La hermosa locura de Yersin quizá sea bíblica. Hunde sus raíces en lejanos recuerdos de lecturas canónicas en la Iglesia Evangélica Libre de Morges. Hay un momento en que el nómada interrumpe su carrera y se hace sedentario, el cazador-recolector se vuelve ganadero o agricultor. Abel o Caín. A la edad en que su padre aplastó con la frente el último grillo, Yersin pensó seguramente que había llegado su turno. O quizá enuncia un nuevo principio de Haeckel, según el cual en el curso de su vida repite aceleradamente la historia de la Humanidad. El aneurisma no es hereditario. Ahora es más viejo que su padre. Él fondeará aquí, en Nha Trang, el ancla de su arca durante los muchos años que le quedan por vivir. Pero lo ignora.
Sentado en un sillón de mimbre, en su despacho, Yersin examina revistas de mecánica o de veterinaria. Escribe a París o a Suiza. Un día importa conejos normandos u holandeses; otro día, un telescopio de tránsitos, una lancha a vapor Serpollet, un fonógrafo y decenas de rollos de música, o bien un cronómetro-registrador de Ditisheim. Y, en cada escala del navío en la bahía, se descarga la bodega de Alí Babá. Los marineros se acercan a remo a la Punta de los Pescadores, a contraluz del atardecer púrpura, y los porteadores en fila, con los paquetes y las cajas sobre sus cabezas, avanzan por la escollera hacia la casa del doctor Nam, que les espera bajo la veranda. La reseña de sus bártulos, con sólo una excepción, la encontramos al final de una carta firmada Rimbaud, Aden, Arabia: «Quiero el conjunto de lo mejor que se fabrica en Francia (o en el extranjero) en instrumentos de matemática, óptica, astronomía, electricidad, meteorología, neumática, mecánica, hidráulica y mineralogía. No me interesan los instrumentos de cirugía».
Sentado a la mesa, bajo la veranda, delante de la munificencia de la bahía soleada, Yersin, que se alimenta lentamente de huevos, verduras y un poco de carne, y que no bebe más que agua, aparta su servilleta. Los platos seguramente tendrán el sabor maravilloso de las hojas de rau ram, el cilantro vietnamita. El resto de la jornada se ocupa del ganado y de la agricultura. Merece el honorable título de campesino y vive en un paisaje, lejos del mundo bufo y de la muchedumbre impura. Con la minuciosidad de su padre entomólogo y la desmesura de los constructores de imperios, Yersin trabaja la extensión de su dominio según el modelo de las roças portuguesas, esos latifundios en las laderas de las montañas que todavía se ven en Santo Tomé y Príncipe. Éste forma ya una ancha franja de terrenos en pendiente, desde los contrafuertes de la cadena montañosa annamita hasta Nha Trang, un abanico de climas, una hacienda vertical, un gran tapiz que Yersin querría un día desenrollar desde la cima hasta el mar. Cada vez se acerca más a la cumbre de la montaña, sigue agrandando, abre nuevos puestos. Una parcela ganada al bosque es sembrada de inmediato con hierba para las manadas.
Los equipos agrícolas son cada más numerosos. Traza el plano de una aldea nueva en Suoi Giao, ahora a mitad de camino entre el Instituto y las nuevas plantaciones, allí donde nadie ha venido aún a instalarse. En el espacio virgen se levantan casas sobre pilotes, hangares, secaderos de tabaco y un laboratorio de química con un apartamento para los investigadores. Yersin se hace construir un bungalow, diseña una aldea modelo, una república antigua, propone a los cazadores-recolectores convertirse en agricultores o ganaderos. Abel o Caín. Yersin pone a su disposición un centenar de hectáreas roturadas para el cultivo del arroz de montaña. También planta lino para hacer tejidos.
Y vestir a los salvajes de cándida probidad.