EL REY DE LA QUININA

Los árboles de la quinina tienen quince años y dan una gran producción. El siglo tiene treinta años y Yersin sesenta y siete. Son muchas toneladas de quinina por año. Como con el caucho, todo está sometido a los imprevistos climáticos y zoológicos. «En este momento tenemos en Suoi Giao una gran manada de elefantes salvajes que nos causan muchos destrozos, estropean la carretera y destruyen la línea telegráfica».

En este año 30, un revolucionario desconocido, que ha cambiado de nombre muchas veces y actualmente se hace llamar Ho Chi Minh, y que diez años antes asistió en el Congreso de Tours a la creación del Partido Comunista francés, funda en la clandestinidad el Partido Comunista indochino. En la época en que se llamaba Nguyen Ai Quoc, estudió en Francia y vivió un tiempo en Londres y en Le Havre. Ha sido cocinero en los paquebotes y puede que Yersin se lo haya cruzado en alguna de sus travesías. Tiene ya esa delgadez de bambú y la sonrisa radiante, pero todavía no la perilla a lo Trotski. Yersin no cree ni por un momento en la cantinela revolucionaria. Matar a los hombres para hacer vivir los sueños. No como el joven Rimbaud, autor de un Proyecto de constitución comunista cincuenta años antes del Congreso de Tours. Lo que le debería haber valido a título póstumo el carnet número cero del Partido. En este año 30, Doumer, el socialtraidor, es presidente del Senado. El pasteuriano Boëz se inocula por accidente la fiebre tifoidea. Boëz, dormido para siempre en Dalat, se une en los Archives de l’Institut Pasteur d’Indochine a los combatientes caídos en el frente de la bacteriología.

Al año siguiente tiene lugar en París la Exposición Colonial, cuyo patronazgo es confiado al viejo Lyautey. En el bosque de Vincennes se levanta una réplica del Angkor Vat. Yersin y Lambert no se desplazarán, pero publican para la ocasión un folleto sobre el cultivo de los árboles de la quinina, cuyo estilo es, una vez más, el de una sutil poesía: «La acción de los fosfatos de Tonkin, el ácido fosfórico poco soluble, no está clara. El potasio, bajo la forma de sales de Alsacia, sólo ha tenido un débil efecto. La cal parece no haber obrado favorablemente aunque el terreno fue desprovisto de este elemento. La cianamida y el nitrato de calcio han tenido una acción netamente perjudicial, muchas cepas de esa serie han perecido, y las que no, se desarrollaron con retraso respecto de las otras series». Es casi tan vivo como un verso de Cendrars que bien podría ser una biografía de Yersin: «Gong tam-tam zanzíbar bestia de la jungla rayos-X exprés bisturí».

Después, Lambert muere a los cuarenta y seis años. Alrededor de Yersin comienza la hecatombe. Redacta la necrológica de su amigo para los Archives. La amistad es el único sentimiento que es paradójicamente racional y que no es una pasión. Yersin, en su dolor, recuerda cómo fue «conquistado por las cualidades del compañero de trabajo y del amigo». El retrato de un amigo es siempre un autorretrato, uno le atribuye las virtudes que le gustaría encontrar en el espejo: «Hombre de carácter y con sentido del deber, no prestaba su amistad más que tras un buen tiempo, pero, a partir de ahí, permanecía fiel, con rectitud, con una firmeza tranquila, dispuesto a todos los sacrificios».

Porque, a fin de cuentas, se haya obtenido o no la vacuna contra la peste, uno sabe que no hay vacuna contra la muerte de los amigos y que todo es un poco en vano. Se podría confiar en un triunfo ejemplar. Pero quizá no. Los tabiques de su razón son desde la infancia impermeables a la pasión. De acero inoxidable. El corazón del reactor nunca franqueará el recinto que lo confina, si no, al menor fallo, sucedería la catástrofe, la explosión, la aniquilación, la depresión, la melancolía o, todavía peor, las nimiedades de la literatura y de la pintura; de ahí esos antojos científicos que el pensamiento, con semejante presión sobre la válvula, proyecta a toda marcha, inventa en todos los terrenos. Al ritmo de los esporádicos chorros de su movimiento rotatorio. Y, sin duda, a Yersin le importa poco que su nombre esté o no en lo alto del cartel. Sin duda, hace todo eso porque está claro que el olmo no da peras.

Ya están en lo alto del tobogán de la próxima guerra mundial. Yersin envía a Francia su texto Algunas observaciones de electricidad atmosférica en Indochina, publicado por la Academia de Ciencias, sin saber que está haciendo poesía de la ahora llamada futurista. Doumer es elegido presidente de la República. Yersin sigue poniendo distancia y altura en Hon Ba. El mundo se agita a sus espaldas. A él no le interesa. Cree que podrá ignorar siempre todas esas porquerías de la Historia y de la política. Si lo hubiera leído, habría suscrito el individualismo de Baudelaire, según el cual sólo puede haber progreso verdadero en el individuo y por el individuo. Yersin es un hombre solo. Sabe que nada grande se ha hecho nunca en multitud. Detesta el grupo, en el que la inteligencia es inversamente proporcional al número de miembros que lo componen. El genio es siempre único. Un comité tiene la lucidez de un hámster. Un estadio, la perspicacia de un paramecio.

Una noche, oye por la radio que Doumer acaba de ser abatido a tiros por el médico ruso Pavel Gorgulov, de quien nunca se sabrá bien si fue un loco o un fascista.

Doumer era amigo de escritores y Loti le había dedicado su Peregrino de Angkor. El día de su asesinato, está a su lado Farrère, que fue amigo de Loti y, como éste, marino en el Bósforo. El académico Farrère, que obtuvo el premio Goncourt antes de la guerra con Los civilizados, cuya acción transcurre en Saigón. Farrère, quien en este asunto también se lleva un tiro en el despacho, pero que se repondrá, según dice la radio. Ha pasado mucho tiempo desde que Doumer y Yersin escalaron juntos las colinas hasta la meseta de Lang Bian para fundar allí Dalat. Mucho desde que el huérfano de Morges y el huérfano de Aurillac remontaron juntos el Mekong, de Saigón a Phnom Penh.

Cincuenta años antes, en Aurillac, los criadores de borregos habían invitado a Pasteur para agradecerle que les hubiera librado del carbunco. Le ofrecieron una gran copa esculpida en la que aparecían los emblemas del microscopio y la jeringa. A la sombra de los plátanos engalanados, delante de la banda formada y de algunos borregos premiados en los círculos de labradores, el alcalde tomó la palabra y se dirigió al hombre de levita negra, corbata de pajarita y ojos azules: «Nuestra villa de Aurillac es muy pequeña y aquí no encontrará usted esa población deslumbrante que habita en las grandes ciudades, pero encontrará inteligencias capaces de apreciar las buenas acciones que usted ha hecho y de conservar el recuerdo de ellas». Entre el pequeño gentío reunido estaba el huérfano Doumer, joven profesor de matemáticas. Y conservó el recuerdo de aquel día hasta el punto de fundar, veinte años más tarde, el complejo sanitario de Hanói y de colocar a su cabeza al pasteuriano Yersin.

En este mismo año de 1932, el del asesinato de Doumer, Émilie muere en Suiza en medio de sus cajas de gallinas y con ello termina la correspondencia. En este mismo año de 1932, un antiguo médico pasteuriano, un pasteuriano renegado, convertido en escritor, en novelista, publica su Viaje al fin de la noche.