Después de haber atravesado las cumbres, a más de dos mil metros, descienden hacia los fríos bosques de coníferas y después hacia la jungla, hacia el roto vitral de arrozales que se ve ahí abajo, en la llanura. El puñado de caminantes exhaustos llega al Mekong en los alrededores de Stung Streng, tres meses después de su partida de Nha Trang. Yersin revende los caballos y los elefantes y embarca a su pequeña tropa en una larga piragua. Ha recorrido todo el camino a pie, al frente de su caravana, para no desajustar su cronómetro, y al fin se sienta y se deja llevar por la corriente del inmenso río jade.
Lo que entonces era el muelle Piquier, situado a lo largo de una dársena de puesta a flote cegada desde hace mucho tiempo, se ha convertido en la calle 108, no lejos de la legendaria pagoda de Vat Phnom y del barrio francés, del Hotel Royal y del lugar donde hoy están el Instituto Francés y el Hospital Calmette. Pero, a la llegada de Yersin, Phnom Penh era todavía un pueblo. Después de tres meses de marcha, Yersin se presenta ante las autoridades francesas. Se organiza una recepción en la casa del alto comisario de Camboya, Louis Huyn de Verneville, una cena de gala, por supuesto, sentados bajo los ventiladores de techo. Viniendo de Vaud, Yersin no comparte el paradójico gusto de los regicidas franceses por esos residuos de la nobleza que se refugian en la banca o en la diplomacia. Se hunde en los sillones de piel de búfalo.
Yersin es el primer viajero en comunicar por vía terrestre la costa de Annam con Kampuchea. La única vía conocida de acceso hasta el reino de los jemeres era el río. Los criados, vestidos con trajes tradicionales, sirven el champán. Se le pregunta por su desconocido trayecto, por las tribus y las jóvenes salvajes. Pero la conversación de Yersin, cuando se aviene a ella, es tan científica como su correspondencia. «Allí donde me ha sido posible, he marcado punto topográfico: casi todas mis latitudes han sido determinadas por la medida de la altura de la estrella Polar, que es un procedimiento excelente porque la repetición de la observación da una gran exactitud a los resultados. Puedo garantizarles una exactitud de unos 20˝. Mis longitudes dependen, naturalmente, de la marcha más o menos regular de mi cronómetro: lo he revisado cada vez que me he visto obligado a permanecer varios días en un mismo lugar y me ha parecido lo bastante constante como para garantizar mis longitudes con una exactitud de 4˝ más o menos». Eso es poesía de lo útil, pero enseguida se vuelve una lata. Los invitados son herméticos a esta literatura sin rastro de romanticismo. Miran las aspas del ventilador o la punta de sus zapatos encerados, toman un poco más de champán, encienden un cigarrillo. A través de los ventanales ven las aguas doradas del Tonlé-Sap, en su confluencia con el Mekong, y la procesión de los bonzos con sus togas naranjas que suben a la pagoda de Vat Phnom. Yersin también se aburre y la cena llega a su fin. Se pasa a la absenta. Se abandona la idea de organizar un baile en su honor.
Para él todo esto no importa y se impacienta. No entiende por qué le aplauden y le felicitan. Se trata de algo tan simple como la difteria. Basta con observar y caminar, basta con levantar el culo del sillón de piel de búfalo. Ya se sabe del asombro de los matemáticos al constatar que nadie a su alrededor sabe resolver ni siquiera una ecuación de tercer grado, ese asombro sincero que se suele tomar por orgullo cuando no es más que ingenuidad, el asombro de estos hombres ante el hecho de que no sea todo el mundo igual que ellos, cosa que mina los fundamentos de la República, cuando se acepta de buen grado que no todo el mundo puede correr los cien metros en diez segundos. Es también la irritación de los hipermnésicos, al tener que tomar nota de que por regla general todo se olvida demasiado deprisa.
Yersin y su pequeña tropa regresan a Saigón a bordo de un barco fluvial por el delta del Mekong. Él redacta su informe, consigna sus observaciones etnológicas y geográficas, las ilustra con cerca de ciento cincuenta fotografías, que revela en su casucha de Nha Trang. Traza mapas precisos de su recorrido, que envía a Luang Prabang, en Laos, donde son montados con planos obtenidos en la llamada Misión Pavie, la expedición de Auguste Pavie en la Cochinchina. El texto es expedido a París. Que no esperen nada pintoresco, es un texto preciso, como buena exposición de pasteuriano, una alabanza a la precisión de su cronómetro suizo marca Vacheron y a la de su barómetro «ajustado con el del Observatorio de Manila».
El relato es demasiado científico incluso para una revista de divulgación como Le Tour du monde. Ni ataques de tigres, ni lánguidas princesas indígenas de senos puntiagudos. Sin embargo, los diarios de la metrópoli anuncian su proeza, sin entrar en detalles. Yersin es invitado a París. Pasteur hace despejar su habitación en el Instituto, para su vuelta al regazo. El Hotel Lutetia todavía no existe. Su informe sobre la expedición se publica en la revista de la Sociedad Geográfica, que cinco años antes había publicado el relato de Arthur Rimbaud de su exploración africana titulado Informe sobre Ogadine, región del sudeste etíope llamada hoy Ogadén. En el bulevar Saint-Germain, Yersin atraviesa el porche de la Sociedad Geográfica, donde dos cariátides sostienen respectivamente el mar y la tierra.
A su conferencia asisten, codo con codo, la pequeña banda de la calle Dutot y la pequeña banda de la calle Mazarine, los sabios pasteurianos —entre ellos el propio Émile Roux, que acaba de apagar su mechero Bunsen y de colgar su bata blanca en el perchero del vestíbulo— y los geógrafos exploradores, entre los cuales está el mismísimo Auguste Pavie, que ha regresado de Laos y de su viceconsulado en Luang Prabang. Es asombroso el talento de este joven para mezclar así las dos pequeñas bandas, de igual modo que Paul Gégauff reunirá un siglo más tarde las pequeñas bandas de la Nouvelle Vague y del Nouveau Roman del cine y la literatura franceses. Los periodistas, que en sus textos son siempre un poco caricaturescos y fisionomistas por razones de eficacia, sienten curiosidad por ver cómo es este tipo. Quedan decepcionados. Ni aspecto de sabio loco ni jeta de buscalíos: un joven apacible y determinado de mirada clara y azul y barba negra bien recortada. «Esta noche ceno en casa del señor Pasteur, que disfruta mucho con los relatos de viajes». Es el joven portero Joseph Meister, que tiene entonces dieciséis años, quien le abre la puerta y recoge su abrigo.
Yersin se queda en París tres meses y se inscribe en las clases del Observatorio de Montsouris. Como no tiene ingresos, se lanza a la búsqueda de apoyos y de dinero con que preparar nuevas expediciones y rechaza integrarse en la Misión Pavie. Ha leído a Julio César. Mejor primero en Nha Trang que segundo en Luang Prabang. De nuevo solicita el apoyo de Pasteur. Esta segunda carta es mucho más entusiasta que la dirigida a las Mensajerías Marítimas. «El Dr. Yersin me ruega que recomiende su solicitud ante el señor ministro de Asuntos Exteriores. Lo hago con entera confianza y con el mayor celo. El Dr. Yersin ha trabajado durante dos años en el Instituto Pasteur con grandísimo éxito. Realizó junto con el Dr. Roux un trabajo de primer orden sobre la difteria y sus conocimientos exhaustivos en medicina le han valido el título de doctor. Su futuro como sabio habría sido brillante, pero de golpe, después de numerosas lecturas, le embargó una ardiente pasión por los viajes y nada pudo retenerlo con nosotros. Puedo certificar que el Dr. Yersin es un hombre muy serio, de una honestidad a toda prueba, de un coraje extraordinario, que posee cualidades tan variadas como precisas, capaz, en pocas palabras, de hacer un gran servicio a nuestro país. Por lo demás, la sola lectura del informe adjunto sobre su reciente viaje al Mekong puede dar mejor y más inmediata idea de las grandes cualidades de viajero y de explorador del Dr. Yersin».
En el transcurso de esta primera estancia en Europa desde su partida hacia el mar, Yersin se traslada a Morges, abraza a Fanny, adquiere por cuatro perras, en el negocio de Vacheron, un nuevo cronómetro, un electrómetro y varios termómetros, y en el de Mayor compra dos fusiles de caza con sus correspondientes cartuchos. Sentado en el saloncito florido de la Casa de las Higueras, en medio de los plumíferos reunidos, abre delante de Fanny y de las muchachas de buena familia sus cuadernos de explorador, cuya lectura, según se ve, se torna pronto fastidiosa. Ellas quieren imágenes. Yersin les muestra las fotografías de mujeres mois y las jóvenes enrojecen en cuanto las ven, aunque Fanny se apresura a cubrirlas con un tapete. Pero el caso es que su Alexandre, el pequeño cantor de salmos de la Iglesia Evangélica Libre, ahora fotografía negras en cueros.