UN MÉDICO DE POBRES

Después de Calmette, es el turno de Loir. Para Yersin está claro que no piensan dejarlo ir. Adrien Loir, el mismísimo sobrino de Pasteur, uno de los primeros en entrar en la pequeña banda de los pasteurianos. Son de la misma edad y estuvieron juntos como auxiliares de laboratorio en la calle Vauquelin, antes de la construcción del edificio de la calle Dutot. Por consejo de su tío, Loir le va enviando a la oficina de la compañía en Saigón telegrama tras telegrama, que él encuentra a cada regreso.

Han mandado a Loir a Australia para crear allí un Instituto Pasteur e intentar acabar con la invasión de conejos mediante el microbio del cólera aviar. También vacuna a perros y a dingos contra la rabia y a las ovejas contra el carbunco. No da abasto y llama en su ayuda a su antiguo condiscípulo. Ese que tantas ganas tenía de moverse. Le propone una vida más palpitante que el cabotaje por el mar de China, un salario superior al de un médico de a bordo, un laboratorio para desarrollar sus investigaciones. Australia es un continente en pleno desarrollo. Allí todo es moderno y uno ve canguros. Ha llegado al límite de los argumentos. Yersin pasa de largo el Majestic, sube por la calle Catinat, entra en la oficina de correos de Gustave Eiffel y pide en la ventanilla un papel azul. Guardando las formas, expresa su amistad a Loir y alaba la misión que desempeña, pero rechaza trasladarse a Sidney, de la misma manera que rechaza la renovada proposición de Calmette en Saigón. «Calmette me ha apretado las clavijas para que entre en la marina colonial, prometiéndome el oro y el moro».

Yersin está convencido de que los hermosos años de la bacteriología han quedado atrás. Se acabó el tiempo de los aventureros. Se acabó el tiempo del trabajo solitario de los artesanos geniales. «Sé que dado el punto al que ha llegado la microbiología, todo paso adelante será un asunto muy arduo y que habrá mucho desengaño y muchas decepciones». Él no quiere convertirse en uno de esos pobretones. Yersin todavía es joven y cuando se le presiona se harta enseguida. Ahora que sabe caminar a pie descalzo por la jungla no va a calzarse los zapatos de un investigador sedentario. Si abandonó París no fue para ir a encerrarse. Ha elegido un futuro de explorador. Lo había elegido incluso antes de convertirse en médico. Se lo había escrito a Fanny cuando estaba en Berlín y se lo recuerda ahora. «Veo que acabaré fatalmente en la exploración científica. Me gusta demasiado, seguramente recordarás que mi sueño más íntimo ha sido siempre el de seguir los pasos de Livingstone».

Y sobre Livingstone, muerto una veintena de años atrás, Yersin lo sabe todo. Su expedición desde África del Sur hasta Angola y la travesía del continente de lado a lado, hasta Mozambique. Su práctica de la medicina en las aldeas que atravesaba. El descubrimiento del río Zambeze y la búsqueda incansable de las fuentes del Nilo. Su encuentro a orilla del lago Tanganica con el periodista Stanley, que había sido enviado en su busca. Doctor Livingstone, I presume? Su negativa a seguirle. Su muerte un año más tarde. Su cuerpo eviscerado por sus fieles Chuma y Susi, y sus entrañas enterradas al pie de un árbol. Los despojos, disecados y transportados por ambos sobre unas parihuelas hasta Bagamoyo, en la costa tanzana del océano Índico, para entregárselos a los ingleses en Zanzíbar. Los funerales en la abadía de Westminster y Stanley llevando las cintas del féretro. Here rest David Livingstone. Missionary. Traveller. Philantropist. A la espera de descubrir regiones desconocidas, en cada una de sus estancias en Nha Trang Yersin se convierte en médico de pobres, al igual que su héroe.

«Me preguntas si le voy cogiendo gusto a la práctica de la medicina. Sí y no. Me da un gran placer curar a quienes vienen pidiéndome consejo, pero no quisiera hacer de la medicina un oficio, quiero decir que nunca podré pedirle a un enfermo que me pague por los cuidados que haya podido prestarle. Considero la medicina un sacerdocio, como ser pastor espiritual. Pedirle dinero a un enfermo para sanarle es un poco como decir: la bolsa o la vida». Yersin sigue navegando en el Saigon y las Mensajerías Marítimas le pagan un salario que de momento le dispensa de cobrar las consultas. Toda su vida intentará permanecer ajeno a la economía, al igual que a la política. Un digno devoto de la Iglesia Evangélica Libre de Morgues y del ejemplo de Livingstone, también él médico, explorador y pastor.

Cuando al fin Yersin llega a Nha Trang, en esta primavera del 40, de regreso a la Punta de los Pescadores, Xom Con, después de ocho días de viaje, una docena de despegues y aterrizajes y el adiós a la pequeña ballena blanca de duraluminio anodizado, varada en el aeropuerto de Saigón, lo hace apeándose en la estación de ferrocarriles porque es en tren como el anciano de barba blanca regresa a la grandiosa y apacible bahía. Camina con paso lento por el espigón y los pescadores le saludan. Éstos son los nietos de los pescadores que le acogieron antaño. Es el último regreso del buen doctor Nam, así le llaman aquí, o del tío Cinco, como le dicen en honor a los cinco galones dorados del uniforme, aunque no haya vuelto a ponérselo desde el siglo pasado, desde el tiempo en que él era un apuesto marino, de barba negra y ojos azules, que curaba a sus abuelos.

Yersin entra en su gran casa cuadrada situada al borde del agua. Él fue quien la diseñó, hace mucho tiempo. Un cubo, racional. Sobre el tejado, la cúpula de su observatorio astronómico. Cada uno de los tres pisos está ceñido por una galería de columnas cubierta. Esta vez habían temido no volver a verle nunca. Él vacía su maleta y ordena los productos farmacéuticos, que tendrá que economizar. Está sentado en su mecedora al amparo de la veranda y mira el mar, el resplandor del sol entre las palmas y sobre la bahía suntuosa. Cerca de él están las pajareras ruidosas y multicolores y su loro. Por la mañana escucha las noticias de la noche de París. La voz del Mariscal que se sacrifica por Francia y se apresta a firmar un armisticio. Francia, derrotada. Suiza, neutral. Alemania, victoriosa. La campaña de Francia ha causado en pocos días doscientos mil muertos, el balance de una epidemia, la de la peste parda. Sabe perfectamente que la guerra, dado que es mundial, acabará por alcanzar Nha Trang. Los japoneses, aliados de los alemanes, desembarcarán un día en la Punta de los Pescadores. Como viejo epidemiólogo, Yersin no olvida que lo peor es siempre lo más probable.

Envejecer es muy peligroso.

No está mal, para algunos, morir joven y hermoso. Arthur Rimbaud, si no hubiera sido por la gangrena, tendría dos años menos que el anciano mariscal Philippe Pétain. Yersin tiene setenta y siete. En Nha Trang retoma su vida monástica. No se moverá más de su gran casa cuadrada hasta la muerte, y eso va a tardar lo que tenga que tardar. Por primera vez, duda un poco. A qué aventura lanzarse con esta edad canónica. Sabe bien que tiene los días contados. Desde hace mucho tiempo le apremian para que escriba sus memorias. La banda de Pasteur. Sin aplicarse realmente a ello, pone un poco de orden en sus archivos, abre los viejos baúles. Pero no relee más que sus cuadernos de explorador, cuando una vez más lo que quisieran que contase es la gran historia de la peste.

Yersinia pestis.