Más que sobre su vida, sin duda a él le gustaría que se escribiera de eso, de la pequeña banda que rodeó a la ciencia en persona, a la levita negra y la corbata de pajarita. La pequeña banda que se va a pasteurizar el mundo y a limpiarlo de microbios. Muchos son huérfanos o apátridas que se procuran un padre o, de pronto, una patria. A parte de eso, son temerarios, aventureros, porque en esa época era tan peligroso acercarse a las enfermedades infecciosas como hacer despegar un avión de madera. Una banda de solitarios. Con broncas brutales y amistades indefectibles. Un grupúsculo de activistas de la revolución microbiana.
Ellos son brasas incandescentes de la potente explosión del volcán de París, que caen más allá al azar sobre desiertos y selvas. Hombres jóvenes y con coraje que cierran sus baúles llenos de probetas, autoclaves y microscopios, se montan en trenes y navíos y se abalanzan contra las epidemias. Es algo caballeresco y pasteurial. La jeringa blandida como una espada. Hidalgos desarraigados, exiliados, provincianos y extranjeros que se marchan a recorrer el mundo. Desde París, Roux, el huérfano de Confolens, está al timón y centraliza los descubrimientos. Como en una hermandad. La banda de Pasteur está en competencia por todas partes con la de Koch y hay que ganar velocidad. Aún hay espacios en blanco en los mapas y enfermedades desconocidas. Todo es posible todavía y el mundo médico es un mundo nuevo. Eso no durará. Lo saben bien. Están en el momento justo para tener su apellido en latín pegado al nombre de un bacilo. Aplican el método pasteuriano, que se puso a punto con la rabia. Tomar muestras, identificar, cultivar el virus y atenuarlo para obtener la vacuna. Se benefician de la aceleración de los medios de transporte, del vapor que les permite estar en el lugar en el que una epidemia aparece. En unos años, plagas que eran como monstruos homéricos son fulminadas, una tras otra: la lepra, la fiebre tifoidea, el paludismo, la tuberculosis, el cólera, la difteria, el tétanos, el tifus, la peste…
Muchos se dejan en ello la piel. Roux se traslada a Egipto para estudiar allí el cólera en compañía de Louis Thuillier. Éste, que ha obtenido la primera plaza de profesor agregado de física, viene de regreso de una campaña de vacunación en Rusia. Tiene veintiséis años, ya ha descubierto el bacilo del mal rojo porcino y firma junto con Roux, Pasteur y Chamberland el texto Nuevos hechos de utilidad para el conocimiento de la rabia. A su llegada a Alejandría contrae el cólera y sucumbe. Sedán y los políticos están lejos. Es hora de una tregua. Los equipos de los dos bandos confraternizan. Según el testimonio de Roux, en una carta que envía enseguida a Pasteur, «el señor Koch y sus colaboradores han venido cuando la noticia ha empezado a correr por la ciudad. Han tenido hermosas palabras para la memoria de nuestro amigo muerto». Y, antes de describir el bacilo del cólera, porque esta vez es él quien lo consigue, añade: «el señor Koch sostenía una de las esquinas del paño fúnebre. Hemos embalsamado a nuestro camarada y lo hemos acostado en un féretro de zinc sellado». Descansa en paz, camarada. Únete a Pesas y a Vinh Tham, muertos por la peste en Nha Trang, y a Boëz, dormido para siempre en Dalat.
A la muerte de Pasteur, la pequeña banda de apóstoles laicos se dispersa por todos los continentes y abre Institutos, propaga la ciencia y la razón. No paran de enviarse correos de un rincón a otro del mundo, al azar de los navíos que parten. Cartas escritas de un tirón con pluma, en la lengua positivista de la Tercera República, con impecable sintaxis. Si no todos son Michelet, al menos son Quinet[13]. Científicos letrados que saben que alma, arma y arte son palabras femeninas en plural. Como los marinos, ellos dan su nueva posición. Calmette en Argel, luego en Saigón, después en Lille. Carougeau abandona Nha Trang para in a Antananarivo. Loir, después de Sidney, crea el Instituto Pasteur de Túnez y estudia la rabia en Rodesia, antes de partir a enseñar biología en Montreal. Nicolle está en Estambul, donde le sucede Remlinger antes de irse a Tánger. Haffkine, el judío de Ucrania, abre un laboratorio en Calcuta. Wollman, el judío de Bielorrusia, es enviado a Chile. Después de muchos años en la Guayana Francesa, Simond cierra la historia de la peste en Karachi y parte a Brasil, para estudiar la fiebre amarilla.
En Nha Trang, los telegramas han ido informando a Yersin de la muerte de todos sus viejos amigos y de la dispersión de los supervivientes más jóvenes. Como Roux, él no tendrá descendencia, salvo la mítica. Los huérfanos de Confolens y de Morges han elegido a Pasteur como padre espiritual y sus hijos serán espirituales. Los ayudantes de laboratorio se convertirán en investigadores. Yersin es demasiado viejo en un mundo que ya no es el suyo. Es el último colaborador todavía vivo de Pasteur. Él no escribirá sus memorias. Este libro no le habría gustado. Para qué me meto.
Habría que escribir de la cadena, mejor que de los eslabones. Una cadena de siglo y medio de longitud. Pasteur escoge a Metchnikoff, que escoge a Wollman, Eugène Wollman, quien a su regreso de Chile trabaja sobre los bacteriófagos del bacilo de Yersin antes de ser deportado a Auschwitz, mientras su hijo entra en la Resistencia. Después de la guerra, éste, Élie Wollman, es elegido por André Lwoff y trabaja en su laboratorio con François Jacob, que se había unido a las Fuerzas Francesas Libres en Londres y combatido desde Libia hasta Normandía. Ellos retoman los trabajos de Eugène Wollman. Jacob recibe el Nobel, junto con Lwoff y Monod. Este último había explorado Groenlandia, con Paul-Émile Victor, en los años treinta, antes de unirse a la Resistencia. Veinte años después del Nobel, Lwoff escribe su artículo «Louis-Ferdinand Céline y la investigación científica», porque, como sucede en todo grupúsculo de activistas, se haga lo que se haga, así se intente escapar de él lo más lejos posible como Yersin, o denigrarlo como hace Céline, traicionándolo y pasándose a la literatura, nunca se escapa a la vigilancia del grupúsculo.
Éste será el último enigma de la vida de Yersin. La literatura. No se descubrirá hasta después de su muerte, cuando se clasifiquen sus archivos. Él ha metido la nariz en la literatura y ahí está, también él sometido a su adicción. Ahora sabe, como Rimbaud, que «eso no quiere decir nada». Rimbaud viene del latín y es ahí donde termina Yersin su vida. La adicción última es más fuerte que la cocaína, que fue su único fracaso comercial.
Jacotot descubrirá su pequeño taller clandestino de traducción al poner orden en su despacho. Los libros y los folletos, y sobre las portadas la lechuza o la loba. Octogenario, Yersin reanuda el estudio del latín y del griego, tapando la página izquierda. Traducir es como escribir una biografía. La invención coartada y, no obstante, la libertad del violín delante de la partitura, el golpe del arco, el vuelo ligero de la prima y el ritmo sordo de los graves. Sorprendido, Jacotot consigna el inventario con devoción: Fedro y Virgilio, Horacio, Salustio, Cicerón, Platón y Demóstenes. Sin duda, Yersin ve en ellos esos valores antiguos que fueron los suyos, la simplicidad y la rectitud, la calma y la mesura. Ahora siente el placer de la literatura y, como siempre, el de la soledad.