UNA AVANZADA DEL PROGRESO

Empiezan a acusarle de dispersión. Verdaderamente, no faltan razones. Yersin es el descubridor del bacilo de la peste y el inventor de la vacuna contra la peste. Debería estar en París o en Ginebra, a la cabeza de un laboratorio o de un hospital, en la Academia. En suma: ser un mandarín. Se le sabe retirado en una aldea de pescadores al otro lado del mundo. Los periodistas, que él se niega a recibir, se ven obligados a inventar, a trazar su leyenda negra. Se dice que a veces está solo al fondo de una cabaña, caminando sobre su propia barba de eremita. Se le describe como el rey loco de un pueblo embrutecido con el que él practica experimentos crueles y difícilmente imaginables. Un nabab, un ricachón que saca provecho de la ciencia y de sus juegos malabares ante ingenuos guerreros de los que se proclama jefe enviado por el cielo. Un tirano que toma como pretexto la magia del gas y de la electricidad para sojuzgar a unas tribus sanguinarias que le rinden culto y le sacrifican vírgenes. Un Kurtz o un Mayrena, solitario y de espíritu tan extraviado como su reino. Es verdad que la primera barra de hielo triturada a martillazos en Nha Trang debe de producir su efecto. En la salida de la máquina de gas Pictet está ese lecho, blanco y resplandeciente de destellos desconocidos que queman las manos, sobre el cual los pescados se mantienen frescos hasta el día siguiente, algo ciertamente tan fuerte como multiplicarlos al borde del Jordán.

Yersin alía los milagros de la modernidad con el gusto por la mecánica; el lubricante y la llave inglesa, con la jeringa y el microscopio; la bata blanca, con el mono azul. Porque le hace buena falta, como primer automovilista, abrir una estación de servicio. «Acabo de terminar los nuevos arreglos de mi Serpollet 6-CV. Lo probé ayer y marchaba perfectamente. Hoy he comenzado la puesta a punto de la canoa, que me llevará una buena docena de días, después habrá todavía que montarle el motor fijo poniendo en marcha la bomba de agua del laboratorio, luego está la reparación de mi viejo Serpollet 5-CV y por fin la de mi motocicleta y la del molino de agua: aquí estoy, convertido de golpe en ingeniero».

Contrariamente a la patraña del sabio loco perdido en la jungla, la actividad de Yersin durante los años que preceden a la Primera Guerra Mundial es apacible e incluso poco atractiva a los ojos de un profano. Pone su sentido de la observación, su precisión extrema, su gusto por las cifras, su puntualidad maniaca, al servicio de los trabajos de construcción de la línea de ferrocarril que unirá Nha Trang con Phan Rang. Esos trabajos tienen la reputación de ser matadores. Es el viejo dicho de un muerto por traviesa.

A su llegada al Congo, Conrad, que escribirá allí Una avanzada del progreso y luego El corazón de las tinieblas, describió el horror de los trabajos del ferrocarril que los belgas hacían construir desde Stanley Pool hasta el Atlántico. Daguerches describió en su novela Kilómetro 83 la hecatombe de los trabajos de los franceses en el railway Siam-Camboya. Yersin se entrevista con el médico encargado del servicio sanitario, Noël Bernard, quien más tarde dirigirá el Instituto Pasteur de Saigón y, más tarde aún, será su primer biógrafo y también el de Calmette. Junto con su asistente y discípulo el doctor Vassal, que acaba de vacunar a los apestados de la isla de La Reunión, trata a los enfermos de las obras de Nha Trang. Los dos hombres toman muestras y estudian el tifus y el paludismo. «Estamos de nuevo en plena epidemia del cólera. Mi mecánico se está muriendo de esta maldita enfermedad contra la que tenemos muy pocas armas».

Y además, una vez al año, mientras las cosechas crecen y los jóvenes investigadores de su equipo prosiguen sus trabajos químicos, zoológicos, bacteriológicos y agronómicos, Yersin emprende la escala real del Paul-Lecat, que es la nueva joya de las Mensajerías Marítimas, y llega al confort del Lutetia. Se va para estar un poco en París. El sabio misterioso, el explorador retirado en su jungla, camina anónimo por las calles. Sólo sus amigos pasteurianos lo saben, así como su amigo Serpollet. El constructor genial, el poseedor del primer permiso de conducir de Francia y sin duda del mundo, el primer productor industrial de automóviles, cuyo montaje se hace por encargo, saca el Serpollet 11-CV, que constituirá el apogeo de su carrera. Armand Peugeot compra motores Serpollet y abre su fábrica, después lo hace el joven Louis Renault, y la marca Serpollet desaparece junto con Léon Serpollet. Se erige en la plaza Saint-Ferdinand, en el distrito diecisiete, una increíble estatua obra de Jean Boucher. Iban a la par, Yersin y Serpollet, a cien por hora por la carretera a Beauvais. Tras la muerte de su amigo, Yersin compra un Clément-Bayard 15-CV y pasa del coche de vapor al de gasolina; después, un Torpédo Zèbre, y luego, un día, se acabó, fin de trayecto, tiene otra idea: le gustaría un avión.

Aunque todavía no se sabe, se podrían numerar ya esos años en negativo, midiendo el tiempo que va acercándolos a la catástrofe de 1914. En 1910 (o en el año menos cuatro), se inaugura por fin el Lutetia. Yersin elige la sexta planta y la habitación de la esquina, con su vista despejada y la torre Eiffel en el horizonte. Tiene una cita ese verano en el aeródromo de Chartres para probar allí un aeroplano y se pone el mono de vuelo, las manoplas y los gruesos anteojos. Realmente no se siente muy seguro en su primer intento, desciende con las piernas temblorosas y escribe a Émilie: «Estos instrumentos no son todavía más que juguetes peligrosos». Admira el coraje de Louis Blériot, que el año anterior ha atravesado solo el canal de la Mancha a bordo de una cometa de ese género. Discute el precio y deja para más tarde el proyecto por la falta de pistas de aterrizaje en Indochina. Bien que podría construir la suya en Nha Trang, pero tener una sola pista es condenarse a que le vuelen por encima y eso cansa.

Dos años más tarde, o sea en el menos dos, la peste reaparece en China. Yersin teme que le llegue otro golpe como el de Bombay. «Ya hay demasiados médicos sobre el terreno. Le he escrito de todas maneras a M. Roux para decirle que si él ve algún interés para el Instituto Pasteur en que me traslade a Manchuria, sólo tiene que telegrafiarme y partiré de inmediato». Al año siguiente, o sea el menos uno, Albert Schweitzer se va a abrir su primer hospital africano en Lambaréné, lo que le valdrá el Nobel. Financia los trabajos gracias a los ingresos de sus conciertos de órgano y, más tarde, a los de los discos que graba interpretando a Bach. En ese momento, lo de Yersin es el caucho.

Se ha hecho plantador y eso comienza a generar beneficios y a hacer que funcione su Instituto. Después empieza a dar dinero a espuertas. Es una mina. Yersin ha sabido anticiparse a la expansión del auto y de la bici. Deposita los beneficios en una caja fuerte del Hong Kong Shangai Bank, compra acciones. Y llega el 14. Gaston Calmette es asesinado a tiros en su despacho de Le Figaro. Jean Jaurès es asesinado en su bistró. Es el mes de julio en Sarajevo. Cuatro años de carnicería de «barbudos», como llaman a los soldados franceses en la Gran Guerra, y combates con gas. Yersin envía caucho cada tanto a Clermont-Ferrand. Pero él no volverá a abandonar su paraíso, lo seguirá agrandando, lo seguirá embelleciendo.