EL REY DEL CAUCHO

Él, que fue el primer ciclista, el primer motociclista y el primer automovilista en Annam, es muy lógico que sea también el primer productor de caucho. Tras su estancia en Madagascar, Yersin ha leído revistas científicas y ha seguido los progresos de la industria y de la mecánica, fascinado por todo lo que es moderno, y tal es el caso del neumático.

Desde la época del naturalista La Condamine y de su tropilla de científicos ilustrados enviados a Ecuador en el siglo XVIII, se tiene noticia del látex que recogen los indios. Éstos utilizaban la goma para impermeabilizar y calafatear. Buscaban al azar los jebes salvajes, los árboles del caucho, en el infierno verde de la Amazonia. Los ingleses se hacen con granos en Brasil y van a sembrarlos como hileras de cebollas en Ceilán. Lo mismo hacen los holandeses en Java. Pero aquí una vez más el conflicto se convierte enseguida en político y geoestratégico. Yersin viaja a Java.

Desde Batavia, como se llama entonces a Yakarta, se traslada a Buitenzorg. «Los cultivos están admirablemente hechos. La población es amable. Hay tantas curiosidades naturales en los volcanes que sólo por ellas resulta ya interesante la isla». Visita las plantaciones de Malasia, en Malaca, y escoge sus granos de Hevea brasiliensis. Cuando Yersin planta sus primeros árboles del caucho, se han cumplido cincuenta años de la invención de la vulcanización por Goodyear y diez de la del neumático por Dunlop. Él comienza con un centenar de hectáreas, que producen, al inicio de la guerra, dos toneladas de látex al mes. Se pone en contacto con el ingeniero Michelin. Aumenta a trescientas hectáreas. Un negocio de oro. Yersin es eficaz y tiene las ideas claras.

El éxito se debe también al encuentro con Vernet, un agrónomo enviado a Asia por el botánico Vilmorin para recolectar plantas. Yersin lo contrata. Tiene el talento de saber rodearse de los mejores y de escucharlos. Yersin no se contenta con ser el primer plantador de jebes en Annam, quiere llevar a cabo un estudio de agronomía. Los dos hombres diseñan los protocolos, redactan publicaciones sobre las características químicas del suelo, las pruebas de abonos, la recogida de granos, las técnicas de coagulación del látex y la realización de sangrados en los conductos laticíferos. Hacen experimentos con árboles que sacrifican para arrancarles todo o parte del follaje. Concluyen que «la proporción de goma contenida en el látex depende en gran medida de la función clorofílica: se puede pues atribuir a las hojas el principal papel en la elaboración del caucho».

Los dos hombres inventan un aparato, el picno-dilamómetro, más eficaz que el xografo, destinado a medir la densidad del látex y su contenido en goma. Editan tablas de cálculo. Luego, se pelean. Yersin se queja a Calmette: «Vernet tiene un pésimo carácter, una vanidad inmensa, una cabezonería de mula vieja y un espíritu supercontradictorio». Yersin pretende trabajar directamente con el especialista de Clermond-Ferrand y le pide que le envíe a Nha Trang a uno de sus ingenieros. «Michelin es en verdad el hombre más competente en cuestiones de caucho». Yersin pide el apoyo de los pasteurianos. «He escrito pues una carta a Michelin que le he hecho llegar por intermediación de M. Roux».

Pero en Europa hay guerra y Roux tiene otras preocupaciones. Le mandan al frente en misión sanitaria. El Instituto Pasteur y el Instituto Koch, del otro lado de las trincheras, son requeridos a causa del conflicto y se ponen al servicio de sus respectivos Estados Mayores. Yersin está aislado. Francia ya no responde. Vuelve a coger su bastón de peregrino y a sus caminatas por las montañas en compañía de Armand Krempf. Saliendo de Suoi Giao y después de dos días de navegación y dos días de escalada, plantan su tienda en las alturas y descubren la colina de Hon Ba, en medio del frescor y bajo la lluvia.

En pocos meses Yersin instala allí un observatorio meteorológico, realiza pruebas de aclimatación de especies vegetales y animales, se pone a sembrar. La temperatura baja allí hasta los seis grados y la colina se cubre en invierno de una espesa niebla. Sin mosquitos. Con un río tumultuoso. Yersin se hace construir un chalet suizo en la jungla fría. «He telegrafiado a M. Roux para preguntarle si podría servir con utilidad a Francia durante la guerra. Espero su respuesta». Le conminan a permanecer en Asia.

Sabe que no puede viajar más, que debe renunciar tanto al Lutetia como al Paul-Lecat. La guerra, o su disputa con Vernet, han acrecentado su misantropía. Adopta la costumbre de pasar muchas semanas seguidas, cual eremita, en su chalet en la cima de la colina, al borde del río, adonde va a buscar agua. Reflexiona, sin ver a nadie, sin pronunciar palabra, parte leños. Como el cadete Rousselle de la canción, ahora Yersin tiene tres casas, en tres climas diferentes, sin salir de su hogar, del dominio que cubre ya cinco mil hectáreas y aún habrá de triplicarse. Han pasado casi dos años y la guerra se atasca. Llega Verdún. Yersin está sentado delante de su chalet. Estudia ornitología y horticultura, llena cuadernos. «Tengo en este momento algunos crisantemos del Japón en flor. Son flores enormes, desmesuradas, soberbias. Para mí es un verdadero placer admirarlas».

Quizá a causa de la ociosidad, alimenta una nueva fascinación por las orquídeas, las colecciona y consigue que le lleguen muestras desde los países que la guerra deja al margen y cuyas villas son respetadas por los ejércitos beligerantes. Desde América central y a través del Pacífico, hace traer hasta Nha Trang variedades raras de Costa Rica, construye un vasto invernadero y coloca en el medio su material fotográfico. Un verascopio Richard. Obtiene en su laboratorio las primeras imágenes en color. De esas decenas de años tomando vistas, quedan cientos de copias que nadie ha visto nunca y que aguardan en la penumbra de los archivos del Instituto Pasteur de París.

Yersin ha plantado delante de su casa una higuera que es un esqueje enviado por Émilie desde la Casa de las Higueras, en Morges. Estudia arboricultura, aprende poda y acodadura, prepara injertos para los frutales, aclimata manzanos y ciruelos. «El albaricoquero sufre todavía más que el melocotonero en la temporada húmeda». Intenta apartar a los aldeanos del sistema de quema y desmonte —una catástrofe ecológica que, sin embargo, da al arroz de bosque crecido sobre la ceniza ese rico sabor ahumado— y emprende una campaña de reforestación. Con la ayuda de su pequeña banda de Nha Trang, cataloga especies vegetales endémicas y las describe, los lims, cam xé o giong huong. Aquí la teca sirve tan sólo para tallar las estacas de cierre de los corrales. Abren semilleros, largas trincheras de un kilómetro rellenas de hojas en descomposición y mantillo.

Yersin sigue escribiendo sobre todo eso en los correos que envía al Instituto Pasteur de París, como si esa especie de diario que mantenía con Fanny continuara con los pasteurianos. Escribe a Roux: «El cultivo de las flores me apasiona cada vez más. Podría cubrir con ellas la cima de la montaña y espero conseguirlo con el tiempo. Estoy probando con plantas alpinas, tengo ya siembras de arándanos y de pequeñas gencianas azules, que vigilo con ansiedad». Y uno se imagina a Roux encogiéndose de hombros ante la ansiedad de Yersin. O la risa nerviosa que le sacude al recordar el apocalipsis de los obuses y los cuerpos dislocados pudriéndose sobre las alambradas. Roux, de regreso del frente por algunos días, con su uniforme manchado de lodo y de sangre y el brazalete de la cruz roja, abriendo las cartas apiladas de Yersin, con su ansiedad por las pequeñas gencianas azules.

Después del mar y de las montañas, ahora las flores.

Por qué no los pajaritos.

Yersin construye pajareras, se rodea de cotorras y papagayos. Hace que le traigan de aquí y de allá pájaros exóticos que suelta en los invernaderos de orquídeas.

Los pasteurianos ya no le escuchan e inaugura una correspondencia con Henry Correvon, del jardín de aclimatación de Yverdon, en Suiza. Le encarga granos y le pide consejos. Sus primeros biógrafos mencionarán que en Nha Trang había cattleyas e hibiscos, amarilis y picos de loro. Más arriba, en Suoi Giao, amarantos y claveles, verbenas y yaros, ciclámenes y fucsias. En Hon Ba, rosas y orquídeas. En estas cartas Yersin establece la lista de plantas que echan hojas aquí pero nunca florecen: alhelíes y jacintos, narcisos y tulipanes. Estudia botánica. Las flores son los órganos sexuales de las plantas.

Puede que ésas, como él, hayan decidido no reproducirse nunca.

Yersin conoce las patrañas que los periodistas inventan. Ha leído las idioteces de su leyenda negra y también que se le adjudica una descendencia y que una indígena de las montañas sería la madre de un hijo del doctor Nam. Una mujer de esas tribus que ni la República ni el emperador de Annam se ocupan de empadronar. Habrá otros. Sólo se les adjudican a los ricos. Lo más probable es que Yersin esté ya más allá de los gestos patéticos de la reproducción. Ha pasado bastante tiempo en el laboratorio acoplando machos en celo y hembras calientes, frotando hocicos de rata macho contra vulvas de ratas hembra para acelerar el experimento, y nunca ha descubierto en sus cocciones un bacilo del amor. Sin duda ha engendrado en sí una porteña abominación hacia los espejos y la cópula porque multiplican sin razón las existencias.

Yersin no viajará más. No le da más vueltas al mundo ni al tema. Sabe que el planeta se encoge y se convierte por todas partes en lo mismo, y que muy pronto habrá que temer, como Rimbaud, encontrar «la misma magia burguesa en cualquier punto en el que posemos la maleta». Ahora él es un árbol. Ser árbol, eso es una vida, una vida de no moverse. Yersin alcanza la gran y hermosa soledad. El admirable aburrimiento. Y por la noche, cuando la fatiga termina por alejar las ideas caprichosas y uno carbura incluso sin el auxilio del alcohol, Yersin hablaría de todo eso con su padre para pedirle su opinión. Se acuerda de que hoy es mucho más viejo de lo que éste llegó a ser. Comienza a esperar la muerte. Sobre la descomposición, él sabe un rato. En esta tierra es donde desea descomponerse.

Con frecuencia, por la noche, solo con sus gatos siameses en el chalet, relee a Pasteur. «Si los seres microscópicos desaparecieran de nuestro globo, la superficie de la Tierra se cubriría de materia orgánica muerta y de todo tipo de cadáveres, animales y vegetales. Son ellos principalmente quienes dan al oxígeno sus propiedades comburentes. Sin ellos, la vida se volvería imposible, porque el trabajo de la muerte estaría incompleto». Es la vida la que quiere vivir, abandonar rápidamente ese cuerpo que envejece para renacer en un cuerpo nuevo, y a esos cuerpos, por su involuntaria contribución a su perpetuación, la vida los retribuye de paso con la calderilla del orgasmo. Nada nace de la nada. Todo lo que nace debe morir. Entre lo uno y lo otro, uno es libre de llevar la vida tranquila y recta de un jinete en su montura. Ese viejo estoicismo que recuperó Spinoza y la fuerza inmanente de la vida, que es la única que permanece. Ese principio puro, esa «naturaleza naturante» spinoziana a la que todo retorna. La vida es una farsa que todos interpretan.

Yersin lo ve todo negro y la guerra no se acaba. Desde hace casi cuatro años los dos pueblos hermanos se destruyen, arrojan a sus hijos por millares a las trincheras como a un cubo de basura. Seguramente él no volverá a ver la paz, ni París, ni Berlín. La victoria no está decidida. Clemenceau y Roux, ambos médicos, recorren el frente.