Éste es el verdadero invierno. No ese sucedáneo de invierno que se ha armado en Hon Ba y que ha terminado por considerar el invierno de Lausana. Hace un frío que pela. Han echado sal a las aceras. Yersin es un hombre de más de sesenta años vestido con un sobretodo negro, que lleva sombrero y bufanda. Durante los siete años en que no ha venido a Europa no ha usado esa indumentaria ni se ha puesto guantes.
Reanuda sus paseos lentos por París, acompañado por la pequeña nube de vapor de su aliento. Había olvidado todo eso, que ahora le recuerda su infancia al borde del lago. Sonríe, duda al atravesar los bulevares ante la profusión y la velocidad de los automóviles taxis, también éstos seguidos por el penacho blanco de sus escapes de gas en el aire helado. Piensa en todo el dinero que habría podido amasar su amigo Serpollet. Mira los neumáticos, algunos de los cuales están hechos con caucho de Suoi Giao. Hay decoraciones que parpadean en los árboles sin hojas. Yersin había oído hablar en la radio sobre esta modernidad y este frenesí que sucedían, según se decía, a la carnicería de la última de las últimas guerras. Esta mitad de los años veinte a la que llaman los Años Locos. La gran torre de hierro está iluminada y Yersin recuerda haber seguido su construcción y su posterior inauguración, cuatro años antes de su llegada a París, el verano en que él se avino a reemplazar a Roux en el curso de microbiología. Fue el verano del centenario. Aquí siente más que en Nha Trang el peso de la Historia o quizá es tan sólo el peso de su vida sobre sus hombros. Tiene la edad que tenían Wigand y Pasteur cuando los conoció en Marburgo y en París. Recorre la plaza de la Concorde, que un día fuera la plaza de la Revolución y de la discordia, y se va al muelle de la Mégisserie a mirar animales. Hace demasiado frío. Han guardado las jaulas en el interior.
Aunque nunca ha hecho diferencias entre él mismo y el Instituto, desde que a los ingresos por las vacunas veterinarias se suman los del caucho y la quinina, Yersin es un hombre rico. Abusa poco de ello. Escoge granos y bulbos en casa de Vilmorin: yaros y begonias, amarantos cresta de gallo y petunias, ciclámenes, rascamoños, dalias, retamas de España y adormideras rojas. Hace enviar un lote a Marsella, al muelle de las Mensajerías, y otro a Suiza, un ramo para su hermana. Regresa al hotel. Los nuevos habituales del Lutetia le son desconocidos. Entre ellos hay escritores de moda. André Gide, cuando no está en el Congo, y Blaise Cendrars, cuando no está en Brasil. Los dos ascensoristas son gueules cassés, mancos, mutilados de guerra con el pecho lleno de medallas. Durante siete años, Yersin no ha visto París. Durante siete años, no ha visto los rostros de aquéllos a quienes quiere: Calmette y Roux en Francia, Émilie en Suiza. Es demasiado tiempo. Está un poco perdido.
Por la mañana, atraviesa la calle delante del hotel y desciende las escaleras de la estación de Sèvres-Babylone, compra un billete de primera clase y toma la línea doce, que todavía es conocida como la Norte-Sur. Va directa al Instituto. «En el metro, que tomo a menudo, el barullo es indescriptible. En los bulevares la masa es densa y forma una corriente ininterrumpida. En el barrio del Instituto Pasteur la animación es menor y uno se cree casi en el campo». Por esas calles en calma es por donde prefiere reanudar sus paseos. Por la calle Dutot y la calle de Volontaires, y por las transversales y paralelas: la calle Mathurin-Régnier, la calle Plumet y la calle Blomet. La comuna de Vaugirard se integró en París durante el Segundo Imperio, en el año 60 del otro siglo, el año en que Mouhot descubrió los templos de Angkor, el año en que Pasteur escalaba el Mar de Hielo. Veinticinco años más tarde, una suscripción internacional había permitido comprar algunas hectáreas de parcelas hortícolas para levantar en ellas el Instituto, en medio de campos de coles.
A mitad de estos años veinte, a dos pasos de los jergones blancos y asépticos, de las jeringas desinfectadas y los microscopios, del orden y la limpieza de los laboratorios, de los oros y mármoles negros de la cripta bizantina, las chabolas y las fábricas se han convertido en talleres de artistas alrededor del Bal Nègre. En las fábricas destruidas durante la guerra —reconstruidas más lejos, en los arrabales donde los industriales, que precisan de mano de obra tras la gran carnicería de guripas, amontonan a trabajadores norteafricanos— quienes se instalan son artistas que aún no tienen acceso al Lutetia y que sin duda no lo tendrán jamás. Desconocidos que las pasan canutas. Todas esas nimiedades de la pintura y la literatura. La pequeña banda de la calle Blomet. El hombre del sobretodo negro seguramente se cruza con Masson, Leiris, Desnos o Miró en la estación Volontaires: jóvenes con chaquetas americanas que se bajan de los vagones de segunda clase. «La estación de Volontaires y las famosas entradas del metro me recuerdan al gran Gaudí, que tanto me ha influido», escribirá un día el pintor catalán, cuando también él esté de moda.
El fantasma del futuro, el hombre del cuaderno de piel de topo que sigue a Yersin como su sombra y que también ha desembarcado procedente de Nha Trang, acompaña a Yersin en sus paseos por París, con los pies helados. Como realmente hace demasiado frío, los dos hombres empujan la puerta de entrada del Select, en la calle Plumet, un bistró fuera del tiempo cuya decoración debe de ser la misma desde los años veinte. Ambos piden café.
El fantasma del futuro ha copiado en su cuaderno algunas frases de Robert Desnos y se las muestra a Yersin: «El paseante que por la tarde vague por la calle Blomet puede ver, no lejos del Bal Nègre, un gran caserón derruido. Allí crece la hierba. La enramada de la casa vecina se desborda por encima de los muros y tras la puerta cochera se alza un árbol robusto. Es el número 45 de la calle Blomet, donde habité durante muchos años y al que más de uno de los que fueron mis amigos y de los que lo son aún recordará haber venido». Eran todos una pequeña banda: Artaud, Bataille, Breton… Y como recuerda el pintor catalán, una vez que se ha puesto de moda (porque a uno le gusta, una vez que se ha puesto de moda, recordar los tiempos en que no lo estaba en absoluto), «se bebía mucho, era el tiempo de los aguardientes finos y del cóctel mandarín con curasao. Ellos llegaban en metro, por la famosa Norte-Sur, que servía de vía de unión entre el Montmartre de los surrealistas y los trasnochadores de Montparnasse».
Yersin se encoge de hombros, descuelga su sobretodo, se pone el sombrero. Hoy en día, un jardín infantil y un club de petanca ocupan el emplazamiento de los talleres. Han puesto allí una escultura del catalán, L’Oiseau lunaire, en homenaje a Desnos, muerto de tifus en Theresienstadt después de su deportación a Buchenwald. El fantasma del futuro mira cómo la silueta abrigada por su sobretodo negro se aleja. Yersin sube hacia la calle Dutot, saluda a Joseph Meister en la portería. Después de las reuniones de trabajo con Roux y con Eugène Wollman, que está llevando a cabo estudios de bacteriofagia sobre el bacilo de Yersin, porque todos esos bichos inmundos no dejan de comerse los unos a los otros, Yersin se instala en el despacho bien caldeado de Calmette, «donde he encontrado una esquina en la mesa sobre la que redactar mi correspondencia».
Antes de su partida almuerza con su amigo Doumer, que sigue sin cansarse de la política. Cuatro de sus hijos han caído en el campo del honor. Él acaba de integrarse en el cártel de la izquierda, de nuevo es ministro de Finanzas en el gobierno de Aristide Briand. Si supiera lo que le espera, quizá también él escogería cultivar su jardín y comprar granos donde Vilmorin. O retirarse a Dalat, al Lang Bian Palace Hotel que él mismo hizo construir.
Yersin recibe la medalla de la Sociedad Geográfica Comercial por sus trabajos sobre la aclimatación de la quinina, una modesta fruslería cuando Calmette es elegido para la Academia de las Ciencias. Se olvidan de Yersin. Es un hombre de otro siglo. Y resulta que hace treinta años que venció a la peste.
Yersinia pestis.