EN CANTÓN

Antes de que los chinos, que se creen que todo les está permitido, se permitieran poner nombres chinos a sus ciudades e incluso a su país, se podía andar por aquí con una china en el zapato sin necesidad de consultar un atlas. Así que es en Guangzhou donde desembarca Yersin.

Es una ciudad de casi dos millones de habitantes, de los cuales la epidemia de peste acaba de matar a ciento cincuenta mil. Yersin trae consigo la vacuna de París y la de los caballos, elaborada por el veterinario Pasas en Nha Trang. Se propone aplicar a los chinos el remedio para el caballo, busca su propio Joseph Meister y encuentra al cónsul de Francia en Cantón (o Guangzhou). No le oculta que la inocuidad de la vacuna no ha sido probada más que con caballos.

El cónsul se rasca la sien. Mire usted, los chinos no tienen una memoria corta, le explica. Aunque han pasado treinta y cinco años desde el saqueo del Palacio de Verano por Francia e Inglaterra, treinta y cinco años desde que esas dos naciones ganaron la segunda guerra del opio y obligaron a China a abrir las puertas al comercio en sus fumaderos, tanto los franceses como los ingleses son apenas tolerados y están confinados en determinados barrios. Sería de mal gusto que un narizón viniera a aplicar a algunos enfermos la eutanasia a jeringazos. El cónsul de rasca la sien. Felicita a Yersin por su descubrimiento y por su notoriedad, que ha llegado hasta aquí, pero le previene de que se la está buscando al correr ese riesgo y le recuerda, en el anticuado lenguaje diplomático, que la roca Tarpeya está muy cerca del Capitolio.

Si Yersin fuera católico le habrían hecho santo, canonizado en el acto como vencedor de la peste, a tal punto parece ser esta historia de inspiración sobrenatural.

La historia se basa, no obstante, en tres testimonios concordantes e independientes. El del propio Yersin, conservado en el Instituto Pasteur, el del obispo, que sin duda está en los archivos de la Santa Sede, y el del cónsul, guardado en los del Ministerio de Asuntos Exteriores, en el muelle de Orsay. El diplomático envió su informe a los pocos días: «El viernes 26 de junio, hacia las once, recibí la visita del doctor Yersin, quien me expuso el propósito de su misión y me preguntó si yo creía que podría entrar en los hospitales chinos para apestados y probar allí el suero curativo que había descubierto. No le oculté al doctor que me era imposible autorizarle a intentar los experimentos que pretendía hacer, unos experimentos que, debido a la hostilidad de la población cantonesa contra todo lo que es europeo, podrían resultar muy peligrosos para nuestros residentes. Le propuse al doctor que, antes de abandonar Cantón, fuera conmigo a la misión católica».

Los dos hombres fueron recibidos allí por monseñor Chausse, que precisamente iba a buscar a un médico. Está preocupado por el estado de salud de Tisé, un joven seminarista de dieciocho años que desde hacía algunos días se quejaba de dolores de cabeza y de un fuerte dolor en la ingle. Esa mañana se había presentado la fiebre y el joven estaba en cama. A monseñor le fastidia que, teniendo tan pocos conversos, Dios se lleve a éste vaya usted a saber por qué. Acaba de darle la extremaunción. Ha convencido al joven chino de que, después de los siglos que hace que los jesuitas evangelizan por estos pagos, ha habido tiempo suficiente para que se abra un barrio chino en el jardín del Edén en el que los letreros de las casas de té sean bilingües: mandarín-latín. Reza a su cabecera y espera a que le crezcan las imaginarias alas blancas.

Yersin: «Monseñor Chausse me conduce junto a él a las tres de la tarde: el muchacho chino está soñoliento, no puede tenerse en pie sin sufrir vértigos, manifiesta una lasitud extrema, la fiebre es alta, la lengua está blanca. En la ingle derecha hay una hinchazón muy dolorosa al tacto. Tenemos delante un caso claro de peste y por la virulencia de los primeros síntomas se lo puede clasificar entre los más graves».

El cónsul: «No me opongo a que se lleve a cabo la inoculación del suero contra la peste, a condición de que en cualquier caso la operación tenga lugar sin la presencia de chinos y los detalles sean mantenidos en estricto secreto hasta el completo restablecimiento del enfermo. De suerte que nos evitemos los problemas que podrían surgir si se fracasa».

Yersin: «A las cinco, seis horas después del inicio de la enfermedad, aplico una inyección de 10 cm³ de suero. En ese momento, el enfermo tiene vómitos y delira, signos alarmantes que muestran el rápido avance de la infección. A las seis de la tarde y a las nueve, nuevas inyecciones de 10 cm³ cada una. De las nueve a la medianoche no se produce ningún cambio en el estado del enfermo, que permanece soñoliento y se agita y se queja con frecuencia. La fiebre sigue siendo alta y tiene un poco de diarrea. A partir de medianoche, el enfermo va calmándose y a las seis de la mañana, en el momento en que el padre director viene a recibir noticias del apestado, éste se despierta y dice que se siente curado. La fiebre, en efecto, ha bajado por completo. La lasitud y otros síntomas graves han desaparecido. La región de la ingle ya no le duele al tocarla y la hinchazón casi no se nota. La curación es tan rápida que si varias personas, además de mí, no hubieran visto al paciente la víspera, casi dudaría de haber tratado un auténtico caso de peste. Se entenderá que esta noche, pasada junto a mi primer apestado, ha estado para mí llena de ansiedad. Pero por la mañana, cuando con el día ha llegado el éxito, todo ha quedado olvidado, incluso la fatiga». Yersin es el primer médico que salva a un apestado.

El cónsul y el obispo se comprometen a atestiguar cada uno por su lado la extraordinaria curación. Casi milagrosa, murmura el obispo, en quien la palabra es digna de fe. Los caminos del Señor son a veces tan oscuros como para que un protestante suizo resucite a un beato chino. Sin embargo, no habrá un San Yersin, cuyos dedo del pie o rótula, a modo de reliquias, sean llevados de rodillas en Morges por una procesión de peregrinos. Por supuesto, a uno le gustaría saber qué fue del joven, tener noticias suyas, escribir una Vida de Tisé, el primer hombre salvado de la peste. ¿Se hizo monje católico? ¿Se suicidó, como Joseph Meister, en el momento de la invasión japonesa? No lo sabremos. El cónsul aconseja a Yersin abandonar Cantón e ir a Amoy, hoy diríamos salir de Guangzhou e ir a Xiamén, un modesto puerto dotado de un lazareto para marinos, situado enfrente de Formosa, hoy Taiwán. Marineros, ¿a quién le importan? Si son casi fantasmas. Ya conocemos la frase de Platón.

La vejez de los barcos, como la de los hombres, es una lenta rodada cuesta abajo. Yersin, que está en pleno entusiasmo por su vacuna y no es persona que pierda el tiempo como nosotros en consultar los archivos marítimos, tan novelescos, tan llenos de coincidencias, seguramente no se fija en que junto al muelle de ese puerto de Xiamén está la vieja carcasa de su viejo Volga, el bravo navío que en otro tiempo le llevó con una regularidad de péndulo entre Saigón y Manila, y que ha sido desarmado y vendido ese año a precio de chatarra a la China Merchants Company, para terminar transformado aquí en pontón.

En cuanto al Saigon, a cuyo puente se sujetaba el capitán Flotte cuando estaba en las últimas, ha encallado ese mismo año, empujado por un tifón contra las arenas de la isla de Paulo Cóndor. Yersin no conoce esas nostalgias marítimas. Él inocula en pocos días su suero contra la peste, absolutamente moderno, a veintitrés enfermos, de los cuales sólo dos, tratados demasiado tarde, sucumben a pesar de todo a la enfermedad. Después, para ningunear a los ingleses, se traslada a Macao, donde están los portugueses. Sabe perfectamente que la noticia de sus exitosas vacunaciones cruzará la bahía.

Que llamen a su amigo Kitasato, que no puede hacer nada.