La Historia de las ciencias se muestra frecuentemente como un bulevar que conduce directamente de la ignorancia a la verdad, pero eso es falso. Es una red de vías sin salida en las que el pensamiento se extravía y se enreda. Una compilación de fracasos lamentables y a veces divertidos. Una historia comparable a la de los inicios de la aviación, que fueron contemporáneos a su vez de los inicios del cine. En esos acelerados filmes en blanco y negro se ve cómo se rompen las maderas y se desgarran las telas. Ícaros soñadores enjaezados con alas como faldillas que corren con los brazos abiertos como bailarinas hacia el borde de un acantilado, que se lanzan al vacío y caen como piedras, estrellándose abajo contra la playa de arena.
Émilie dilapida en gallinas el dinero de los adefesios. Invierte sus modestos ahorros en la construcción y equipamiento de una granja avícola modelo en Lonay. Yersin intenta disuadirla. Es como hablarle a un árbol. Los dos son de caracteres gemelos y su testarudez no tiene límites. Émilie se convierte en la primera importadora en Europa de un alimento granulado americano para aves absolutamente moderno: el Full-o-Pep. Lleva a cabo pruebas y cada día apunta los resultados en un cuaderno: el número de huevos puestos y el peso de los pollos para el consumo. Publica crónicas en La Vie à la campagne y en La Terre vaudoise.
Aunque le gustan particularmente los huevos de gallina, que constituyen junto con las verduras la base de su alimentación, hasta ese momento Yersin había prestado poca atención a su corral, con sus pequeñas gallinas annamitas, grises y anónimas, que escarban la tierra delante de la casa y a las que él impide el paso a la huerta. Ahora las mira con otro ojo y ellas a él también. Ellas le miran guiñando los párpados, con una cascada de pequeños meneos mecánicos de sus cabezas ladeadas: se dan cuenta de que él está empollando algo y de que ellas van a convertirse en gallinas científicas. Los pasteurianos, como todo el mundo sabe, le deben mucho a la gallina. Yersin decide mejorar mediante cruces la variedad local. Su hermana le envía un gran gallo de Vaud para sus pollitas annamitas. Y sobre esto, sobre esa incestuosa procuración, a quien habría que preguntar, sin duda, es a la pequeña banda de los freudianos. Todas desgreñadas, las pollitas, que no han visto venir la cosa, le toman gusto a la investigación científica.
Sin embargo, todo eso no basta y hay que acudir una vez más al microscopio, a las revista científicas. Sentado en un sillón de mimbre, en su despacho, con las revistas científicas delante, Yersin estudia embriología y el principio de Haeckel, según el cual el desarrollo de un solo ser, la ontogénesis, recapitula el de toda la especie, la filogénesis, y así en el interior del huevo, de forma acelerada, el embrión recorre la evolución desde el reptil hasta las gallináceas. Como le gustan los huevos y ama a su hermana, Yersin querría saber cómo de la clara y la yema de un huevo se obtienen un pico, plumas, patas y, acto seguido, un ala o un muslo sobre un plato, a veces con patatas fritas. Cuando se mete en algo, nunca deja las cosas a la mitad, así que se arremanga la bata blanca. Yersin siempre tiene que saberlo todo. Es más fuerte que él. El vencedor de la peste no va a tirar la toalla delante del pollo.
La correspondencia aumenta, cada uno prosigue con sus experimentos en un lado y otro del planeta. Émilie se entusiasma con uno de esos ingenios que se presentan en el parisino concurso Lépine de inventos, el xografo, cuyo creador, un Nostradamus de la avicultura, pretende que permite determinar el sexo del futuro polluelo desde el momento de la puesta. Yersin menea la cabeza. «Ese aparato me parece del género de los tableros mágicos y otras bromas parecidas. Habría que saber en qué principio se basa». Encarga dos unidades y emprende su estudio científico junto con su asistente zoólogo, Armand Krempf, siguiendo el método de las estadísticas.
Eso le lleva a interesarse por la incubación. Como siempre, él no hace las cosas a medias: diseña una pajarera de doscientos metros cuadrados y diez metros de altura. Importa pollitas azules de la raza leghorn y gallos indios, también una incubadora eléctrica Spratt, y diseña los ponederos y los palos de gallinero.
Los dos hombres anotan cada día el número de huevos y su peso, los miden con un calibrador, describen las malformaciones de algunos polluelos durante la eclosión. Y el inmenso sabio que Roux y Pasteur no pudieron conservar a su lado, el genio científico que en dos patadas, cada vez que se ha dignado consagrarse a ello, ha resuelto los enigmas de la microbiología, está ahí, confinado en su gallinero, con las botas de caucho hundidas en la paja y los excrementos. Por turnos, Yersin y Krempf, con las cejas fruncidas, hacen girar el péndulo encima del huevo numerado, consignan en un cuaderno la predicción del Nostradamus de la avicultura y después depositan el huevo con precaución en la incubadora Spratt, como en el pesebre de los cristianos.
Y cada veintiún días llega el alegre escándalo de las cáscaras rotas a picotazos. Los dos reyes magos pasteurianos atrapan a los polluelos antes de que se dispersen y olviden qué número les dieron. ¿Qué buscan los doctos sabios de bata blanca, con su lupa, es esas bolas de mimosa? Un pito de polluelo o dos tetillas de pollita, quién sabe. En todo caso, no funciona. El xografo es un camelo, no reconocería ni a la gallina de los huevos de oro, ya lo había dicho; y el cacharro acaba en un armario u ofrecido a los niños de la aldea, que le darán mejor uso.
Mientras él chapotea entre la mierda de gallina en Nha Trang, comienzan a llover premios Nobel sobre los pasteurianos de París. Se lo dan a Laveran por sus trabajos sobre la malaria. Y a Metchnikoff, por sus investigaciones sobre el sistema inmunitario. Yersin pone fin al experimento aviar y consigna sus conclusiones, de las que envía una copia a Émilie. Para obtener gallinas que sean mejores ponedoras en Indochina, preconiza cruzar la raza annamita y la wyandotte. Inventa una alimentación equilibrada para las gallináceas, mucho mejor que la americana Full-o-Pep, más económica y adaptada también para Suiza, una mezcla a base de harina de alubia, sangre seca y polvo de hojas de sensitiva, escribe una nota sobre eso, pero no es algo con lo que obtener un Nobel.