EN VUELO

Ése sigue siendo el caso todavía en 1940, aunque resulta evidente que esta derrota en ocho días ante los ejércitos nazis es un mal augurio para la supervivencia del Imperio. Francia es invadida por tercera vez en menos de un siglo. El anciano de setenta y siete años, de barba blanca y ojos azules, dormita en el avión que sobrevuela el Mediterráneo. Dos días después de la partida de Marsella, el LeO H-242 despega del aeródromo de Atenas. La pequeña ballena blanca vibra en medio de la inmensidad azul y bajo su ala izquierda deja atrás Chipre, en medio del zumbido de sus cuatro motores nuevo modelo Gnôme & Rhône, reunidos en lo alto de una torreta aerodinámica detrás de la cabina de pilotaje.

Yersin apunta la información: Gnôme & Rhône.

Acaba de asistir en París al que será el último congreso de los Institutos Pasteur en mucho tiempo. Ha recibido los calurosos adioses en el patio de gravilla donde se ve la tumba de Roux. Hace siete años que Calmette y Roux están muertos. Ha rendido homenaje a los desaparecidos y estrechado la mano del viejo portero Joseph Meister, el primer hombre salvado de la rabia, que ahora tiene sesenta y cuatro años.

Sin duda Yersin se pregunta por qué sigue vivo él todavía. Cuántas guerras tendrá aún que sobrellevar. Se acuerda de los dos hermanos Calmette, el primogénito Gaston, el periodista al que Proust había dedicado el primer tomo de En busca del tiempo perdido, y el joven Albert, a quien él había visto por primera vez en el Majestic de Saigón. Diez años después de eso, Roux le había escrito: «Calmette tiene que ingeniárselas para que nos encontremos en casa de su hermano con Sarraut». Entonces se pensaba que el ministro Sarraut sería el siguiente gobernador general de Indochina. En esa misma carta, Roux anotaba: «No hay nada nuevo en el Instituto. Aquí lo que preocupa son las negociaciones franco-alemanas acerca de Marruecos».

El hermano mayor, Gaston Calmette, fue abatido con una pistola en su despacho de director de Le Figaro por la esposa de otro ministro, Caillaux. Era la primavera de 1914, justo antes del asesinato de Jaurès y de la guerra. Una vez más, Yersin intenta huir de toda esa porquería de la política y estar solo. A pesar de que en su vida nunca ha logrado alejarse verdaderamente del Instituto y de la pequeña banda de los pasteurianos. Observa un trazo blanco y ocre sobre el azul uniforme del horizonte. Es la silueta de los montes de Líbano.

En la época de Mouhot, el descubridor de los templos de Angkor, en el año sesenta del siglo anterior —el año en que Pasteur emprende su gran combate contra la teoría de la generación espontánea y, desde la localidad alpina de Chamonix, llega hasta el glaciar que llaman Mar de Hielo para tomar allí sus muestras de aire puro—, todavía había que dar la vuelta al cabo de Buena Esperanza para llegar a Asia. Tres meses de mar y vela. Treinta años más tarde, el viaje de Yersin a bordo del Oxus se había hecho a vapor y por el canal de Suez, y no había durado más que treinta días. En esta primavera de 1940, en avión son sólo ocho días. En lo que dura la vida de un hombre, la calabaza se había convertido en melón y después en mandarina.

Hace seis años que Yersin es un habitual de la línea de Air France y ya conoce el poema aéreo que desgrana: después de Atenas vienen Beirut, Damasco, Bagdad, Buchir, Djask, Karachi, Jodhpur, Allahabad, Calcuta, Rangún, Bangkok, Angkor y al fin Saigón. Una docena larga de despegues y aterrizajes desde la salida de París. Etapas como saltos de pulga. En plena forma, la pequeña ballena blanca de duraluminio anodizado avanza a doscientos kilómetros por hora. Es más lenta que los trenes de hoy. Pero entonces ésa era la increíble velocidad que, a poca altura, hacía rodar el globo bajo su carlinga.

Como siempre, Yersin necesita saberlo todo. Su memoria de lugares y nombres, al igual que la de los números, es insaciable. Apunta los horarios, los apellidos del piloto (Couret) y del oficial mecánico (Pouliquen), el estado del cielo y los fenómenos atmosféricos, relee viejos cuadernos o toma notas mecánicamente, por aburrimiento. Con esta manía de explorador y de investigador, Yersin ha llenado en el curso de su vida centenares de cuadernos. Sentémonos a su lado, cual fantasma del futuro provisto de estilográfica, leamos por encima de su hombro, copiémoslo en nuestro cuadernillo de cubiertas de piel de topo. Por ejemplo, esta página que parece el trayecto de un drone que espía en previsión de una invasión de Irán:

Djaks - salida 0h55. Vuelo a 1.000 m

1h50 - ¿Punta de los Piratas?, entrada al golfo Pérsico.

2h - Pequeños pueblos sobre peñas al borde del mar. Agua del mar verde esmeralda junto a la orilla. Palmerales. Barcas. Peñascos color gris.

3h - Península desértica con aldeas y palmerales. Barcos en el mar.

3h40 - Llanura al E. menos desértica. Numerosas aldeas (Chira), a media distancia poco más o menos, entre Djaks y Buchir.

5h - Sobrevolamos a 1.000 m llanuras y montañas vecinas. Numerosas aldeas. Río casi seco de N.O. hacia S.E. Vía de comunicación.

5h30 - Largo valle orientado al S.E. con gran río. Dameros de cultivos.

6h30 - Llegada a Buchir, t = 27º.

En esos primeros días de junio del 40, busca con inquietud en cada escala novedades sobre la situación militar. Se entera de que los Aliados han reembarcado en Dunquerque sus tropas maltrechas. Los puertos franceses son machacados. En Saint-Nazaire, miles de refugiados han perecido durante el incendio del paquebote Lancastria, de la compañía marítima Cunard. Inglaterra está sola ante Alemania. Italia entra en guerra. Cada día, Yersin se aleja más de la hoguera de Europa. En Calcuta, el día se desangra sobre el Ganges. Yersin ve la red de púrpura y oro del delta en el poniente. Está impaciente por llegar a Nha Trang. Podría perfectamente morir en vuelo, ser enterrado en cualquier escala. En lugar de una basílica, levantarían allí un Instituto. Cuenta los despegues y los días como un colegial antes del verano. Ya hace casi cincuenta años que regresa siempre a Nha Trang y es ahí donde quiere morir. Se pronuncia «Nia Trang», precisa él en sus correos. Y explica a sus corresponsales que Alexandre de Rhodes, autor en el siglo XVII del Diccionario portuguésannemita-latín, era un jesuita de Aviñón que utilizaba la lengua de oc y la h palatalizada propia de esa lengua. Nia Trang. Yersin necesita siempre saberlo todo.

Debe a la amistad con otro comandante de las Mensajerías Marítimas, el capitán Flotte, de Saint-Nazaire, haber podido descubrir Nha Trang.

Haber echado pie a tierra en el paraíso.