EN HONG KONG

El anciano que cierra su viejo cuaderno vuelve a verse a sí mismo vestido de explorador a su regreso del país de los sedangs, con la chaqueta de tela verde y el tahalí de sus instrumentos. Yersin se despide del padre Guerlach. Tiene treinta y un años de edad. Baja hasta Saigón, lee el telegrama de Roux, a quien no ha vuelto a ver desde su conferencia en la Sociedad Geográfica. Los telegramas. Eso es porque Roux y Pasteur son fulminantes. Y bombardean a las autoridades con sus mensajes. Los pasteurianos consideran a Yersin uno de los suyos, siempre en la reserva de la ciencia. Enviaron mensajeros a Nha Trang, donde supieron que Yersin estaba en el monte. El monte, dice Roux con irritación, encogiéndose de hombros.

Faltan veinte años para la Primera Guerra Mundial, pero ya la batalla científica es también política y las alianzas son las mismas. Una epidemia de peste en China se extiende hacia Tonkin y llega a Hong Kong en mayo. El terror a su guadaña se levanta sobre el horizonte y enseguida llega la hecatombe, el pánico entre los ingleses de Kowloon, entre los franceses de Haiphong y en todos los puertos que mantienen relaciones comerciales con China.

En la época en que los desplazamientos eran a pie, a caballo, en carros de bueyes de ruedas chirriantes o en barcos de vela, la peste avanzaba al paso, llevándose su cosecha por delante. Veinticinco millones de muertos en Europa en el siglo XIV. Los médicos, vestidos con togas, usaban máscaras blancas con un largo pico de ave relleno de hierbas aromáticas para filtrar los miasmas. El terror es proporcional a la aceleración de los medios de transporte. La peste estaba esperando por el vapor, la electricidad, los ferrocarriles y los grandes navíos de casco de hierro. Con el gran terror negro, ya no se trata de la hoz y su silbido sobre los tallos, sino del petardeo de la segadora-trilladora lanzada a todo ritmo en medio del trigo. No hay terapia. La peste es imprevisible y mortal, contagiosa e irracional. Siembra la desgracia y la muerte, extiende por el mundo el jugo negro o amarillo de los bubones que abre en los cuerpos. La descripción médica de entonces se puede encontrar en el tratado de enfermedades infecciosas del profesor Griesinger, de la Universidad de Berlín, citado por Mollaret, aparecido veinte años antes y en el cual se menciona que la peste proviene de «poblaciones miserables, ignorantes, desaseadas y bárbaras hasta extremos increíbles».

En Saigón, Yersin pide prestado un poco de material médico, que guarda con precaución en un baúl, probetas, láminas y una autoclave para esterilizarlas. Regresa a Hanói y se reúne con el doctor Lefèvre, médico de la Misión Pavie que acompañará al explorador desde Laos hasta Muang Sing con el fin de delimitar la frontera china. Lefèvre es un político y no le oculta, querido colega, que la partida con los ingleses no será sencilla. Desde Bombay hasta Hong Kong, el dominio británico, el Raj, como se le llama, dispondría de un inmenso territorio ininterrumpido si no fuera por esa insoportable espina de la Indochina francesa. Por esa razón, los ingleses recurren a los médicos japoneses, que es lo mismo que decir alemanes, moviendo al Instituto Koch contra el Instituto Pasteur.

Sin embargo, añade Lefèvre, hay un italiano francófilo, el padre Vigano, un honorable académico, antiguo oficial de artillería condecorado en la batalla de Solferino antes de vestir hábito, un topo católico entre los protestantes, dice sonriente Lefèvre, pero que está dispuesto a ayudar a la Tercera República en agradecimiento al Segundo Imperio por haber unificado Italia. Para la mentalidad de Yersin eso es algo más extravagante que la vida de los mois. El suizo y el italiano son llamados al servicio de Francia. Yersin desembarca en Hong Kong a mediados de junio y acude al hospital de Kennedy Town, que dirige el doctor Lawson.

Desde su llegada al puerto, bajo una lluvia torrencial, ha visto cadáveres de apestados por las calles, entre los charcos, en medio de los jardines, a bordo de juncos fondeados. Los soldados británicos se llevan a los enfermos a la fuerza y vacían sus casas, lo amontonan todo y lo queman, echan cal y ácido sulfúrico, levantan muros de ladrillos rojos para impedir el paso a los barrios infestados. Yersin toma fotografías, escribe durante la noche sus primeras visiones de ese infierno bajo el cielo gris y el diluvio de los aguaceros. Los hospitales inundados se colman en vano. En una antigua fábrica de cristales o en un matadero en construcción, en chozas de paja requisadas, Lawson abre por aquí y por allá lazaretos que se tornan morideros. Allí se echan sobre el suelo esteras que acabarán quemadas junto con sus ocupantes. La muerte llega en pocos días. A través de las cortinas de lluvia cálida de la borrasca, ruedan al paso las carretas cargadas de cadáveres apilados. «Me he fijado en que hay muchas ratas muertas que yacen en el suelo». La primera nota garrapateada por Yersin esa misma noche se refiere a las cloacas desbordadas y a las ratas en descomposición. Desde Camus es algo evidente, pero entonces no lo era. He ahí lo que Camus le debe a Yersin cuando escribe su novela justo cuatro años después de la muerte de éste.

Por telegrama y con cuidado diplomático, el gobernador inglés, Sir Robinson, ha autorizado a Yersin a estudiar la peste en Hong Kong. Pero la mala voluntad de los ingleses es evidente y todavía peor la de los japoneses, la del equipo de Shibasaburo Kitasato, que pretende reservarse las autopsias. Kitasato y su asistente Aoyama han seguido el curso de Koch. Kitasato y Yersin llegaron a Alemania el mismo año, Yersin a Marburgo y Kitasato a Berlín, donde permaneció siete años al lado del descubridor del bacilo de la tuberculosis. Cuando el doctor Lawson les presenta a Yersin, que se dirige a ellos en alemán, se parten de risa sin responderle: «Parece que durante el tiempo transcurrido desde que estuve en Alemania he olvidado un poco la lengua porque, en lugar de responderme, se han reído entre ellos».

Kitasato no puede ignorar el nombre de Yersin y su descubrimiento, junto con Roux, de la toxina diftérica. Kitasato comparte con el lama Koch una total hostilidad hacia Pasteur y sus institutos. Hay que comprender también, en esta competición, que son conscientes de que esta vez es la de verdad. El microbio de la peste, si es que es un microbio, va a ser descubierto: no tiene escapatoria. Y nunca volverá a presentarse en la historia de la Humanidad la ocasión de haber sido el vencedor de la peste. En varias semanas de devastación hay varios miles de cadáveres más que estudiar. La única oportunidad para el microbio sería una parada brutal y misteriosa de la epidemia. Yersin y Kitasato saben bien que deben su estancia allí a Koch y a Pasteur, dos genios tan absolutos como Galileo. Ambos saben que son enanos encaramados a hombros de dos gigantes. Kitasato tiene la ventaja sobre el terreno. Ningún cadáver será puesto a disposición de Yersin.

Éste podría darse por vencido y regresar al mar. Pero el padre Vigano es un adepto a esos métodos vaticanos un tanto pícaros que un austero protestante de Vaud normalmente reprueba. Hace construir para Yersin, en dos días, una choza de bambú recubierta de paja, cerca del Alice Memorial Hospital. Ahí la tiene, como residencia y como un laboratorio en el que instala una cama de campaña, abre su baúl y coloca el microscopio y las probetas. Vigano unta a los soldados ingleses encargados de la morgue del hospital, en la que se apilan los cadáveres a la espera de la hoguera o del cementerio, y les compra algunos. Yersin tira de bisturí. «Ya están metidos en sus féretros y cubiertos de cal, yo retiro un poco de cal para descubrir la zona crural». Yersin vuelve a sentir el regocijo parisino de las probetas, como volar cometas. «El bubón está muy definido. Lo extraigo en menos de un minuto y lo subo a mi laboratorio. Hago rápidamente una preparación y la pongo bajo el microscopio. Identifico a primera vista un verdadero puré de microbios, todos parecidos. Son pequeños bastoncillos rechonchos con las extremidades redondeadas».

Todo está dicho. No hay ninguna necesidad de escribir un libro de memorias. Yersin es el primer hombre que observa el bacilo de la peste, como Pasteur había sido el primero en observar los de la pebrina del gusano de seda, el carbunco de las ovejas, el cólera de las aves o la rabia de los perros. En una semana, Yersin redacta un artículo que aparecerá en septiembre en los Annales de l’Institut Pasteur.

Kitasato, que tomaba muestras en los órganos y en la sangre, despreciando los bubones, describe el neumococo de una infección colateral al que toma por el microbio. Sin la casualidad y la suerte, el genio no es nada. El agnóstico Yersin está bendecido por los dioses. Como mostrarán los estudios posteriores, Kitasato disfruta de un auténtico laboratorio de hospital y de una estufa regulada a la temperatura del cuerpo humano, temperatura en la que proliferan los neumococos, mientras que el bacilo de la peste se desarrolla mejor en torno a los veintiocho grados, temperatura media en Hong Kong en esa temporada, y temperatura en la que Yersin, privado de estufa, lleva a cabo sus observaciones.

Yersin, al mismo tiempo que envía sus resultados a París, se los entrega a Lawson, quien se apresura a comunicarlos a los japoneses. Yersin se queja, pero no se fustiga por ello. «Debería haber sido más reservado. Ha sido él quien, después de haber visto mis preparados, ha aconsejado a los japoneses que buscaran el microbio en el bubón. Él mismo me ha asegurado, así como otras muchas personas, que el microbio aislado al principio por los japoneses no se parecía en absoluto al mío». Kitasato se atribuye el éxito y lanza una polémica científica y política. Pero se presentan las pruebas y Yersin, que nunca conoció a su padre y nunca será padre, ve al menos cómo se le atribuye la paternidad definitiva del descubrimiento:

Yersinia pestis.

Sigue encerrado todavía durante dos meses en la choza. Inclinado sobre las ratas muertas, establece su papel en la propagación de la epidemia. Siguiendo el ejemplo de Pasteur en Beauce durante la investigación del carbunco, toma muestras de tierra en el barrio contaminado de Taypingshang y se las describe a Calmette. «Usted sabe que buscar un microbio en el suelo no es cosa fácil y que, incluso si no se lo encuentra, tampoco se puede concluir definitivamente que no esté ahí. Emprendo pues esta tarea con la íntima convicción de que no encontraré nada». Prepara la tierra negra diluida y siembra tubos con agaragar en el que remoja un hilo de platino. «Y bien, figúrese que he obtenido en los dos tubos numerosas colonias de peste y ningún otro tipo de microbio».

Ahora los ingleses quieren conservarle, a título de agente sanitario. Los japoneses se han ido. Está claro que los muros de ladrillos rojos a la entrada de las calles, si bien bloquean a los chinos, dejan pasar al bicho. Pero Yersin decide abandonar Hong Kong. Escribe al gobernador general de Hanói. «Considero que el objetivo de mi misión en Hong Kong está conseguido, dado que he podido aislar el microbio de la peste, hacer los primeros estudios sobre sus propiedades fisiológicas y enviar a París un material de trabajo suficiente». A mediados del mes de agosto se despide en el puerto del buen monje-soldado Vigano y regresa a Saigón para escribir su informe de la misión, como hacía con el de las exploraciones, y para devolver el material prestado. Yersin consigna en un cuaderno sus conclusiones: «La peste es pues una enfermedad contagiosa e inoculable. Es probable que las ratas constituyan su principal vehículo, pero he constatado que también las moscas contraen la enfermedad».

En dos meses Hong Kong y la gran historia de la peste están listos. Él tiene otra idea. Yersin siempre está apremiado. Es como si hubiera identificado el bacilo de la peste para darle gusto a la pequeña banda de los pasteurianos, así, en dos patadas, ustedes pueden rematar la faena, que yo tengo cosas mejores que hacer; comparte sin reservas sus muestras del bacilo, que envía aquí y allá para ir más deprisa en la obtención de la vacuna, y escribe a Calmette: «No me cabe duda de que usted y Roux llegarán pronto a obtener resultados».

Para él se han terminado tanto las exploraciones como las navegaciones. Quiere fijar su base en Nha Trang, criar ovejas o dedicarse a la agricultura, la verdadera vida, una realidad rugosa a la que agarrarse. No volverá a la vida monótona de los marinos y ya no tiene edad para ser explorador ni para combatir con Thouk. Además, ha recuperado el gusto por la investigación, por las probetas y los microscopios, sus cometas. Para todo eso hace falta conseguir algunos fondos, mendigar cuatro perras, y su renombre puede avalarle delante de las autoridades. Para impresionarlos, tal vez cite a Molière y la réplica de La Flèche.

La peste se lleve a la avaricia y a los avariciosos[7].