detrás de sus párpados. Tiene una nueva idea. Mañana comerá camarones o estará criando malvas. Se pregunta si hizo bien al pensar en aclimatar las malvas en Hon Ba. Su pensamiento es ahora un poco confuso, es una lenta inundación, el agua negra y el murmullo de la marea bajo la gran medalla blanca de la luna. La subida del agua alcanza los fusibles de su taller eléctrico. Tendría que apretar el interruptor, levantarse, abandonar la mecedora. Es imposible. Son los breves chispazos del cortocircuito. La explosión de una vena en el cerebro. Es la una de la mañana. La luz se ha apagado.