LA VACUNA

En cuanto a Yersin, ese verano se le hace regresar a París. Han pasado cinco años desde su partida. Un año desde su estancia en Hong Kong y su famoso descubrimiento. El gobierno de la República le pide que vuelva al Instituto Pasteur y se haga cargo de su jodido bacilo. Las autoridades comienzan a tener pesadillas cada noche con la peste adormecida en frascos de cristal en pleno corazón de París. Porque después de un año de cultivar y mimar a su jodido bacilo, apenas se ha avanzado. Para decir la verdad, sólo dan vueltas al asunto. ¿Por qué continuar cultivando en frágiles frascos nuevas proliferaciones de esa bomba bacteriológica que —por torpeza de un ayudante de laboratorio o por obra de un desequilibrado, de un investigador irritado o cabrón, o de un comando terrorista japonés o alemán— es susceptible de propagar la plaga y de resucitar en el distrito quince el gran terror negro, exterminando a la población de la capital?

Yersin se instala en el Instituto, dado que el Lutetia todavía no ha sido construido. A qué estarán esperando esos Boucicaut… «Me alojo de nuevo en el Instituto Pasteur, de lo que estoy muy contento porque me permitirá realizar más fácilmente mi trabajo, y, además, ¡estoy tan acostumbrado a ese lugar!» Se pone a la tarea junto con Roux y Calmette, promete a Fanny que pasará por la Casa de las Higueras cualquier día para verla.

Se había llamado al domador y resulta que lo que éste se encuentra en la calle Dutot es una fiera anémica, al borde de la depresión, sentada en pijama todo el día, mal afeitada y fumando pitillo tras pitillo. «Necesito devolver la virulencia a mi microbio, que ha estado un poco abandonado en mi ausencia. Después sembraré un buen número de matraces para preparar la toxina. Mientras ésta se forma sobre la estufa espero poder hacer una breve aparición en Morges». El saloncito floreado no podrá dar cabida a toda la prensa. El renombre de Yersin en este momento es mundial.

Como todo el mundo sabe, en el interior de una gallina hace calor. Cuarenta y dos grados. Mucho más caliente que el interior de una oveja, protegida por su lanita.

Pasteur, a base de enfilar el termómetro aquí y allá, por cloacas y anos, fue el primero en constatar que la temperatura elevada de ciertas aves impide a los virus desarrollarse en ellas. Si se le inocula el carbunco de la oveja a una gallina, a ella le da lo mismo y se ríe. Le hace cosquillas. Si se la introduce en una bañera de agua fría, deja de hacerse la lista y muere de carbunco. Si a la gallina mojada se la saca a tiempo, contrae la enfermedad pero se cura sola, bate las alas para calentarse mientras insulta al auxiliar de laboratorio. Yersin decide probar con la paloma.

La paloma es algo así como la rata del cielo, una rata a la que se le hubieran atornillado unas alas antes de pintarla de gris. Un ave volátil que no obstante pasa la mayor parte del tiempo en el suelo, con frecuencia cojeando, renqueante sobre sus muñones como un leproso sin muleta. Entre ambas criaturas hay, sin embargo, una notable diferencia: el pájaro, al contrario que el roedor, está naturalmente inmunizado contra la peste.

Yersin hace desfilar todo el circo de fieras de la calle Dutot, de la más pequeña a la más grande. De Molière pasa a La Fontaine, con los animales enfermos de peste, luego, a salto de cabra, al cuento de los hermanos Grimm de los apilados animales músicos de Bremen. Intenta atenuar la virulencia del bacilo con el fin de obtener de un lado una vacuna y del otro un remedio antipestífero. En dos meses y como si fuera tan fácil y bastase con filmarlo todo a cámara rápida delante de su encimera del laboratorio, manipula, toma muestras, calienta, va a mear, se lava las manos, pone inyecciones y garrapatea en sus cuadernos. Yersin en acción, con bata blanca, y los animales del laboratorio cada vez más gordos, aunque no las tienen todas consigo, pues cada vez les clavan jeringas más grandes. El látigo del domador restalla en medio de la pista y cada bestia sube a su taburete para la inyección y pone la nalga.

En cada etapa, el redoble de tambor y el golpe de platillos de la orquesta: ¡Yersin inmuniza al ratón! ¡Yersin inmuniza a la cobaya! ¡Yersin inmuniza al conejo! ¡Yersin inmuniza al caballo! Yersin no tiene elefantes a mano. Da una palmada sobre la grupa del caballo, apártenmelo, saca una estilográfica, desenrosca el capuchón y redacta para los Annales de l’Institut Pasteur, junto con Calmette, La peste bubónica, segunda nota: «Estos experimentos de seroterapia merecen, pues, ser continuados. Si los resultados obtenidos en animales siguen siendo satisfactorios, habrá lugar para intentar aplicar el mismo método a la prevención y al tratamiento de la peste en los humanos». Vuelve a enroscar el capuchón, se quita la bata blanca, tiende la hoja a Roux, listo, y anuncia su partida, ahí les dejo el fregado. Roux presenta la vacuna de la peste a un viejo Pasteur ataviado con levita negra y corbata de pajarita, ya lisiado, y los dos hombres, al levantar los ojos del microscopio, saben que han tenido razón, que si Yersin les pidiera una carta de recomendación para construir un cohete para la luna, ellos le tomarían prestada la estilográfica y desenroscarían su capuchón.

Yersin está ya impaciente por regresar al mar, pero multiplica las gestiones: ante el Ministerio de Asuntos Extranjeros y ante el de las Colonias, también ante la Sociedad Geográfica. Quiere instalar en Nha Trang un laboratorio idóneo para preparar el suero en grandes cantidades y donde proseguir sus experimentos con monos antes de pasar a humanos. «Me tienen un poco de envidia, cosa que me es absolutamente indiferente».

A primeros de agosto está a bordo del Melbourne, que enfila hacia Asia a dieciséis nudos por hora. Yersin consigna el récord en un cuaderno. Durante esta travesía de Marsella a Saigón, vigila los frascos de bacilos depositados en la farmacia de su colega de las Mensajerías. En París los ministros duermen como bebés, ahora que se encontró el remedio para el caballo. Pasteur muere en septiembre y se le organiza un funeral de Estado. Su alegría ha sido haber dejado su Instituto en las manos de su pequeña banda, esos jóvenes que hace años que son sus ojos, sus brazos y sus piernas y que continuarán después de él su obra. Roux y Calmette permanecerán al timón durante casi cuarenta años.

Yersin ha embarcado también un nuevo aparato fotográfico, la cámara prismática, un ingenioso sistema de pequeños cuadros desplegables que inciden en el paralaje y dan a la copia fotográfica la ilusión de relieve. Toma fotos en cada escala. A su llegada publicará un artículo allá lejos, en la Revue indochinoise illustrée, que se imprime en Hanói.

En Colombo compra una pareja de mangostas.