EN HAIPHONG

En la marina uno no escoge su destino. Para la compañía, el enlace con las Filipinas ya no es rentable. Después de un año a bordo del Volga en la línea de Manila, a Yersin lo cambian de servicio y lo envían como médico a la nueva línea de Haiphong, a bordo del Saigon, que es dos veces más pequeño que el Volga.

Es un modesto carguero mixto para treinta y seis pasajeros que efectúa su lento cabotaje por el mar de China. Nunca más de una jornada o una noche en el mar. Una sinecura. Al igual que a bordo de un inmenso paquebote en alta mar, la legislación marítima exige la presencia en la barcaza de un médico de uniforme blanco con cinco galones dorados. De vez en cuando ha de ocuparse de un uñero o una jaqueca. Sólo el capitán Flotte, con su tez cerúlea tras el humo de su pipa, podría preocupar a Yersin. El capitán se encoge de hombros. Él es infatigable, el tiempo que lleva ya barloventeando por esos parajes es la prueba. Yersin está ocioso. «Recorremos la costa a una media de dos o tres millas, de manera que tenemos ante los ojos un paisaje que cambia continuamente. Me he entretenido haciendo un bosquejo del perfil de las montañas frente a las que pasamos, con el fin de poder reconocer la región en el próximo viaje. El comandante me ha dicho que haga este trabajito desde el puente de mando y me ha rogado que le entregue una copia porque las cartas marinas de estas costas están muy mal hechas».

Hace diez años que la flota del almirante Courbet, entre cuyos oficiales estaba Loti, se adueñó de Annam y de Tonkin por orden del primer ministro Jules Ferry, pero los franceses sólo conocen la banda costera. Para poder unir esas dos provincias por vía terrestre con la Cochinchina, estaría bien cartografiarlas algún día. Esta línea marítima comercial que se acaba de abrir es todavía la única manera de conectar las capitales coloniales de Saigón y Hanói. Cada mañana, el médico se echa al cuello la correa de los gemelos marinos y saca sus lápices y el papel de dibujar. Los pasajeros, igualmente ociosos, han adoptado la costumbre de los ingleses y los más ricos se han convertido en posh, reservando cabina a babor, sobre el costado izquierdo del barco, a la salida de Saigón, y después a estribor, de regreso de Haiphong. Tan sólo el capitán Flotte y Yersin disfrutan desde el puente de mando de una visión panorámica.

Tanto a la ida como a la vuelta, el navío echa el ancla en el fondo de una bahía calma y soleada. Se ponen a funcionar las poleas, se echan al agua los esquifes, se tira de remo y se entregan algunas cajas en una aldea de pescadores. «El primer punto en el que nos detenemos después de Saigón es Nha Trang, se necesitan veintiocho horas para llegar allí». Yersin dibuja los cocoteros tan verdes allí plantados y la arena brillante. «Somos el único navío que se detiene en esta magnífica bahía».

Desde Nha Trang se sube hacia el norte y, a medida que se remonta, el cielo se hace más gris hasta llegar a la desembocadura del río Rojo y al puerto de Haiphong. Allí los pasajeros se embarcan en juncos que los llevan a Hanói. Yersin compra una embarcación y, como en Manila y en Saigón, reanuda por los brazos del delta sus navegaciones de ida y vuelta en agua dulce. Una semana más tarde tiene que regresar al sur y al sol. Yersin hace sonar la campana de su consulta. «Los pasajeros son a veces bien pesados, pero ésa es una de las minucias de la existencia». A veces, algunas mujeres de colonos, blancas y altas como yeguas y perladas de sudor, se desmayan por el calor. Pero es el propio capitán Flotte quien no se siente muy bien y de vez en cuando tiene que agarrarse a la borda. El capitán no es remilgado, es más bien de los que se encogen de hombros y vuelven a encender su pipa. Si Yersin le declara enfermo, podrían desembarcarle. Y, puesto a correr el riesgo de reventar, quisiera hacerlo en el mar. Los dos hombres se convierten en amigos y cómplices. Yersin equipa el Saigon con un filtro de agua Chamberland.

A fuerza de pasar cada vez delante de Nha Trang y a fuerza, cada vez, de maravillarse, Yersin consigue que se le autorice a bajar a tierra con los marineros encargados de hacer las entregas. Llega entonces el deslumbramiento ante la vegetación de las tierras interiores, dominadas por las cimas de las montañas brumosas que se alzan a cincuenta kilómetros de distancia a vuelo de pájaro. En la cámara de oficiales, los dos hombres retoman sus conversaciones. Nadie ha atravesado ni cartografiado nunca la cordillera. El capitán se da perfecta cuenta de que el porvenir del otro no está en el mar. Infringiendo las reglas, de vez en cuando le autoriza a quedarse en Nha Trang, aun a riesgo de privarse de médico. Yersin recorre los campos, aprende a marchar sin zapatos. Pero eso no es todavía una exploración. También se entrena en el puente de mando: el viejo capitán le enseña a utilizar el sextante y a encontrar el punto de estación. Por la noche, estudia en su camarote geodesia y acumula los conocimientos matemáticos necesarios para hacer observaciones astronómicas.

En esta monótona línea de Saigón-Haiphong, con su cabotaje fastidioso, Yersin prepara, gracias al capitán Flotte, su porvenir de cartógrafo y explorador. Rindamos homenaje a este bravo marino entre tantos miles de bravos marinos olvidados, celebremos al capitán Flotte. Toda una vida sobre el agua trabajando en todos los mares y todos los océanos para, al final, llegar desde el puerto de Saint Nazaire, donde nació, hasta el de Burdeos, en cuyo hospital para enfermedades tropicales muere.