ALEXANDRE & LOUIS

A los dieciocho años, este hijo de una costurera del pasaje Choiseul se alista por tres años. Es destinado al 12.º de Coraceros con guarnición en Rambouillet y accede al modesto grado de sargento. Así tiene cama y comida, por supuesto, pero no es una buena idea. Enseguida llega el 14 y a los veinte años se encuentra con una medalla militar y una invalidez del setenta y cinco por ciento. Eso le vale que su retrato aparezca en la portada de L’Ilustration. Al menos, no verá Verdún. El héroe anglófilo es despachado a Inglaterra. Se traslada a Camerún, de donde han expulsado a los alemanes, y ejerce de aventurero para la compañía del Ubangui-Sangha: llega a Bikobimbo después de tres semanas de marcha. Allí contrae el paludismo y la disentería.

Louis-Ferdinand Destouches ha conocido en África aquello que Yersin descubrió en Asia y sobre lo que escribió a Fanny. «Esta especie de libertad salvaje que uno disfruta no puede ser comprendida en Europa, donde todo está tan regulado por la civilización».

Estos dos están perdidos para Europa.

Después de la guerra, al inicio de los años veinte, el futuro Céline, estudiante de medicina, obtiene una beca de prácticas en el Instituto Pasteur. Le envían a estudiar algas y bacterias a Roscoff, en compañía del joven André Lwoff, que tiene entonces dieciocho años. Louis-Ferdinand Destouches prepara su tesis sobre Ignace Semmelweis, el médico higienista húngaro, el prepasteuriano, el genio incomprendido que es internado en un hospital psiquiátrico donde se rebela y muere a causa de los golpes del personal. Porque así es el genio, o lo uno o lo otro, o el oro y los mármoles y el Panteón o la camisa de fuerza, y se necesita muy poco para eso. En su tesis, Céline escribe en buen pasteuriano su homenaje a la levita negra y a la corbata de pajarita. «Pasteur, con una luz más potente, instauraba cincuenta años más tarde la verdad microbiana de una manera irrefutable y total».

Destouches se convierte en médico higienista al servicio de la Sociedad de Naciones de Ginebra, y cumple diversas misiones en Estados Unidos, Canadá y Cuba. Puede que por un tiempo sueñe con una carrera científica, con un Nobel, pero después lo deja de lado. Mejor se va a dinamitar la novela, como Rimbaud había dinamitado la poesía. Abre una consulta en el arrabal parisino y por la noche se pone a garrapatear sus cosas, no quiere oír hablar más de la investigación médica. Y uno piensa en el Yersin de la época de las incesantes solicitudes de Calmette y Roux: «Y por otro lado, además, está mi firme intención de no volver al Instituto Pasteur».

En la novela, Louis Pasteur se transforma en Bioduret Joseph. Un médico de arrabal regresa de las carnicerías, los lodazales y las alambradas de la guerra del 14, y vive la vida de los pobres, que es la misma antes o después de la victoria, antes o después de los monumentos y las banderas y las mentiras de la política. El niño Bébert va a morir. «Hacia el diecisiete de septiembre me dije que a pesar de todo haría bien en ir a preguntar qué piensan de un caso de tifoidea de este género en el Instituto Bioduret Joseph».

La descripción del Instituto es catastrófica. El médico de arrabal habla de la guarrería y el pestazo en medio de los cuales los ayudantes de laboratorio aprovechan el gas gratuito para calentar a fuego lento sus potajes, entre «pequeños cadáveres de animales destripados, colillas de cigarrillos, mecheros de gas mellados, cajas y tarros con ratones ahogándose dentro». Los pasteurianos quizá griten ante el escándalo y la traición, pero también se puede recordar cierta frase de Yersin: «La vida que se lleva en el laboratorio me parece imposible una vez que se ha probado la libertad y la vida al aire libre».

El médico se encuentra con el viejo sabio desengañado Parapine, que fue su maestro en el tiempo en que todavía creía. Con el sobretodo negro sobre sus hombros caídos y cubiertos de caspa, y el bigote blanco amarilleado por el tabaco, éste se burla de su joven y ambicioso auxiliar. «El menor de mis gestos le embriaga. Por otra parte, ¿no sucede lo mismo en todas las religiones? ¿No hace una eternidad que el sacerdote piensa en cualquier cosa menos en ese buen Dios en el que su pertiguero cree todavía… y con una convicción de hierro?»

Yersin: «Las investigaciones científicas son muy interesantes, pero el señor Pasteur tenía toda la razón cuando decía que, salvo que se sea un genio, hace falta ser rico para trabajar en un laboratorio, so pena de llevar una existencia miserable aun cuando se tenga cierto renombre científico».

Céline: «Por ese Bioduret muchos jóvenes optaron desde hace medio siglo por la investigación científica. Con tantos fracasos como al término del Conservatorio. Y, por otra parte, al cabo de unos años todos terminaron por parecerse a quienes no tuvieron éxito».

El joven médico contrariado va a ver «la tumba del gran sabio Bioduret Joseph, que se encontraba en los propios sótanos del Instituto, entre oros y mármoles. Fantasía burgués-bizantina de gusto sublime». La cripta y los mosaicos que el viejo Joseph Meister, ocho años antes de la aparición de la novela, no quiso ver profanados cuando los alemanes entraron en el Instituto.

¿Qué le pasó por la cabeza a éste, antes de la última bala? ¿Y por qué se trajo de la guerra del 14 aquel viejo pistolón? ¿Por qué desde hace más de veinte años lo limpia y engrasa, lo envuelve en un paño y lo guarda en un cajón? Seguramente, pensaba que el arma tenía que ver con su oficio de portero, de guardián del templo, de última muralla. Quizá, como alsaciano, sabía que la victoria era provisional y un día volvería la jodienda. Que así vigilaría mejor los restos de Pasteur, muerto desde hacía cuarenta y cinco años. Los alemanes se ríen del anciano que pretende cerrarles el paso, como si se creyera él solo más poderoso que la línea Maginot. Le apartan, le empujan. Descienden los escalones hacia el oro y los mármoles. El viejecito se larga. ¿Vuelve a ver al perro, sus colmillos, la espuma blanca que chorrea por el hocico? La detonación. Los alemanes retiran los pestillos de seguridad de sus metralletas, ladran órdenes, corren por las escaleras. Se enteran de que el anciano que yace ensangrentado no ha cumplido en su vida más que una misión: haber sido el primero en salvarse de la rabia. Ser la prueba de la teoría pasteuriana. Una cobaya.