EN MADAGASCAR

No es ésta una vida de no moverse.

Yersin tenía veintisiete años cuando escribió en París esa frase rimbaudiana, ese alejandrino, al final de una carta a Fanny. Bien se ha movido. Ahora tiene treinta y dos. Una vez más se trata de un telegrama, que le ha llegado al hacer escala el Saigon y cuyo papel azul despliega Yersin en su casucha de madera, quizá empezando a maldecir el invento. Le ruegan «salir lo antes posible hacia Diego Suárez, para estudiar el microbio de la fiebre biliosa». La República le envía en misión y el vapor le saca de Nha Trang rumbo a Saigón.

Su situación financiera ha mejorado. Luce un traje color hueso de buen corte, lleva consigo a un joven de quien resulta difícil definir no ya sus funciones sino el nombre que les atribuye: ayudante de laboratorio, secretario o asistente. En adelante, Yersin se hará acompañar en todos sus viajes, uno tras otro, por un reducido número de aquéllos a quienes llama mis servidores annamitas: la pequeña banda de Yersin, los hijos de pescadores a los que él ha convertido en técnicos auxiliares de laboratorio y también en mecánicos de sus aparatos y, muy pronto, de sus automóviles. Delante del Arsenal, los dos hombres se embarcan, en primera, en la línea de las Mensajerías Marítimas rumbo a Aden.

Esta vez, Yersin desembarca en Yemen. El cónsul de Francia le transmite durante su escala las instrucciones del ministerio. Yersin descubre el infernal caldero de la antigua provincia romana de la Arabia Pétrea, justo en el límite del gran erg, esa inmensidad arenosa del desierto de Rub al-Jali, con su sol abrasador: «Los alrededores son un desierto de arena absolutamente árido. Pero aquí las paredes del cráter impiden entrar el aire y nos asamos en lo hondo de este agujero como en un horno de cal». Yersin es recibido en las casas de los blancos vestido de blanco como una vedette, como un heraldo de la modernidad. Le invitan a la terraza del Grand Hotel de l’Universe, en Steamer Point, cerca de la casa del negociante Bradey en la que se enriqueció el poeta muerto cuatro años antes, de quien aún se cuenta allí la leyenda de los ocho kilos de oro que llevaba en la cintura y que lastraban su paso. Sin duda, Yersin nunca llegará a ser tan rico como Rimbaud.

Después de Arabia es el turno de África y los dos hombres se toman su tiempo. Cabe imaginar que el sirviente no se siente decepcionado con el viaje. Son como el inspector Fix y Phileas Fogg. Muy posh. Yersin llega a Egipto y va a ver las pirámides y los templos, remonta en falúa las aguas verdes del Nilo, sabe que Livingstone murió en Tanganika al ir a buscar allí sus fuentes. Se embarca hacia Zanzíbar y después hacia La Reunión, donde se detiene, se informa sobre su agricultura, sobre las flores y la canela, y todo eso está ahí delante de él como en los versos de Baudelaire: bajo la tutela invisible de un ángel[8]. El niño desheredado se emborracha de sol. Y en un lento descenso del océano Índico, a través de la línea del ecuador, el navío va deslizándose sobre dorados reflejos de moaré por el canal de Mozambique, entre las Comoras y Madagascar. Después de tres meses de peregrinaje, los dos hombres se instalan en Nossi-Be. Se quedan en la isla «en lugar de ir a Majunga porque en Majunga como en Nossi-Be no hay fiebre biliosa y Nossi-Be es infinitamente más grata para vivir». Yersin ama estar a orillas del mar.

Sentado en una mecedora bajo una veranda, apaga su sed con un vaso de agua fresca pasada por un filtro Chamberland o con una limonada, en este país sin invierno ni verano, donde la primavera y el verdor son perpetuos, y la existencia, libre y gratuita. Está convencido de que se desplaza para nada, pero acata la orden, recorre un poco la región, toma muestras, prepara el microscopio y las jeringas, estudia la vegetación y la arboricultura, descubre árboles singulares y frutos sabrosos. Por primera vez tiene delante un árbol de la goma, el jebe.

Yersin hace rodar entre las palmas de sus manos una bola viscosa de látex, la atraviesa con el dedo, la estira y modela una corona: un neumático para su bicicleta Peugeot. Admira la intuición y el ingenio del inventor del neumático. Está seguro de que el nombre de Dunlop quedará más claramente inscrito en la memoria de los hombres que el del descubridor del bacilo de la peste. Porque la peste va a desaparecer y los neumáticos proliferarán. Puede que no imagine, sin embargo, que en un siglo los ingenios con neumáticos, las bicis y luego los autos, las motos, los camiones y los aviones, provocarán tantas muertes violentas como el gran terror negro.

Su misión en Madagascar es más política que científica, Yersin no se engaña. Es la gran historia de la colonización. Lo que se le encarga difundir es la imagen de Francia, tal y como se enviará a Lyautey a difundirla en Marruecos. En las detenciones en comisaría se suceden el policía bueno y el malo, así que si la presencia de Yersin no basta para convencer a los malgaches, se les enviará a Gallieni.

Y como los malgaches ponen mala cara, mandan a Gallieni[9].