PARA LA POSTERIDAD

En cuanto deja su libro de cabecera, la gran estatua del Comendador se alza en medio de la noche. Con levita negra y corbata de pajarita, los ojos azules y el ceño fruncido. La boca de sombras recita las frases que Yersin se sabe de memoria. «Puesto que la peste es una enfermedad cuya causa ignoramos por completo, no es ilógico pensar que también puede ser producida por un microbio especial. Toda investigación experimental debe tener como guía algunas ideas preconcebidas, y se podría abordar el estudio de este mal, sin inconvenientes y quizá muy útilmente, a partir de la creencia de que es parasitario». Cuando esas frases de Pasteur fueron escritas, exponiendo la teoría microbiana como hipótesis de trabajo, Yersin tenía diecisiete años. Era todavía un alumno muy serio bajo los tilos del instituto de Morges. Eso fue cinco años antes de la primera vacunación antirrábica. Catorce antes del descubrimiento del bacilo en Hong Kong.

Era como si Pasteur le hubiera inventado a él, a Yersin, pieza a pieza, y hubiera manipulado su vida, igual que la de un animal de laboratorio; como si el viejo hemipléjico incapaz de viajar le hubiera mandado a Hong Kong en su lugar, enviando allí las piernas jóvenes, los brazos jóvenes, los ojos jóvenes de Yersin y, sobre todo, el joven espíritu de Yersin que él había preparado meticulosamente. Era como si su vida respondiera a una profecía pasteuriana, hasta que el azar, privándole de una estufa en Hong Kong, le hizo descubrir a temperatura ambiente el bacilo antes que Kitasato, desorientado por haber realizado su estudio a la temperatura del cuerpo humano. Era como si el descubrimiento mismo no fuera sino la ilustración de una frase escrita por Pasteur mucho antes: «En el campo de la observación, el azar sólo favorece a los espíritus preparados».

Yersin es un doble, un clon del joven cristalógrafo que recorre Europa, durante el Segundo Imperio, y escribe con ardor: «Iré hasta Trieste, iré hasta el fin del mundo. Tengo que descubrir el origen del ácido racémico». Y el joven Pasteur se monta en coches de punto y en trenes, de Viena a Leipzig, a Dresde, a Múnich, a Praga, lleva a cabo investigaciones en graneros y altillos, carga en su valija sus tubos de ensayo, sus pipetas, sus jeringas y el microscopio que es el ojo de nuestro ojo, y escala el glaciar Mar de Hielo desde Chamonix, para tomar allí muestras en el aire puro.

Y Yersin se da cuenta de que éste, que nunca fue médico y que cambió la historia de la medicina, hubiera podido ser un explorador, que tenía la disposición, y que esa disposición se trasluce en las imágenes que utiliza para describir sus investigaciones: «Al avanzar en el descubrimiento de lo desconocido, el sabio se parece al viajero que alcanza cimas cada vez más altas, desde las que su vista percibe nuevas e incesantes extensiones que explorar». Una decena de años antes de su muerte, Pasteur se trasladó a Edimburgo en compañía de Ferdinand de Lesseps, y los dos hombres, en el apogeo de su celebridad, fueron a entrevistarse con la hija de Livingstone, el médico, el explorador, el pastor. Años más tarde, Pasteur invitó a Yersin a cenar, después de su conferencia en la Sociedad Geográfica, y le interrogó sobre sus expediciones, leyó el informe de su viaje a los dominios de los mois y enseguida redactó con entusiasmo cartas de recomendación y puso su inmensa notoriedad al servicio de quien, sin embargo, no quería oír hablar de investigaciones científicas y abandonaba la pequeña banda. Yersin le envió en agradecimiento un hermoso colmillo de elefante esculpido, todavía hoy colgado en la pared del apartamento de Pasteur, que ha sido convertido en museo.

Tumbado solo en la noche, en su chalet de Hon Ba, lejos de las bombas, con más de cincuenta años, Yersin no se hace ilusiones en cuanto a su notoriedad. Sabe bien que no dejará tras de sí más que esas dos palabras latinas, Yersinia pestis, y que sólo las conocerán los médicos.

Las dos tesis del joven Pasteur, una de química (Investigaciones sobre la capacidad de saturación del ácido arsénico) y la otra de física (Estudio de los fenómenos relativos a la polarización rotatoria de los líquidos), tampoco denotan la voluntad de alcanzar un éxito popular inmediato.

El maestro de Pasteur fue Biot. Siendo estudiante, había asistido a su ceremonia de ingreso en la Academia Francesa y escuchado su discurso, sus consejos de viejo sabio a los jóvenes científicos, exhortándoles a ponerse al servicio de la investigación pura: «Quizá la masa ignore sus nombres y no sepa que ustedes existen. Pero serán conocidos, estimados, seguidos por un reducido número de hombres eminentes, repartidos por toda la superficie del globo, sus émulos, sus pares en el senado universal de la inteligencia, los únicos con derecho a apreciarles y a asignarles a ustedes un rango, un rango merecido, del que ni la influencia de un ministro, ni la voluntad de un príncipe, ni el capricho popular podrán hacerles bajar, como tampoco habrán podido elevarlos hasta él, y en el que permanecerán mientras sean fieles a la ciencia que se lo otorga».

Y años después le llega al viejo Pasteur el turno de redactar su discurso de ingreso, de vestir el hábito verde y guardar la espada en su funda, de rendir homenaje al gran Littré, el positivista, el biógrafo de Auguste Comte, el lexicólogo que había escogido las palabras nuevas de microbio y microbiología. El inicio del texto quiere ser un ejercicio de modestia. «La conciencia de mis carencias me asalta de nuevo y me sentiría confuso al encontrarme en este lugar si no tuviera el deber de entregar a la ciencia misma el honor, por así decir impersonal, con el que me colman». Como siempre, la cosa es más compleja y esa modestia es pura retórica.

Con ella se disimula un orgullo inmenso. Pasteur ha consagrado años a erigir su propia estatua. Con ese gusto inmoderado de los franceses por la pompa y los monumentos, la gloria y las querellas políticas. Esa insufrible mezcla de universalidad y amor sagrado a la patria que hace escribir al joven estudiante Louis Pasteur, hijo de un veterano de Bonaparte convertido en ardiente republicano: «¡De qué modo las palabras mágicas de libertad y fraternidad, y este renacer de la República, que eclosiona bajo el sol de nuestro siglo XX, nos llenan el corazón de sensaciones que son desconocidas y verdaderamente deliciosas!»

Todas esas curiosidades de la política, absolutamente ajenas a Yersin, llevarán a Pasteur, en la cima de su popularidad, a buscar el sufragio popular para hacerse elegir senador y a fracasar, por cierto. Yersin conoce las infinitas pérdidas de tiempo de Pasteur en disputas contra los médicos, contra la generación espontánea, contra Pouchet, contra Liebig, contra Koch. La estatua esculpida de su vida se hace a golpe de diatribas y de artículos, como si fueran buriles y martillos. Las interminables disputas en la Academia de Ciencias y en la Academia de Medicina. El sistema de pliegos sellados para asegurar la anterioridad de sus descubrimientos, los últimos de los cuales sólo serán abiertos a finales del siglo XX. Su diploma honoris causa desgarrado y enviado a Bonn, después de Sedán, de los bombardeos de París y del tratado de Frankfurt, tan monstruoso como más tarde el de Versalles. El apoyo político de los ingleses, del cirujano Lister, y la frase del fisiólogo Huxley en la Sociedad Real de Londres: «Los descubrimientos de Pasteur bastarían por sí solos para cubrir el rescate de guerra de cinco mil millones pagado por Francia a Alemania». En vez de eso, la República deberá pagar una pensión al arruinado benefactor de la Humanidad. Pero Pasteur dejará su nombre para la Historia y Yersin no.

Yersin sabe perfectamente que es un enano.

Sin embargo, es un gran enano.

Para pasar a la posteridad tendría que inventar un producto de consumo corriente. Porque el siglo XX será el de las barbaries y el de las marcas registradas. Justus von Liebig, Charles Goodyear, John Boyd Dunlop, André y Édouard Michelin, Armand Peugeot y Louis Renault. De los nombres de éstos la masa no se olvidará.

Si hubiera llamado Yersinia a su Co-Ca y la hubiera comercializado, su nombre brillaría aún.

Yersin está tumbado de noche en su chalet de Hon Ba. A su edad, Pasteur y su padre hacía tiempo que habían tenido sus hemorragias cerebrales. El viejo Pasteur espera la muerte en una tumbona, retirado en Villeneuve-l’Étang, en una propiedad del Instituto que los pasteurianos continúan llamando el anexo de Garches, en Marnes-la-Coquette, y que todavía sigue ahí, en medio del campo y de los grandes árboles del parque. Es verano, pues. El sol juega entre el follaje. Las manchas de luz pintan sobre el suelo ojos de ala de mariposa. Él está sereno y espera su funeral de Estado y la ceremonia en Notre-Dame. Lo ha arreglado todo con Roux. Rechazará para sí la promiscuidad del Panteón. Una cripta faraónica acogerá sus restos en el sótano del Instituto. Columnas de mármol y dorados y mosaicos bizantinos. Da vueltas en su ánimo a las viejas palabras que jalonarán su responso. La alegría, el valor, la rectitud.

Juntas vienen a suscribir la moral de un viejo filósofo, es simple y no está tan mal: Obra de tal manera que la regla de tu acción pueda ser considerada una regla universal de acción[11].