EN NHA TRANG

A su regreso, Yersin emprende la creación de un modesto centro de estudios de epizootias, las enfermedades contagiosas animales, imagina cómo serán las construcciones y la crianza. Una misión gubernamental le asigna cinco mil piastras, con ellas equipa un pequeño laboratorio de medicina veterinaria. Pretende llevar a cabo las investigaciones él solo y a su ritmo. Comienza junto a la casucha de madera de la Punta de los Pescadores, Xom Con, cerca de la arena y de la oscilación de los cocoteros, frente a la escollera donde por la mañana los pescadores abren a machetazos el interior magenta de los grandes pescados azules y los evisceran al borde del agua.

Yersin quisiera no moverse más, alimentar en sus jaulas de bambú a ratones, cobayas, monos y conejos, los animales para sus experimentos. No tiene espacio para los búfalos y para otros bovinos. Está demasiado cerca del mar. En la época de los monzones, con sus palmeras desgreñadas, la punta a veces se inunda. Yersin busca un lugar más seguro donde levantar los establos y las caballerizas. Ninguna carretera lleva tierra adentro. Remonta en piragua el río Cai, que desemboca allí en el mar, y adquiere la antigua ciudadela de Khanh Hoa, a una docena de kilómetros, en la que instala una veintena de caballos y otros tantos bueyes y búfalos. Le falta un veterinario.

Yersin contrata en Nha Trang a hijos de pescadores, a los que convertirá en los ayudantes de laboratorio de su pequeño establecimiento. Con ayuda de Calmette consigue el material y la cristalería y los desembarca con cuidado del Saigon durante la escala del barco, llevándolos a tierra en botes; también revistas científicas y su nueva bicicleta Peugeot, encargada al ingeniero artesano en Francia. Por la mañana, en la terraza, traza los planos, por la tarde supervisa los trabajos de construcción del laboratorio y, por la noche, escribe en su casucha su libro En los dominios de los mois, del que hará imprimir quince ejemplares por cuenta del autor. Yersin nunca ha buscado honores y nunca los ha rechazado. Por consejo de Calmette, recluta a un veterinario militar, Pesas, que llega de Saigón y que muy pronto caerá en el campo del honor de la microbiología.

A Yersin le gustaría quedarse aquí, en la Punta de los Pescadores, delante de las aguas brillantes de la bahía y de los bosquecillos de arecas en los que se enredan las lianas de betel, con los cocoteros, los niños, las redes que las mujeres zurcen en la playa y, al anochecer, el vuelo de los murciélagos, lejos de la furia de las ciudades epilépticas, en medio de la verdadera vida. A veces, durante la noche, se acuerda del capitán Flotte, a quien a fin de cuentas debe todo esto: Nha Trang y las exploraciones y el renombre. «Aunque las cintas de las condecoraciones me sean en general por completo indiferentes, estoy muy contento de haber obtenido la Legión de Honor, pues va a facilitarme muchas cosas». También aquí, como en la demografía y en la esperanza de vida, conviene evitar todo anacronismo. Entonces no se daba esa condecoración a los futbolistas.

En ese año, un joven oficial de caballería, Hubert Lyautey, un heredero de la pequeña banda de los saharianos y del capitán Rimbaud, que acaba de pasar dos años en Argelia, donde se mostró un tanto crítico con el sistema colonial, viene a visitar al sabio Yersin en su retiro. De su encuentro en la casucha de madera da cuenta Noël Bernard, el primer biógrafo de Yersin. Están hechos los dos de la misma pasta.

Lyautey, que regresa de una misión en Madagascar, admira el espíritu emprendedor del pasteuriano, quien como descubridor del bacilo de la peste bien podría estar brillando en los salones de París. Visita los establos, las caballerizas y el pequeño laboratorio al borde del agua. «Naturalmente comenzó sin recursos, se procuró por su cuenta veinte caballos a quince piastras cada uno, así como animales para la vacuna, se asoció a un veterinario, Pesas, al que adiestró y entusiasmó, y ahí está, en marcha. Uno pasa horas reconfortantes en este establecimiento, todavía tan rudimentario, con este joven sabio sin aspiraciones personales, únicamente poseído por su obra».

Hace varios meses que París vive el caso Dreyfus. De igual modo que antaño se acusaba a los judíos de propagar la peste, hoy son sospechosos de haber propiciado la derrota y traicionado a Francia. Yersin lamenta la falta de información. «Tú me pides mi opinión sobre el caso Dreyfus, pero no puedo dártela porque nadie conoce los detalles del proceso. Es probable que si los generales no han querido divulgarla sea porque su divulgación presentaba graves inconvenientes». Lyautey es de los que de entrada presuponen la inocencia del capitán. Se ha arriesgado a expresar por escrito sus dudas sobre la sentencia del tribunal militar. «Lo que viene a unirse a nuestro escepticismo es que nos parece distinguir en ella una presión de la llamada opinión pública o mejor de la calle, de la turba». Ambos comparten la animadversión hacia la opinión pública y la vulgaridad, hacia la jauría. «Aúllan pidiendo la muerte de este judío porque es judío y porque hoy el antisemitismo es lo que se impone». Pero quien defiende al judío es un marica. Como la historia del ciego y el paralítico. Eso le valdrá a Lyautey una involuntaria presentación en sociedad y una frase de Clemenceau, también él sin embargo dreyfusista defensor de la inocencia del capitán, fingiendo admirar su coraje: «He aquí a un hombre admirable, corajudo, que siempre ha tenido los cojones pegados al culo, incluso cuando no eran los suyos». La vida política era todavía cosa de los más viriles y los discursos en el Parlamento a veces acababan al alba, sobre un prado. Yersin sabe que haga lo que haga no le resultará fácil alejarse de toda esa porquería de la política.