El Volga es un viejo trasto mixto que navega a vela y a vapor, aparejado como navío de tres palos y con una sola caldera central, una modesta embarcación para setenta pasajeros y unas pocas toneladas de flete.
Cada mes, en el viaje de ida desde Saigón, los comerciantes habituales de la línea llevan productos de Europa para los filipinos ricos: vestidos de París y porcelanas de Limoges, jarras de cristal y vinos finos. A la vuelta, se traen a cambio, en el fondo de la bodega, productos fruto del sudor de los filipinos pobres: conos de azúcar, puros de Manila y vainas de cacao. De un puerto a otro hay tres días y tres noches de travesía por un mar amarillo y conradiano de oleaje apretado y débil, en el que la proa se abre camino como con desdén. El tranquilo vapor navega con la regularidad de un transbordador. En el puente está el capitán François Nègre, un perro viejo habituado a las embarcaciones de Asia. A partir de ese momento, la vida de Yersin adquiere, durante todo un año, la regularidad de un péndulo.
Un tercio de su tiempo lo pasa a bordo, el otro tercio está de descanso en Saigón, y el último, en la ciudad de Manila, una de esas ciudades de los españoles cargada de siglos y de un catolicismo recargado de oro y de estatuas de santos ensangrentados, de exvotos y de vírgenes policromadas cubiertas de flores y frutos y ofrendas de dulces. Todo eso resulta tan extraño a los ojos de un puritano de Vaud como los fetiches vudús. Sobre el mar se alza una ciudad fortificada, como las de San Juan de Puerto Rico o La Habana, con empinadas calles adoquinadas y una catedral blanca con dos campanarios en el frontón, ya devorada por el negro de la podredumbre y el verde del musgo mientras los franceses apenas acaban de levantar Nuestra Señora de Saigón con sus rojos ladrillos nuevos traídos de Toulouse.
Pero Yersin no tarda en recorrer ambas ciudades y en cada escala va alejándose más. Es un hombre organizado, ya se sabe. En Filipinas, regresa cada mes a estudiar astronomía con los jesuitas del Observatorio, aprende a utilizar el barómetro para medir la altitud, escala el volcán Taal y se dedica a trabajos prácticos, como cuando construía cometas. Dibuja a pluma el cráter del volcán: «En el fondo hay dos lagunas de un verde amarillento que exhalan un vapor denso y blanco. Por aquí y por allá se ven pequeñas columnas de humo saliendo de las grietas». Adquiere una de esas barcazas que aquí llaman bancas, contrata a un piloto, remonta los ríos, asiste a peleas de gallos en los poblados tagalos.
Y cada mes Lord Jim o Yersin se adentra más en «un arroyo estrecho y tortuoso que corre en medio de una espesa selva tropical». Es para Fanny, su única lectora, que redacta sus primeros textos de explorador. «Avanzamos bajo una catedral de verdor, suma a eso la luz de la luna, el silencio de la noche y el extraño encanto que dan a la escena las pequeñas piraguas de los pescadores, resguardadas en los rincones oscuros del río. Llevamos a bordo al comandante, a sus dos bebés y a un sargento español. Llegamos a Jala-Jala a la una de la mañana». Dan media vuelta al alba. Al día siguiente la banca es izada con una grúa a bordo del Volga y asegurada sobre cubierta. Se recoge la jarcia y se pasa al vapor. Yersin viste su uniforme blanco con sus cinco galones dorados y hace sonar la campana. Por la tarde, en la cámara de oficiales, relata sus andanzas al capitán Nègre y a los negociantes sentados delante de sus vasos de absenta. Y de nuevo el lento balanceo del vapor sobre un mar aceitoso. A veces se larga vela para economizar carbón o para honrar el recuerdo de los mayores. La doble vida de Yersin sólo tiene en común la frágil barcaza. Tres días más tarde, ésta es desembarcada en Saigón y echada al agua del puerto.
En Cochinchina, la banca filipina se convierte en sampán vietnamita. Yersin también consagra su tiempo a hacer cabotaje por los ríos. Sus dos guías, Choun y Tiou, cargan mantas, faroles, mosquiteros y uno de esos filtros de agua inventados por Chamberland, también arroz y algunos patos con las extremidades atadas. «Las montañas, que al principio estaban lejanas, van aproximándose y el río se encajona cada vez más. El sol es terriblemente caliente en el fondo de este barranco». Por la tarde acampan en la orilla, encienden fuego, degüellan y despluman las aves. El pequeño grupo remonta enseguida hasta Bien Hoa y aún más allá. Yersin se encuentra con Jorgensen, un solitario danés propietario de una plantación, y no tarda en acostumbrarse a su hospitalidad de oso viejo. Al partir, éste le entregará una lista de compras por las que tendrá que esperar un mes. Desde la terraza de la casa, hecha de madera de teca sobre pilotes, se contempla el oleaje verde de la plantación de pimenteros. A sus pies se ve «el agua que brama entre los peñascos», y sobre el horizonte, por las mañanas, las montañas azules. Hay gritos de monos y el escándalo de los pájaros, y elefantes que vienen a beber en el río. Es aquí donde habría que vivir, retirado del mundo. En dos días de marcha, sube con Jorgensen hasta las primeras aldeas de los mois.
En sus cartas, que Fanny, inquieta, comienza a sustraer a la mirada de las muchachas de la Casa de las Higueras, Yersin registra sus primeras anotaciones etnológicas. Escribe que los mois «son gente de gran talla, que no llevan más vestimenta que un cinturón. Su rostro es muy diferente al de los annamitas. Con frecuencia llevan barba y bigote, su aspecto es más orgulloso y salvaje. Las aldeas constan de una sola casa, pero enorme, levantada sobre pilotes. Cada familia habita en un compartimento de medios tabiques. Es la auténtica vida comunal. El dinero no tiene ningún valor entre los mois. Prefieren las perlas de cristal o cualquier anillo de cobre».
Yersin siente la fascinación de los solitarios irreductibles ante la vida en comunidad, ante el igualitarismo del comunismo primitivo y la ausencia de moneda. Es por ahí por donde habría que seguir avanzando, abandonar el agua, enfangarse en la floresta, escalar y atravesar la cordillera annamita. Adentrarse mucho más allá, hacia los dominios de los sedangs o de los jarais, donde todavía nadie, ni siquiera Jorgensen, ha ido nunca; o, quizá, sólo aquel Mayrena que se convirtió en Marie I, pero lo que ése buscaba era oro y gloria. Con frecuencia, Yersin no baja hasta Saigón sino la víspera de la partida del Volga, para embarcar su sampán que tres días después volverá a ser su banca. Vuelve a encontrarse con el capitán Nègre y con los negociantes. En cuanto a la tripulación, «es un poco cosmopolita, en ella encontraréis chinos, malayos y cochinchinos». No se imagina pasando el resto de su vida en esa línea marítima, como hacen todos ellos, pero no acaba de ver qué otra cosa podría hacer. Muy pronto percibe las limitaciones geográficas de esas peregrinaciones, que podrían llegar a ser tan penosas como un curso de microbiología.
Yersin no es todavía un explorador, nunca ha echado a andar hacia delante sin retorno, no ha afrontado peligros ni puesto su vida en grave riesgo. Muy pronto, durante el combate con Thouk, una lanza le atravesará el cuerpo. Sus conocimientos médicos le salvarán la vida.
Durante la primavera de ese año, que Yersin pasa haciendo la ida y vuelta entre Manila y Saigón sobre el mar Amarillo, es cuando Rimbaud regresa por última vez al puerto de Marsella. La sierra del cirujano corta su pierna, después de semanas de travesía en camilla sobre roquedales, sin cuidados ni remedios pasteurianos. A bordo del navío, el médico de las Mensajerías Marítimas se ve imponente a su cabecera, con su uniforme blanco. Antes de la amputación, Rimbaud ha escrito a su hermana Isabelle: «¿Por qué no se enseña en los colegios el mínimo de medicina necesario para no hacer semejantes burradas?»