EN BOMBAY

En cuanto llega a Nha Trang, Yersin le pide a Pasas que acelere la producción de la vacuna y Pasas, erguido sobre sus botas de veterinario militar, le promete apresurarse. Yersin se embarca después rumbo a Marsella y se va a recoger los laureles. Llega a París en noviembre, acompañado de su auxiliar, se encuentra con Roux y Calmette y los cuatro tienen un momento de recogimiento delante de los restos de Louis Pasteur, depositados tras el funeral de Estado al fondo de un panteón en Notre-Dame, a la espera de que la cripta en el Instituto esté lista. Es en el Bulletin de l’Académie de médecine, y en unas pocas páginas, donde Yersin pone punto final a la gran historia de la peste. Le habrían dado el Nobel, si el Premio Nobel hubiese existido ya. El primero será concedido cinco años más tarde, pero aún no se sabe. Alfred Nobel muere en diciembre y todo eso está en su testamento.

Después de un mes por mar y tres semanas en tierra, ahí están, en los muelles de Marsella. Una vida a cien por hora, un torbellino. Como Phileas Fogg y su inspector Fix, con los ojos fijos en los relojes de los trenes y los paquebotes, corriendo sobre las pasarelas de abordaje y saltando a los estribos de los vagones. Y uno se asombra de que el viejo Julio Verne, autor de una biografía de Livingstone, no consagre una novela a las trepidantes y rocambolescas aventuras de Yersin, no lo pinte como un héroe positivo susceptible de contribuir al desarrollo moral de los jóvenes lectores. Durante la escala en Colombo, una delegación inglesa, quizá a lomo de elefante, se acerca hasta el puerto acompañada por el marajá local. Un alto oficial sube a bordo del Melbourne y pide hablar con Yersin. La peste está en Bombay.

Yersin no dispone en su camarote de suero ni de animales para la vacuna. Esperen, que vuelvo. Cuando desembarca en Nha Trang, veinticuatro yeguas acaban de morir de carbunco. Yersin le pide a Pasas que se concentre en las supervivientes de la manada. «A mi llegada, hemos extraído sangre a las dos que me parecen mejor inmunizadas. Si su suero es bueno, tomaré grandes muestras de sangre y partiré de inmediato para la India».

De inmediato quiere decir, de todas maneras, al cabo de varias semanas y sólo hay un barco cada mes. Producen suero hasta febrero. Yersin se lleva en sus maletas cientos de dosis, cuando harían falta decenas de miles. Durante ese tiempo, Pasas sigue dándose prisa, quizá demasiada. Como en todos los oficios de precisión, el riesgo está en la rutina. Él está en misa y repicando, corriendo del laboratorio a la casa de fieras, que es una locura. Los monos haciendo travesuras, las yeguas caprichosas que dan una coz y vuelcan los cubos, las mangostas que chapotean en sus comederos y los derraman. Yersin está en el mar y Pesas es víctima de un accidente de laboratorio.

A la oficina de las Mensajerías Marítimas de Colombo le llega el telegrama que le anuncia la muerte de Pesas por contaminación. Yersin está ya en ruta hacia el estado indio de Tamil Nadu, llega a Madrás y atraviesa en tren el subcontinente rumbo a Bombay. En marzo instala su cuartel en el consulado de Francia, vacuna a la comunidad francesa y cura de propina a la hija del encargado de negocios, ya afectada por la enfermedad. Los inconvenientes comienzan con los ingleses.

Bombay es un gran puerto de ochocientos mil habitantes cuyo tráfico con Londres es de una importancia vital. Los imperios coloniales se disputan las fronteras por todo el planeta y sus tropas están cara a cara. Es el Gran Juego que describe Conolly. Un año antes, en Muang Sing, los franceses han obligado a los ingleses a abandonar el norte de Laos y a cruzar el Mekong hacia el oeste. Dentro de un año, éstos se tomarán la revancha en Fachoda y los franceses deberán abandonar las orillas del Nilo. Loti no ha escrito todavía La India sin los ingleses. Da la impresión de que esa idea no le disgustaría mucho a Yersin.

Desde todas las partes, las misiones médicas se abalanzan sobre los apestados indios: médicos rusos, austriacos, alemanes, egipcios, ingleses e italianos. Se disputan los moribundos y los secretos médicos en una atmósfera de complot y de impericia. La actitud de las autoridades sanitarias pone todavía más dificultades y obstáculos que la de los chinos en Hong Kong. La población local se niega a quedarse en los hospitales de cuarentena y en los lazaretos, donde no se respeta el sistema de castas. A pesar de tanto roedor como pulula, la desratización choca con el principio budista del respeto a la vida. Entre los mismos pasteurianos surge la polémica llamada de «la linfa de Haffkine».

Éste, que había sucedido a Yersin al frente del curso de microbiología, acaba de dejar el Instituto y de abrir su propio laboratorio en Calcuta, donde produce esta linfa a la que se acusa de los peores efectos secundarios. El doctor Bonneau es enviado desde París. El inspector general de medicina colonial y sus inspectores asistentes llevan a cabo su propia investigación. Es la banda de Bonneau la que viene a arreglar las desavenencias de la banda de Pasteur. El inspector general redacta su informe: «Aunque estamos convencidos de la posibilidad de crear vacunas contra la peste para humanos, con la ayuda de caldos de cultivo, reprobamos el procedimiento de Haffkine por ser demasiado somero y demasiado rápido como para producir una inmunidad real, y los riesgos que presenta, comparados con sus ventajas, son más que suficientes para desautorizarlo».

En cuanto a Yersin, la confusión es tal que su acción resulta absolutamente obstaculizada por los bribones de los ingleses: «El doctor Yersin ha tenido a este respecto numerosas dificultades. Sus casos están en manos de hospitales dirigidos por médicos ingleses y él carece por completo de la libertad de acción necesaria: se han aplicado inyecciones de yodo en los bubones de sus enfermos, se les ha prescrito estricnina, belladona, estrofantina, todos ellos medicamentos inútiles cuando no perjudiciales, de modo que la estadística que se establezca sobre semejantes casos no tendrá el valor que hubiera tenido si esos casos se hubieran dejado a su cuidado». Yersin se siente agotado por esas disputas, sabe perfectamente que necesita abstraerse, huir, irse a su Oriente, como Rimbaud a su ciudad de Harar.

Yersin recibe la bofetada en Bombay y de mano de los ingleses. Ésta es recíproca. Los ingleses soportan mal a esos jóvenes franceses que ni siquiera lo son, o apenas, un suizo como Yersin y un ucranio como Haffkine, y que ya se han contagiado en París de lo más execrable que para los ingleses tienen los franceses: esa audacia de dar lecciones a todo el mundo e incluso a los ingleses, esa actitud imperial o pasteural. Yersin ha abandonado Bombay para huir de la comunidad médica. Está solo en Mandvi, en el extremo norte del estado de Gujarat, en la península de Kutch, donde la epidemia mata cien personas al día. Enseguida se queda corto de suero y decide que ya basta. Le escribe a Calmette diciéndole que se va. Tiene ya una merecida reputación de ser un ogro y un puñetero. A uno le gustaría saber si en la estación compra los dos tomos de El libro de la selva, que Kipling acaba de publicar. Éste recibirá muy pronto el Nobel que nunca tendrá Yersin. La peste llega ahora a Suez.

El Instituto Pasteur envía a Paul-Louis Simond a Bombay para sustituir a Yersin. Calmette le pone en guardia por escrito: «Este bravo de Yersin es verdaderamente demasiado salvaje. Su actitud en Bombay ha molestado mucho y temo que usted tenga alguna dificultad para rectificar la desagradable impresión que él ha producido». En efecto, Simond es acogido con frialdad y la imagen dejada por Yersin y Haffkine es un poco la de una banda de jóvenes pretenciosos, altaneros y seguros de sí mismos, que se limitan a encogerse de hombros sin responder cuando se les da un consejo. Simond se queja de ello a París y Calmette le responde que, «por lo que concierne a Yersin, no me sorprende en absoluto lo que me dice. Con su temperamento salvaje ha debido de cometer no pocas incorrecciones con sus colegas ingleses». Simond tardará todo un año en limar asperezas con los ingleses. Finalmente logrará ser aceptado, al descubrir que la pulga es la transmisora de la epidemia.

Yersin lee el informe en Nha Trang. Sacude la cabeza, él había pensado en la rata, olvidando la pulga. La pulga es un insecto pterigoto, como sin duda sabía su padre. El experimento de Simond es simple, consiste en encerrar a una rata infestada en una caja con rejas y rodearla de otras cajas enrejadas que contengan ratas nuevas, que es como se llama a los animales de cría en los laboratorios. De inmediato Yersin, que es un buen jugador, felicita a Simond por haber cerrado así, con ese codicilo, la etiología de la enfermedad.

Simond también se ha movido bastante. Yersin se pregunta dónde puede estar hoy su viejo amigo. Estamos a principios de 1941. Yersin tiene ahora setenta y ocho años.

Las comunicaciones entre Europa e Indochina son prácticamente imposibles o aleatorias, sometidas aquí a la censura de la ocupación japonesa y allí a la de la alemana. Desde que descendió de la pequeña ballena blanca, hace casi un año, Yersin está en una forzada ociosidad y piensa en sus viejos amigos que están bajo la trituradora de la guerra. En el caserón cuadrado de Nha Trang, escucha la radio francesa y percibe de inmediato la ideología del régimen de Vichy, escucha la radio inglesa y comienza a admirar a los ingleses, que resisten solos. La radio alemana alaba todavía, de cara a la galería, el pacto Molotov-Ribbentrop, la connivencia entre nazismo y estalinismo; después, de golpe, los tanques Panzer invaden la Unión Soviética en junio. Yersin no se hace ninguna ilusión y quizá se dice que la guerra es a la política lo que la fornicación al amor, y que hace falta disponer de tiempo para pasar por eso. ¿Merece la pena vivir siendo tan viejo?

¿Merece la pena todo ese progreso del que él ha sido heraldo? Ya los físicos encerrados en Los Álamos están inventando las armas atómicas. Por todos lados, los descubrimientos de los pasteurianos sirven para fabricar armas bacteriológicas. Se entera por una radio suiza de la muerte en Zúrich, el pasado enero, de Joyce, el escritor irlandés que era su vecino en el Lutetia y que estaba convencido de que la guerra mundial era una vasta conspiración contra la aparición de su libro Finnegans Wake, que acababa de terminar. Todo eso le llega en medio del desorden y la confusión. El ejército tailandés, aliado de los japoneses, invade Camboya y Laos y destruye el aeródromo francés de Angkor, donde hacía escala la pequeña ballena blanca de Air France. Se entera por un correo del gobernador general de Hanói, el almirante Decoux, de la muerte de Loir, el sobrino de Pasteur, y recuerda el tiempo en que la pequeña banda estaba todavía en la calle Vauquelin, antes de la partida de Loir hacia Australia. Las últimas noticias que tuvo de él son que estaba en Le Havre. No es bueno habitar en los puertos durante los conflictos. ¿Qué sabe Yersin del Gulag o de Treblinka, sentado a solas en la noche, delante de su puesto de radio?

Él sabe que los judíos de París llevan la estrella amarilla. Hace mucho tiempo que no tiene contacto con su antiguo condiscípulo Sternberg. ¿Acaso se habrá convertido en un viejo médico jubilado, en Marburgo, que escapa a la prohibición de ejercer, puesto que ya no ejerce? Cuando se cruza en la calle con los arios, ¿tendrá que bajarse de la acera? Yersin se acuerda de aquellas esperanzas y de sus conversaciones sobre la peste. Como en la fábula de La Fontaine, quien quiere matar a su perro dice que está rabioso. Yersin sabe que a la entrada del Square Boucicaut, debajo del Lutetia, han colocado el cartel que dice: «Jardín de juegos. Reservado a los niños. Prohibido a los judíos». Después de Pearl Harbor, en diciembre, estalla la guerra del Pacífico y los americanos envían su armada hacia las Filipinas. Los meses pasan y las noticias siempre son malas. Es el año 1942. Exiliado en Brasil, Stephen Zweig, que al igual que Yersin pasa las noches delante de la radio, se suicida en Petrópolis cuando se anuncia la caída de Singapur, convencido de que todo está perdido. Yersin tiene setenta y nueve años.

El almirante Decoux, refugiado en Dalat, le incordia de nuevo para que redacte la gran historia de la peste en Hong Kong y las primeras vacunaciones en China. Yersin sabe perfectamente que lo quiere utilizar con fines de propaganda, convertirlo en soldado de la guerra ideológica, para que en esta Indochina bajo ocupación japonesa se recuerde la victoria del Instituto Pasteur sobre el Instituto Koch, de Yersin sobre Kitasato, y que no fue un sabio del Eje el vencedor del gran terror negro, sino un genio que está del lado de los Aliados.

Como ha releído sus cuadernos, Yersin escribe los recuerdos de sus exploraciones de forma un tanto chapucera. Aparece en los diarios. Una vez más es consciente de que se está utilizando su prestigio y que ser el último superviviente de la banda de Pasteur no es más que un azar genético. Algunos vietnamitas conspiran con el ocupante para expulsar a la Francia vencida. Ante esta ingratitud de los viets, Vichy les dice: todas esas carreteras, esas líneas de ferrocarril, esos depósitos de agua, esos hospitales… ¿los hicieron acaso los nipones, eh?