ARTHUR & ALEXANDRE

El teléfono móvil no ha sonado. El fantasma sube a su suite. Llena la bañera de cuatro patas de león etíope, deshace el nudo de su corbata y enciende el ventilador de cobre amarillento. Sobre el buró, un libro de Leonardo Sciascia en el que hay una línea subrayada: «Sabido es que la ciencia, como la poesía, está a un paso de la locura».

Sobre la cama hay notas desparramadas. Cartas a las dos madres, Vitalie y Fanny. A las dos hermanas, Isabelle y Émilie. Cartas de escritura rápida en las que aparece siempre la cuestión de partir, de irse, en las que se habla de comprar un caballo o de hacer un pedido: un sextante, un teodolito, un barómetro aneroide o tratados de mecánica y manuales de excavación, de mineralogía, de trigonometría, de hidráulica, de astronomía, de química. Uno reúne la mayor biblioteca científica de Annam; el otro, la mayor biblioteca científica de Abisinia. El fantasma podría escribir en paralelo la vida de ambos. La larga vida de uno y la vida breve del otro.

El Lang Bian Palace es un islote de tiempo suspendido, hoy se llama Dalat Palace, sin que pueda verse ciertamente en ese cambio el paso del capitalismo al comunismo, quizá porque nadie osó, tras la independencia, rebautizarlo como Ho Chi Minh Palace, con el nombre de alguien que pasó una gran parte de su vida en campamentos precarios, ni tampoco con el del general Giap, quien sin embargo se alojó aquí durante las negociaciones con los franceses.

La grifería de latón verdeante, que pronto será centenaria, todavía aguanta. Las alfombras persas son propicias a los desplazamientos, tanto en el espacio como en el tiempo, y a las ensoñaciones geográficas y demográficas. Acostado dentro del agua caliente, el fantasma del futuro prende un cigarrillo y escucha al viento barrer los árboles del parque. Siete mil millones de hombres pueblan hoy el planeta. A principios del siglo XX eran menos de dos mil. Se estima que, en total, ochenta y cuatro mil millones de seres humanos han vivido y muerto desde la aparición del Homo sapiens. Es poco. El cálculo es simple: si cada uno de nosotros escribiera tan sólo la vida de diez personas a lo largo de la suya, nadie sería olvidado. Nadie sería borrado. Todo el mundo pasaría a la posteridad. Eso sería justicia.

Una tumba no es nada, pero un sepulcro… Escribir una biografía es tocar el violín con una partitura. Uno vivió desde el Segundo Imperio hasta la Segunda Guerra Mundial, el otro se cayó de un caballo a los treinta y siete años. En ambos, el mismo afán de saber y de partir, de abandonar las pequeñas bandas de los pasteurianos o de los parnasianos. Y el gusto por los amaneceres soleados y la navegación marítima, por la botánica y la fotografía. «Acabo de encargar en Lyon un aparato fotográfico que me permitirá intercalar, en esta obra, algunas vistas de estas extrañas comarcas». Pero el curioso álbum sobre la tierra abisinia de los gallas lo escribe Yersin sobre la tierra de los mois. A estos dos, cada cual en un extremo del mundo, se les ocurre una idea cada cinco minutos. Importar mulas de Siria a Etiopía o vacas de Normandía a Indochina. Es la aventura de la ciencia, «¡la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo avanza!». El gusto por las matemáticas: la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos ángulos rectos. La poesía debería ser así. Un alejandrino que se le ocurre al final de una carta a Fanny. Un verso al final del cual podrían desfilar todos los verbos en infinitivo: Porque esta vida no ha sido sino…

Mientras Yersin prepara sus expediciones, se produce la caída del caballo en Diré Daoua. Righas, el amigo griego de Rimbaud, escribe que a éste «se le dislocó la rodilla y se desgarró con un pincho de mimosa». Tienen eso en común, la soledad y el irse a ver otros lugares y avanzar a la cabeza de caravanas, intentando hacer más y hacerlo mejor que sus padres ausentes. Ir más lejos, en la ciencia y en la geografía, de lo que fueron esos padres a los que no conocieron. Uno con el microscopio y el bisturí encontrados en el granero de Morges. El otro con el Corán y la gramática árabe encontrados en el granero de Roche. Se trata de ir más lejos que aquel capitán Rimbaud de la banda de los saharianos, y abrir la ruta de Entotto a Harar. Se trata de ir más lejos que el intendente de la fábrica de explosivos, y abrir la ruta de Nha Trang a Phnom Penh. Los calores atroces y la sed se los contarán a las mujeres, a las sedentarias madre y hermana que nunca han salido de Suiza ni de las Ardenas, y lo harán ocultando su nombre, firmando brutalmente con el apellido, como padres: uno, Rimbaud; el otro, Yersin.

No haber descubierto el bacilo de la peste hubiera condenado a Yersin a morir como un explorador desconocido en medio de miles de exploradores desconocidos. Bastó un pinchazo en la punta de un dedo, como en los cuentos de hadas. Pero la vida novelesca y ridícula de los hombres es siempre así. Ya curen la peste o mueran de gangrena.